Los teléfonos móviles modernos son muy cómodos. Te permiten comunicarte con otras personas pero, además, tienen muchas funciones incorporadas que nos facilitan las tareas. A mí, la que más me gusta es la agenda de direcciones. Siempre he sido de memoria flaca o, lo que es peor, burlona. Es de esas que, cuando ves a una dama en una fiesta, te sugiere al oído que es la esposa del director mengano y tú, confiado, vas y le preguntas por su devoto marido, don mengano. Y resulta que es la esposa de uno de sus más fieros competidores en los negocios, o la amante del tal mengano. En fin, que yo confío más en la agenda del teléfono. Allá introduzco los nombres, las direcciones, los teléfonos e incluso pequeñas fotos del individuo para tenerlo todo controladísimo. Consecuentemente, utilizo mucho esa aplicación.
Quizá por esa afición mía a la agenda, me percaté de que algo extraño ocurría.
Fue hace unos cuatro meses. Recordé que debía llamar a Justo, un colega del trabajo con el que debía juntarme en un congreso profesional en Barcelona. Busqué en el teléfono y, para mi sorpresa, la pantallita no me devolvió resultado alguno. No es inusual que, al escribir el nombre, se cometa alguna errata de modo que pedí al programa que me mostrara todos los contactos que empezaran por la jota. Obediente, el aparato me devolvió un listado de veinticuatro personas. Pero Justo no aparecía. Estaba bastante seguro de que yo había grabado sus datos pero nunca me fio de mi pobre cabeza por lo que deduje que sería un error mío. Uno más. Así que llamé a Francisco, otro colega, para que me diera el número de teléfono de Justo.
- No sabes cómo me apena tener que ser yo el que te lo diga. Justo falleció la semana pasada en un accidente.
Balbuceé, consternado, y le agradecí la información. Vaya casualidad macabra. Aunque por un lado me alivié por no haber hallado su número. Hubiese sido de lo más incómodo el que me hubiera contestado algún familiar. Eso sí, envié una nota de condolencia y hube de rehacer los preparativos del viaje a Barcelona. No mentiré si digo que la noticia me afectó más de lo que yo esperaba, quizá por la sorpresa con la que me la encontré, pero un par de días después había olvidado totalmente el incidente.
Pasaron un par de semanas, tres quizá, cuando volví a inquietarme sobremanera. Recibí un e-mail de mi jefe en el que me pedía llamara a un cliente que nos debía algún dinero. Uno de esos marrones que de vez en cuando le caen a uno. Busqué el número del señor en mi agenda y no lo encontré. Buceé en la memoria y me fue imposible dar con él. Este era un contacto empresarial y sincronizado con el Outlook. Por tanto, era seguro que había sido grabado. No había duda. Así que pensé que la memoria del teléfono me estaba jugando malas pasadas. Ya lo había oído alguna vez. Para abaratar costes, algunos fabricantes incorporan chips de baja calidad, clones chinos de esos. Y claro, sucede lo inevitable. Que, al poco, a la más mínima interferencia electromagnética, se desconfiguran o se borran. Debería pedir una memoria nueva, me dije. En cualquer caso, no era un problema importante. Tenía el número de la centralita de la empresa, de modo que llamé y pedí que me pasaran con la persona a la que deseaba contactar.
Quedé mudo. La recepcionista, compungida, me comunicó que aquel señor había fallecido un par de semanas antes de un ataque al corazón. Nada raro, razonó, dado lo obeso que estaba y el alcohol que consumía.
- Su mujer le había insistido mil veces para que se hiciera un chequeo completo pero él nunca la hizo caso – me confesó bajando la voz, la señorita que me contestó.
He de reconocer que ya entonces una idea alocada pasó por mi mente. Algo tan insólito que no existió por más de dos segundos en mí. Mucho más teniendo en cuenta que yo soy un agnóstico convencido y muy poco dado a creer en nada sobrenatural.
Cambié de opinión unos días después. No me extenderé porque creo que ya habrán supuesto los hechos. Esta vez, debía telefonear al hotel Candora Luxe y como llevo muchos años hospedándome en él, tengo la suficiente confianza con el director para llamarle un par de días antes y pedirle que me reserve una buena habitación. Como en las ocasiones anteriores, su número no estaba en la agenda y hube de llamar al hotel. Pregunté por él y el hombre que me contestó me dio la mala nueva. Reconoció mi voz y, sabiendo de mi amistad, me dio un sentido pésame.
Lo que había sido una fugaz y loca hipótesis se convirtió en un terrorífico presentimiento. Al llegar a casa, desasosegado y sudoroso, cerré la puerta por dentro- algo que nunca hago- y me senté en el sillón junto a la ventana. Atardecía rápido y las nubes que auguraban tormenta pintaban de gris plomizo y naranjas el cielo, iluminando el ambiente con una luz inquietante y mórbida. Desde luego, si alguien pretendía asustarme sabía cómo preparar el decorado.
Tardé al menos diez minutos en atreverme a empezar la tarea que me había encomendado a mí mismo. Repasé nervioso con el pulgar el terminal antes de osar pulsar la tecla con las flechitas, la que me presentaba la agenda de direcciones. Por supuesto, no recuerdo todos los nombres pero fui apuntando todos aquellos que yo creía recordar había memorizado y que ahora no encontraba en la lista. Al acabar, revisé el papel. Tenía siete nombres escritos. Fui hasta la cocina y bebí un gran vaso de agua que no consiguió eliminar la sequedad de mi boca ni licuar la pastosa saliva que iba acumulándose en mi paladar.
Fui localizando, uno a uno, a aquellos personajes a través de amigos comunes. Sí, como sospecha el lector, todos ellos habían marchado a mejor vida. Unos en accidente reciente, otros de enfermedades súbitas y uno de no se sabía qué porque estaba desaparecido desde hace un año. No le dije a la señora que me lo contó cuáles eran mis sospechas y dejé que siguiese alimentando la esperanza de su aparición sano y salvo.
Dejé aquel diabólico artefacto sobre la cómoda justo en el instante en que la tormenta descargaba con violencia sobre la ciudad. La ventana estaba abierta y una ráfaga de viento hizo que el granizo penetrara hasta la mesita de té con que decoro el salón. Como pude, cerré el ventanal y sequé todo aquello, asustado como nunca había estado. Apenas dormí y aunque el temporal cesó un par de horas después, permanecí alerta al menor ruido que pudiera escucharse en la casa.
Al día siguiente hice una copia de seguridad de la memoria del teléfono. Desde entonces, cada día, con matemática precisión, compruebo las direcciones que aún quedan y las cotejo con la lista de seguridad. Poco a poco, van desapareciendo nombres, diluyéndose como humo en el aire. Ya no me preocupo de comprobar lo que sé que es inevitable. Me he arrepentido cien mil veces de haber comprado un teléfono móvil pero uno se hace incluso a esto.
Creía estar acostumbrado. Hasta ayer. Fui a tomar un café a la máquina del piso inferior de la empresa. Estaban charlando Susana, de Administración, y Clara de Compras. No se percataron de mi llegada y, casi por azar, las oí charlar.
- Oye, Clara, ¿tienes el teléfono de Cándido? es que pensaba que lo tenía archivado en el móvil pero no lo encuentro y debo darle un encargo.
Recordé que mi nombre era Cándido justo cuando empecé a notar un fuerte dolor en mi brazo izquierdo.
2 comentarios :
Me gustó... estaré al pendiente de seguir registrada en el directorio de mis amigos :P
Gracias mil
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