28/10/09

Impiedad turística


Era una visita obligada para cualquier visitante de Pekín. El Pearl Market se alza bullicioso frente a la puerta este del Templo del Cielo del que le separa tan sólo una ruidosa y concurrida avenida de seis carriles atestados de vehículos de todo tipo. Llevaba en su bolsillo una larga lista de peticiones. Amigos, familiares y conocidos aprovechaban cada uno de sus viajes para encargarle todo tipo de cosas, desde ropa hasta cachivaches electrónicos. Entró y, por un rato, deambuló por los pasillos mientras decenas de vendedoras le agarraban de los brazos y le ofrecían todo tipo de artículos. Fingió no estar interesado pero bien sabían las tenderas que acabaría comprando. Al cabo, se trataba de una coreografía bien orquestada en donde turistas y nativos cumplían a la perfección con su papel. El extranjero debía regatear durante al menos cinco minutos. La dueña del garito hacerse la dura durante el mismo tiempo para, al final, llegar a un acuerdo que siempre era tres veces menos que el precio de salida original. Sí, alguien podría pensar que todo sería mucho más rápido si se acordara el importe al que ineludiblemente debía llegarse nada más empezar pero, si tal hecho ocurriera, el mercado dejaría de tener su encanto.

Tomó el listado. Camisas. En todos los puestos se mostraban las mismas, de modo que la habilidad se hallaba en encontrar la vendedora más atractiva o la que estuviera más despistada para poderle bajar algo más el precio. Setenta euros en España. Con doce se empezó la puja. Tras varios simulacros de marcharse, finalmente contrató el pedido por cuatro euros por camisa. A punto estuvo de aceptar cuatro y medio – al fin y al cabo, qué mas le daban a él cincuenta centavos más o menos- pero su profesionalidad de comprador experto le hizo afinar la negociación. Repitió el proceso con un par de reproductores de vídeo, unos palos de golf, un collar de perlas que la encargada del establecimiento se emperró en probar que eran auténticas raspando con una navajita el nácar que las cubría, un abanico enorme con el que más tarde tendría problemas para hacerlo entrar en la maleta, una careta de colores que sirvió, más tarde para una fiesta de carnaval, y un pijama de seda que otra vendedora- esta vez, una oronda y chillona mujer- se empeñó en hacerle saber que era auténtica seda quemando algunos hilillos con un mechero. Continuó con otro montón de regalitos no previstos que se hizo a sí mismo. Un día era un día.

Se detuvo cuando ya no podía llevar más bolsas en sus manos. Repasó la lista y vio que estaba todo. Era consciente de que no necesitaba nada de aquello. Ni él ni sus amigos. Pero, lo cierto es que estaba satisfecho. Había gastado trescientos euros en cosas que acabarían perdidas por anaqueles y cajones en menos de un mes, pero no podía perder la oportunidad. Todo aquello le hubiese costado en Europa al menos el triple.

Salió. Estaba anocheciendo y los taxis se movían frenéticos de un lado para otro sin respetar las paradas oficiales. A esa hora, las reglas cambian y los taxistas aprovechan la desolación de los turistas abandonados en la noche pequinesa para dejarse querer al mejor postor. Los viajes, de pronto, cuestan el doble y la negociación es como la del mercado pero justo a la inversa.

Se armó de paciencia. Llegaría alguno, tarde o temprano, que le llevara al hotel.


Fue, entonces, cuando se le acercó aquella muchacha con un bebé entre sus brazos. Era muy jovencita, casi una niña. Por gestos, le dio a entender que tenía hambre. La criatura lo corroboraba lloriqueando. Iba vestida dignamente aunque sus zapatos demostraban que decía la verdad. Le pidió dinero en chino. Él no entendió las palabras pero sí la expresión de congoja de una madre que debe alimentar a su hijo. Al cabo, la súplica de un ser humano es universal. Se tentó en los bolsillos y sacó unos billetes. Eran todos de diez yuanes para arriba. Demasiado dinero para darlos como limosna. Y lo que era seguro que es no iba a pedirle el cambio a la indigente. Volvió a introducir el dinero en su bolsillo e hizo un gesto a la chica para que le dejara en paz. Mas la muchacha, hambrienta, no se marchaba y seguía mendigando, hablándole en chino, excitada, alarmada, casi gimiendo.

Por un instante, le vino a la mente el dinero que había derrochado en el mercadillo. Fue sólo un instante. Una debilidad sensiblera. Miró para otro lado y comprobó que el dicho de ojos que no ven, corazón que no sufre era tan real como el mundo. Decidió ignorar a la chica y al bebé que lloraba. Se cansarían. Lo cierto es que le hubiera gustado darle medio yuan, o uno incluso. No era un desalmado. Pero no tenía cambio y con diez podía comprar otro regalo en el aeropuerto. Tampoco era cosa de tirar el dinero, que bien costaba ganarlo. Lo sentía, qué se le iba a hacer. Él no podía solucionar las miserias del mundo.

Por fin la mujer se alejó y repitió la súplica con otros turistas, todos cargados de regalos, obteniendo la misma respuesta. El bebé lloraba cada vez más. Con un yuan podría haberle dado un biberón.

Un taxi paró y montó en él. Le costó entrar, con tantas bolsas como llevaba. No miró atrás. Tres días después, sus amigos le agradecían los presentes y alababan lo dadivoso y buena persona que era.