El bosquecillo de olmos era la frontera natural entre ambas aldeas aunque para cualquier forastero todo era un mismo pueblo, tan parejas eran las casas y los habitantes de ambos parajes. A pesar de la cercanía, para los lugareños ambas villas eran tan distintas como la leche y el vino. Y la rivalidad existía en casi todas las actividades diarias. Sólo los críos – y, siempre que su edad no llegara a los doce años porque a partir de entonces eran conscientes de su diferencia- jugueteaban juntos sin hacer ascos a que se hubiese nacido en uno u otro lugar.
Ocurrió en septiembre, tres días antes de las fiestas patronales que, muy a pesar de ambos alcaldes, se celebraban el mismo día. Habían pensando muchas veces en trasladar la fecha pero siempre los dos habían pensado que debían ser los otros los que la cambiaran porque, como era bien sabido, la fiesta propia era la auténtica y la otra no era sino una burda copia. Aquel día, bien de mañana, los dos chiquillos jugueteaban a las escondidas entre los árboles. Hilario y Juan se llamaban. Ambos con el pelo bien rapado, pantalones cortos, zapatillas livianas y una camisa a cuadros azules que les quedaba grande. Juan fue el primero que vio la figura. Era una especie de estatua, medio enterrada en el musgo, apartada del camino. Cuando Hilario llegó, ya estaba escarbando la tierra a su alrededor, entusiasmado porque pensaba haber encontrado un tesoro. Juan le ayudó solícito y en poco tiempo desenterraron el hallazgo. Parecía una talla de madera, pequeña, de un par de palmos. Hilario, que iba a la iglesia cada domingo de la mano de su abuela, afirmó muy serio que aquello era un santo aunque no tenía ni remota idea de su nombre. Desde luego, no era San Mateo, el patrón de su pueblo que también lo era del de al lado. Porque a ese sí lo conocía de verlo en el altar de la iglesia. Chicos avispados como eran, decidieron llevar la estatua al cura del pueblo de Juan que estaba un tanto más cerca que el otro. El párroco se santiguó tres veces y recogió la imagen asegurando que se trataba de un evangelista.
La noticia corrió como reguero de pólvora por la aldea. Doña Jacinta, dama beata y solterona, aseguró que se trataba de un portento, un hallazgo semejante al de los chiquillos de Fátima. El alcalde aseveró que era un don para el pueblo y que el que se hubiese encontrado dentro del término municipal que él regentaba sólo podía indicar que los cielos bendecían el lugar y, cómo no, su gestión, aprovechando para pedir el voto en las siguientes elecciones municipales. El cura organizó un par de misas a las que asistieron buena parte de los vecinos y la comisión de fiestas, tomada por sorpresa pero con ágiles reflejos, propuso entronizar al nuevo santo durante la fiesta mayor que estaba al caer. Don Francisco, un indiano que vivía en la mansión que otrora fuese del duque de Martelada, escribió una misiva que pretendía hacer llegar al Arzobispo para que tuviese a bien hacerles una visita y comprobar por sí mismo el milagroso encuentro. Probablemente, pensaba, el lugar sería declarado santo, se construiría una ermita y se abriría al culto de turistas y fieles que harían desarrollar rápidamente la economía del pueblo.
Esa misma tarde, tres vehículos llegaron a demasiada velocidad y de ellos bajaron el alcalde de la villa colindante y otras ocho personas entre las que se encontraban el niño Juan, su padre y don Álvaro, otro indiano que vivía en la mansión que otrora fuese del marqués de Altagara, enemigo del de Martelada, y como el lector avieso habrá ya barruntado, sita en el pueblo de al lado.
- Seré claro y breve- exclamó el alcalde recién llegado- Esa figura nos pertenece ya que fue Juan, muchacho aquí presente, el que la encontró.
- De eso nada, querido alcalde- contestó el otro regidor-. Fue encontrada en nuestro término municipal y es evidente que pertenece a nuestra noble y leal villa.
La discusión duró un par de horas y fue enconándose hasta el punto de que se amenazaron con los puños, con acciones legales y con excomuniones religiosas. Más tarde llegó el párroco del pueblo de al lado que intentó llegar a un acuerdo con su colega utilizando métodos más piadosos y más acordes con su misión ministerial. Mas al cabo de otra hora, ambos hombres de Dios habían olvidado la caridad y humildad a la que estaban obligados y redactaban sendas cartas al Arzobispo- y al Papa, si menester fuese- para que la talla quedara donde correspondía.
Por la noche, un grupo de vecinos del pueblo que se sentía robado, portando antorchas y alguna que otra navaja, se presentaron furiosos en la villa vecina. Los de esta no se atemorizaron y montaron con presteza una contra manifestación. Ambos colectivos se colocaron, uno enfrente del otro, gritándose mutuamente los más encolerizados insultos y jurando por sus muertos que el nuevo santo encontrado les pertenecía. Cuando una luna amarillenta salió por detrás del bosque ya se corría entre las gentes que la figura había obrado milagros. Al parecer, en uno de los bandos, una vieja que padecía artritis aguda decía sentirse como una chiquilla de dieciocho. En el otro grupo, un tal Amancio, famoso por sus escapadas a la capital y sus contagios venéreos decía haber sanado milagrosamente y afirmaba que renunciaba a su vida de vicio y que quería ingresar en un convento.
La noche pasó en vela para ambos piquetes. Hubo un par de escaramuzas de un pelotón de jóvenes del pueblo de Juan que intentó acercarse a la iglesia para, por la fuerza, restituir al santo a dónde según ellos pertenecía. Mas un viejo mastín ladró a destiempo y el párroco tuvo tiempo de tañer la campana y avisar a sus conciudadanos que acudieron prestos a defender la reliquia.
Cuando amaneció, los dos pequeños ejércitos se aprestaron para una larga campaña de asedio. Se montaron tiendas y carpas, se trajeron víveres y garrafas de vino y se montaron turnos de vigilancia. Con la excepción de la sobremesa en la que ambos contendientes se dedicaban a comer y a echar una merecida siesta, el resto del tiempo se llamaban de todo y proseguían con los rifirrafes en los que intercambiaban pedradas. Mientras, las noticias de los altercados habían llegado ya a la diócesis que avisó a la comisaría y al juez.
El día de la fiesta patronal, fuerzas del orden tuvieron que acudir al lugar porque de las pedradas se había pasado a los navajazos y un par de mozalbetes habían ingresado en un hospital con buenos tajos en brazos y muslos. No se anduvieron con remilgos. Una manta de porrazos hizo correr en polvareda a los dos bandos que se refugiaron en sus cuarteles de invierno mientras el obispo, llegado a toda prisa desde la capital, se hizo cargo de la estatuilla.
A final de mes, Juan e Hilario jugaban en el bosque cuando vieron asomar entre el musgo una sombra de algo oculto. Ni miraron qué era ni se dijeron ni palabra pero, por si acaso, entre ambos colocaron encima un metro de rocas y tierra y continuaron persiguiéndose entre los olmos.
2 comentarios :
es un cuento que engancha. Me ha gustado.
gracias
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