Compré un libro hoy.
Lo elegí pensando en ti, imaginando cuál hubieses preferido para mí. Casi pude sentirte caminar por entre las estanterías de la librería. Es tan triste leer un libro que tú no me hayas obsequiado que me duele renovar los recuerdos de entonces. Casi pude imaginarte sacando el paquetito del bolso con aquella sonrisa pícara que me inundaba de cariño y ansia de ti.
Siempre hacías trampa y me regalabas dos. Me entregabas uno, envuelto por ti misma en papel de colores y seda, con tus palabras de cariño escritas en una tarjeta. ¿Sabes? añoro tu caligrafía sinuosa y amplia, mi tierna compañera. Añoro tus te quiero y tus per molts anys, amor meu. Luego, más tarde, cuando ya no lo esperaba, me dabas el segundo libro y lo hacías como Jesús con el vino de las bodas. El segundo era siempre el mejor, el más atractivo, el que sabías que leería con fruición, el título que me habías sacado con sigilo semanas antes sin que yo me percatara de por qué lo preguntabas. Te lo agradecía – mejor dicho, me gratificaba a mí mismo- con un beso largo en tu boca de nubes y estrellas y con promesas de adoración perpetua.
Yo madrugaba para comprarte una rosa. Estaban bellas las rosas rojas a las siete de la mañana, cuando el viejo tendero levantaba la persiana de la floristería y descargaba el gran cubo con flores recién cortadas, aún frescas por el rocío. Elegía la más linda y le pedía que la vistiera con celofán transparente y con un lazo rojo y amarillo. Me encantaba que mi rosa fuera lo primero que vieses al amanecer. Que fuese la primera de las muchas que te regalaban a lo largo del día. Era hermoso tomarnos un café con un croissant a medias mientras sostenías la flor sin soltarla. Porque decías que estaba llena de amores, de sueños, porque deseabas que no se marchitara nunca.
Hoy he comprado también una rosa. Igual que entonces. Pero no podré dártela.
Hoy las gotas de escarcha que la cubrían eran lágrimas y sus espinas –que antes jamás sentí- me han desgarrado el corazón.
Lo elegí pensando en ti, imaginando cuál hubieses preferido para mí. Casi pude sentirte caminar por entre las estanterías de la librería. Es tan triste leer un libro que tú no me hayas obsequiado que me duele renovar los recuerdos de entonces. Casi pude imaginarte sacando el paquetito del bolso con aquella sonrisa pícara que me inundaba de cariño y ansia de ti.
Siempre hacías trampa y me regalabas dos. Me entregabas uno, envuelto por ti misma en papel de colores y seda, con tus palabras de cariño escritas en una tarjeta. ¿Sabes? añoro tu caligrafía sinuosa y amplia, mi tierna compañera. Añoro tus te quiero y tus per molts anys, amor meu. Luego, más tarde, cuando ya no lo esperaba, me dabas el segundo libro y lo hacías como Jesús con el vino de las bodas. El segundo era siempre el mejor, el más atractivo, el que sabías que leería con fruición, el título que me habías sacado con sigilo semanas antes sin que yo me percatara de por qué lo preguntabas. Te lo agradecía – mejor dicho, me gratificaba a mí mismo- con un beso largo en tu boca de nubes y estrellas y con promesas de adoración perpetua.
Yo madrugaba para comprarte una rosa. Estaban bellas las rosas rojas a las siete de la mañana, cuando el viejo tendero levantaba la persiana de la floristería y descargaba el gran cubo con flores recién cortadas, aún frescas por el rocío. Elegía la más linda y le pedía que la vistiera con celofán transparente y con un lazo rojo y amarillo. Me encantaba que mi rosa fuera lo primero que vieses al amanecer. Que fuese la primera de las muchas que te regalaban a lo largo del día. Era hermoso tomarnos un café con un croissant a medias mientras sostenías la flor sin soltarla. Porque decías que estaba llena de amores, de sueños, porque deseabas que no se marchitara nunca.
Hoy he comprado también una rosa. Igual que entonces. Pero no podré dártela.
Hoy las gotas de escarcha que la cubrían eran lágrimas y sus espinas –que antes jamás sentí- me han desgarrado el corazón.
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