No me percaté a tiempo de lo que ocurría porque mi biblioteca es muy amplia. Mi abuelo fue un ávido lector y mi padre lo era aún más de modo que heredé una vasta cantidad de ejemplares que yo, aficionado asimismo a la lectura, he incrementado en unos cuantos millares adicionales. No era difícil que permaneciera ajeno a todo aquello.
Nunca he contado cuántos libros hay almacenados en Robin Court pero una estimación razonable rondaría por los veinte mil. Ni que decir tiene que no los he leído todos. Sería una misión imposible siquiera intentarlo. Por otro lado, en este rincón apartado de Escocia las nuevas tecnologías llegaron siempre con retraso y a regañadientes. En alguna ocasión se me pasó por la cabeza contratar una empresa para que catalogara e informatizara toda la biblioteca pero desistí rápidamente al entender que no aportaría nada a mi vida relajada y retirada del mundo. Desde que mi esposa Jane falleció hace unos años no tengo ánimo para casi nada. No tengo hijos, mis negocios caminan solos y mi patrimonio, heredero de la fortuna familiar, me garantiza unos ingresos cuantiosos con los que pagar generosamente a Barth, mi mayordomo, y a las tres o cuatro criadas que él contrata y dirige. Es él, también, el que lidia con los vendedores, repartidores, fontaneros o deshollinadores que van y vienen por la mansión ya que la edad de la casa requiere un mantenimiento casi constante. Nunca les dirijo la palabra. En muchas ocasiones, me cruzo con algún tipo que lleva una caja de herramientas en la mano, con una doncella que porta algún traje que ha de limpiar o con personas que pintan o cambian un mueble de lugar. No me inquieta. Sé que Barth, mi fiel criado, se encarga de todo.
Mi rutina diaria es estricta. Desayuno en el porche mientras repaso la prensa, contesto a las cartas que me llegan de mis gerentes, un paseo por el bosque del ala sur, comida frugal, siesta y vuelta a caminar hasta que cae la tarde incluso en los días de lluvia. Entonces regreso a Robin Court y, con un brandy cerca, leo. Selecciono al azar uno de los libros de las enormes estanterías que llenan toda el ala norte y, simplemente, me enfrasco en la historia. He de admitir que casi obtengo más placer del proceso de selección que del de la lectura misma. Es un deleite encender las lámparas del corredor y ver cómo, súbitamente, las paredes cobran vida y parecen pantallas de una sala de cine en donde se proyectan imágenes de millares de tomos de todas las formas y colores imaginables. Algunas veces, escojo uno por su título, otras veces tomo la escalera y subo hasta las hileras superiores para elegir alguno que, a juzgar por la capa de polvo, no se leía desde que mi abuelo lo dejó en aquel lugar. Alguna que otra vez lo echo a suertes.
El día que observé que algo no encajaba era viernes. Acababa de levantarme de la siesta y, afuera, el campo estaba bañado en una luz extraña, de esa que surge cuando el sol pugna por alumbrar entre nubarrones de tormenta. Una atmósfera amarillenta y lánguida. En el aire se podían apreciar las partículas de tierra húmeda flotando y el viento inquieto mecía con cierta fuerza las ramas de las acacias. Estaba absorto en el juego de luces, esperando que pronto comenzara a llover, cuando a través de la puerta medio entornada vi pasar una silueta que no sólo no me resultó conocida sino que, instintivamente, llamó mi atención por inusual. Ya he señalado que suele ser normal encontrar desconocidos en la hacienda pero aquel individuo me resultó extremadamente peculiar. Casi por instinto, salí de mi alcoba y atisbé a verlo al final del pasillo, caminando hacia la biblioteca. Le seguí y, mientras lo hacía, pensé que sería una broma. Aquel personaje vestía de negro riguroso, embutido en una especie de calzas renacentistas y creí ver que, en su mano, llevaba una calavera. Ciertamente, no pude imaginarme ningún operario que llevara un cráneo por herramienta a modo de destornillador o de taladro percutor. Aceleré el paso pero la figura giró a la izquierda hacia la librerçia y le perdí de vista por un instante. Cuando alcancé el ala norte, prendí las luces esperando encontrarme con el intruso pero las hileras de libros se me aparecieron idénticas a las de siempre. Apenas percibí un pequeño movimiento en un libro situado casi en el techo pero lo atribuí a alguna lechuza que huía al iluminar la estancia. Era frecuente que aves de todo tipo se colaran por las claraboyas e, incluso, se habían encontrado nidos entre los volúmenes menos manoseados.
Soy viejo ya, sí, pero mi mente sigue funcionando perfectamente por lo que estaba seguro de que no había sufrido una alucinación. Pregunté discretamente a Barth sobre las personas que podían haber estado presentes aquella tarde en la casa y, aunque eran unas cuantas, nadie parecía encajar con mi extraño huésped. Por supuesto, me guardé muy mucho de contarle lo de la calavera, no fuera a ser que mi mayordomo se inquietara sin motivo por mis facultades mentales.
Un par de semanas después me había olvidado del asunto cuando, otro viernes, al regreso de un paseo por la ribera de Winster River comenzó a llover con cierta intensidad. Nada raro en Escocia, sólo que aquel día mi paraguas se negó a abrirse. Estaba más cerca de la entrada de criados del ala norte que del jardín principal, así que me dirigí a ella para reducir el riesgo de pillar un catarro. Me costó un poco empujar la puerta ya que apenas se usaba y los goznes aparecían oxidados y con telarañas. El pasadizo que llevaba hasta el pasillo principal no tenía luz porque las bombillas estaban fundidas. Otro trabajo de mantenimiento más que había de hacerse. Debía recordar comentárselo a Barth. A pesar de ello, cerré la puerta tras de mí porque no deseaba que algún animal – los zorros merodean en otoño- penetrara en la casa. Quedé rodeado de sombras oscuras y, a tientas, me dirigí a la escalera que subía hacia la planta de arriba. Tropecé un par de veces pero llegué sin contratiempos. Moví el biombo que me separaba de la sala y quedé petrificado, más de asombro que de miedo. Allí, en la antecámara de la biblioteca había dos personas charlando. Nada inusual si no hubiera sido porque una era una dama- bellísima- que lloraba desconsoladamente mientras afirmaba que ella nunca supo nada del apresamiento. A su lado, un caballero alto y espigado, vestido a la moda napoleónica, varios lujosos anillos en sus dedos, le tomaba de la mano y, severo, afirmaba que los culpables sentirían todo el peso de su venganza. Ella le pidió que no lo hiciera y, mirándole a los ojos, le dijo: No, Edmundo, justo en el instante que un tipo malcarado con un pistolón en el cinto entraba por la otra puerta y gritaba: señor conde, Danglas ha muerto. Debí hacer algún ruido, probablemente por la sorpresa de lo que yo entendí era un ensayo teatral del Conde de Montecristo. Estaba perplejo pues Barth nunca me había informado de que se estuviera preparando una función en mi hogar. Los tres personajes voltearon la cabeza hacia mí y noté que sus rostros se crispaban como si yo fuera el intruso en mi propia casa.
- ¿Puedo preguntar quiénes son ustedes?- alcé mi voz sin perder los buenos modales que siempre me han caracterizado.
No contestaron y, casi despreciando mi presencia, se levantaron y se dirigieron tranquilamente hacia una de las paredes repletas de libros. Y, ante mi asombro, se esfumaron entre ellos. Decidido, me abalancé sobre las estanterías y, durante un buen rato, estuve buscando una puerta secreta, un pasadizo, una estancia oculta. En mis lecturas había leído decenas de veces que las mansiones antiguas poseían todo tipo de laberintos destinados unas veces a facilitar amorosos encuentros nocturnos y, otras, a garantizar la huida en caso de asalto por las turbas enojadas. Pero allí no había nada. O mejor dicho, sí lo había. Libros, libros y más libros. Y, en el centro de la zona por donde los espectros habían desaparecido, un tomo encuadernado en piel de la novela de Dumas. Demasiada coincidencia.
Poco dado a creer en la magia y seguro de que no estaba loco, intenté buscar una razón sensata a todo aquel despropósito. La lealtad de Barth estaba fuera de toda duda pero no las tenía yo todas conmigo respecto a las criadas. Pudiera ser que alguna de ellas fuese una espía enviada por algún competidor de mis empresas o, simplemente, una loca de atar. En cualquier caso, llegué a la conclusión de que alguien debía estar introduciendo en el aire alguna droga, algún elixir alucinógeno que me hacía ver lo que a todas luces era imposible que existiera. Prudente, visité al doctor que certificó que me encontraba en un excelente estado de salud. Ante el asombro de mi mayordomo, hice que despidiera a todo el personal y contratara nuevos sirvientes, cosa que hizo obediente aunque me mostró su pesar y desacuerdo respetuosos.
Era viernes también cuando aquel loco casi me mata. Estaba leyendo tranquilamente en el salón cuando entró, con su capa ajada y el arpón en la mano. Cojeaba y pareció abalanzarse sobre mí. No oculto que sentí temor. Ver a un energúmeno chiflado, con un arma en la mano, correr en pos de uno mientras grita maldita ballena no es plato de gusto ni para el más templado de los hombres. Cerré los ojos por un instante, inmovilizado de espanto, esperando la muerte inmediata a manos de aquel demente. Pero el individuo pasó a mi lado y siguió corriendo hacia la habitación, como si yo no estuviera presente y él tuviese algo mejor que perseguir. Sin atreverme a moverme de mi sillón le oí maldecir por unos minutos hasta que, de pronto, regresó y tal como había venido se marchó por el pasillo hacia la biblioteca. Mi cerebro reacción entonces y me impulsó a seguirlo de cerca, ya sin miedo porque a todas luces el marinero me ignoraba por completo. Entró en la librería, fue directo hacia uno de los muros repleto de libros y, al igual que había sucedido con las otras visiones, se esfumó. Me acerqué al preciso lugar en el que se había evaporado y leí el título del libro que allá reposaba. Mobby Dick.
Una vaga, inquietante, imposible intuición comenzó a abrirse paso en mi mente. No era posible lo que estaba pensando. ¿Acaso me estaría volviendo loco? Regresé al salón de lectura y vertí una buena cantidad de coñac en la copa. Casi me la bebí de un sorbo y el alcohol hizo pronto su efecto dándome ánimos y envalentonándome hasta el punto de estar decidido a descubrir la verdad de todo aquello. Y, si existía una verdad, debía ocultarse en la biblioteca. Tomé una manta, apagué las luces y me escondí en un rincón desde el que divisaba buena parte de los anaqueles y los armarios. Esperé.
Sería poco más de media noche cuando el mundo se volvió del revés. Las luces se encendieron solas y de cada uno de los libros, de los miles de volúmenes que aguardaban ser leídos, comenzaron a salir figuras que, he de jurarlo, parecían tan reales como yo mismo. Una especie de fiesta, una reunión de amigos, un tumulto de figurantes. Dos amantes que se llamaban el uno al otro Romeo y Julieta se escondían tras unas cortinas para besarse; más allá un hidalgo con escudo y lanza pugnaba por pelear con el gran reloj de pared que me dejó en herencia un bisabuelo normando mientras que un regordete compañero intentaba que no lo destrozara. No lejos de mí, el hombre de negro que una vez vi hablaba consigo mismo mientras miraba una calavera y llamaba a una tal Ofelia. En la otra punta del salón, un hombre apenas cubierto con harapos prendía fuego con dos palillos mientras, a su lado, un hombre apuesto intentaba convencerle de que su nombre, Ernesto, era sumamente importante. En otra esquina, un buen número de personas se manifestaban ruidosas tras el que parecía ser su alcalde, un señor que no paraba de repetir que cualquier cosa que fuera lo que reclamasen lo hacían todos a una. Al final del pasillo central, otro hechizo misterioso. Un pequeño cielo estrellado brillaba en el techo y a lo lejos tiritaban azules los astros y un poeta escribía tristes versos.
Alentado por el brandy, me planté en medio de la estancia y tomé por el brazo a la primera figura que se me acercó. No era un espectro o si lo era tenía un cuerpo sólido.
- ¿Quién eres? – pregunté enérgico.
- Me dicen Don Juan- replicó- si fueseis una dama, lo sabríais- Y rió con fuerza.
- No me vengas con bromas o llamo a la policía ahora mismo – grité perdiendo las buenas formas, cosa de la que me arrepentí más tarde.
- Venid, hacedme el favor. Creo que estáis confuso y no es para menos. Dedicadme unos minutos y os lo explicaré todo- me susurró la aparición.
Así fue como me enteré de que los personajes de los libros que no se leen se desesperan encerrados dentro de las hojas que los aprisionan. Supe que los caracteres de todas las obras de todos los tiempos, aún sin cuerpo, necesitan salir de sus páginas, encarnarse en la imaginación de los lectores, ser ellos mismos una y otra vez, siempre iguales y siempre distintos en cada ser que abre un libro y se deja arrastrar por su lectura.
- Tenemos traidores entre nosotros también- aseguró cabizbajo Don Juan.
- ¿Traidores?- pregunté.
- Sí, personajes que no quieren ser ellos mismos, que no se rebelan para salir al mundo sino que, dóciles, se dejan hacer, que piden ser domeñados. Como esos seis indeseables que siempre están en busca de un autor que les diga cómo ser. Creo que han encontrado uno, un tal Pirandello, que ahora hará lo que él desee con ellos, como si de muñecotes se tratara. Nosotros, la mayoría, no somos así. Yo no busco un autor, señor mío. Yo soy Don Juan y siempre lo seré. Fiel a mi mismo hasta el fin de los tiempos. Cumpliré con mi sino y caeré en el infierno cada vez que alguien me lea.
Aquellos libros llevaban tanto tiempo esperando ser leídos que sus personajes ya no habían podido soportar más su soledad y se habían rebelado. Si yo no abría sus páginas, ellos se escaparían y cumplirían su sino y cursarían su historia, conmigo o sin mí. Al parecer, llevaban años de correrías por la casa y en la planta de arriba se habían desarrollado las más ardientes pasiones y los crímenes más atroces sin que yo siquiera pudiese imaginármelo.
Ni que decir tiene que yo no daba crédito a lo que oía. Fui presentado a más de doscientos espectros que se empeñaron en contarme sus andanzas. Todo absolutamente increíble, una enajenación evidente que me resistía a creer. Mas, al final de la noche, cuando ya los anaranjados hilos de luz del amanecer regresaban por el este y todas las figuras iban retirándose a sus estanterías, no pude sino admitir que un mundo desconocido, intrigante y maravilloso me había sido revelado. Me sentí un privilegiado.
Desde entonces, convivo con ellos y la casa, muchas noches, parece más una feria festiva llena a rebosar que la plácida Robin Court que yo conocía. No es infrecuente que me cruce por un pasillo con la señora Bernarda o con Madame Bovary, siempre tan hermosa para mi gusto. Ayer mismo charlé con Santiago Nasar que huía de una muerte que siempre le persigue, escondidos ambos en la carbonera para que no le encontraran. Fue agradable la velada de hace dos semanas con Eliza Sommers, que me contó de Valparaíso o el desayuno del pasado jueves en que me trajeron las últimas noticias de Macondo. Hemos escondido el reloj de pared porque el caballero de la lanza continua atacándolo cual si fuera un gigante fiero.
Tuvimos que poner al tanto a Barth que, flemático como siempre, se adaptó rápidamente a la nueva situación e, incluso, ha forjado una excelente amistad con una dama rusa que dice estar huyendo de las tropas napoleónicas. Mi buen amigo Watson ha deducido que quizá pronto asistamos a una boda.
Nunca he contado cuántos libros hay almacenados en Robin Court pero una estimación razonable rondaría por los veinte mil. Ni que decir tiene que no los he leído todos. Sería una misión imposible siquiera intentarlo. Por otro lado, en este rincón apartado de Escocia las nuevas tecnologías llegaron siempre con retraso y a regañadientes. En alguna ocasión se me pasó por la cabeza contratar una empresa para que catalogara e informatizara toda la biblioteca pero desistí rápidamente al entender que no aportaría nada a mi vida relajada y retirada del mundo. Desde que mi esposa Jane falleció hace unos años no tengo ánimo para casi nada. No tengo hijos, mis negocios caminan solos y mi patrimonio, heredero de la fortuna familiar, me garantiza unos ingresos cuantiosos con los que pagar generosamente a Barth, mi mayordomo, y a las tres o cuatro criadas que él contrata y dirige. Es él, también, el que lidia con los vendedores, repartidores, fontaneros o deshollinadores que van y vienen por la mansión ya que la edad de la casa requiere un mantenimiento casi constante. Nunca les dirijo la palabra. En muchas ocasiones, me cruzo con algún tipo que lleva una caja de herramientas en la mano, con una doncella que porta algún traje que ha de limpiar o con personas que pintan o cambian un mueble de lugar. No me inquieta. Sé que Barth, mi fiel criado, se encarga de todo.
Mi rutina diaria es estricta. Desayuno en el porche mientras repaso la prensa, contesto a las cartas que me llegan de mis gerentes, un paseo por el bosque del ala sur, comida frugal, siesta y vuelta a caminar hasta que cae la tarde incluso en los días de lluvia. Entonces regreso a Robin Court y, con un brandy cerca, leo. Selecciono al azar uno de los libros de las enormes estanterías que llenan toda el ala norte y, simplemente, me enfrasco en la historia. He de admitir que casi obtengo más placer del proceso de selección que del de la lectura misma. Es un deleite encender las lámparas del corredor y ver cómo, súbitamente, las paredes cobran vida y parecen pantallas de una sala de cine en donde se proyectan imágenes de millares de tomos de todas las formas y colores imaginables. Algunas veces, escojo uno por su título, otras veces tomo la escalera y subo hasta las hileras superiores para elegir alguno que, a juzgar por la capa de polvo, no se leía desde que mi abuelo lo dejó en aquel lugar. Alguna que otra vez lo echo a suertes.
El día que observé que algo no encajaba era viernes. Acababa de levantarme de la siesta y, afuera, el campo estaba bañado en una luz extraña, de esa que surge cuando el sol pugna por alumbrar entre nubarrones de tormenta. Una atmósfera amarillenta y lánguida. En el aire se podían apreciar las partículas de tierra húmeda flotando y el viento inquieto mecía con cierta fuerza las ramas de las acacias. Estaba absorto en el juego de luces, esperando que pronto comenzara a llover, cuando a través de la puerta medio entornada vi pasar una silueta que no sólo no me resultó conocida sino que, instintivamente, llamó mi atención por inusual. Ya he señalado que suele ser normal encontrar desconocidos en la hacienda pero aquel individuo me resultó extremadamente peculiar. Casi por instinto, salí de mi alcoba y atisbé a verlo al final del pasillo, caminando hacia la biblioteca. Le seguí y, mientras lo hacía, pensé que sería una broma. Aquel personaje vestía de negro riguroso, embutido en una especie de calzas renacentistas y creí ver que, en su mano, llevaba una calavera. Ciertamente, no pude imaginarme ningún operario que llevara un cráneo por herramienta a modo de destornillador o de taladro percutor. Aceleré el paso pero la figura giró a la izquierda hacia la librerçia y le perdí de vista por un instante. Cuando alcancé el ala norte, prendí las luces esperando encontrarme con el intruso pero las hileras de libros se me aparecieron idénticas a las de siempre. Apenas percibí un pequeño movimiento en un libro situado casi en el techo pero lo atribuí a alguna lechuza que huía al iluminar la estancia. Era frecuente que aves de todo tipo se colaran por las claraboyas e, incluso, se habían encontrado nidos entre los volúmenes menos manoseados.
Soy viejo ya, sí, pero mi mente sigue funcionando perfectamente por lo que estaba seguro de que no había sufrido una alucinación. Pregunté discretamente a Barth sobre las personas que podían haber estado presentes aquella tarde en la casa y, aunque eran unas cuantas, nadie parecía encajar con mi extraño huésped. Por supuesto, me guardé muy mucho de contarle lo de la calavera, no fuera a ser que mi mayordomo se inquietara sin motivo por mis facultades mentales.
Un par de semanas después me había olvidado del asunto cuando, otro viernes, al regreso de un paseo por la ribera de Winster River comenzó a llover con cierta intensidad. Nada raro en Escocia, sólo que aquel día mi paraguas se negó a abrirse. Estaba más cerca de la entrada de criados del ala norte que del jardín principal, así que me dirigí a ella para reducir el riesgo de pillar un catarro. Me costó un poco empujar la puerta ya que apenas se usaba y los goznes aparecían oxidados y con telarañas. El pasadizo que llevaba hasta el pasillo principal no tenía luz porque las bombillas estaban fundidas. Otro trabajo de mantenimiento más que había de hacerse. Debía recordar comentárselo a Barth. A pesar de ello, cerré la puerta tras de mí porque no deseaba que algún animal – los zorros merodean en otoño- penetrara en la casa. Quedé rodeado de sombras oscuras y, a tientas, me dirigí a la escalera que subía hacia la planta de arriba. Tropecé un par de veces pero llegué sin contratiempos. Moví el biombo que me separaba de la sala y quedé petrificado, más de asombro que de miedo. Allí, en la antecámara de la biblioteca había dos personas charlando. Nada inusual si no hubiera sido porque una era una dama- bellísima- que lloraba desconsoladamente mientras afirmaba que ella nunca supo nada del apresamiento. A su lado, un caballero alto y espigado, vestido a la moda napoleónica, varios lujosos anillos en sus dedos, le tomaba de la mano y, severo, afirmaba que los culpables sentirían todo el peso de su venganza. Ella le pidió que no lo hiciera y, mirándole a los ojos, le dijo: No, Edmundo, justo en el instante que un tipo malcarado con un pistolón en el cinto entraba por la otra puerta y gritaba: señor conde, Danglas ha muerto. Debí hacer algún ruido, probablemente por la sorpresa de lo que yo entendí era un ensayo teatral del Conde de Montecristo. Estaba perplejo pues Barth nunca me había informado de que se estuviera preparando una función en mi hogar. Los tres personajes voltearon la cabeza hacia mí y noté que sus rostros se crispaban como si yo fuera el intruso en mi propia casa.
- ¿Puedo preguntar quiénes son ustedes?- alcé mi voz sin perder los buenos modales que siempre me han caracterizado.
No contestaron y, casi despreciando mi presencia, se levantaron y se dirigieron tranquilamente hacia una de las paredes repletas de libros. Y, ante mi asombro, se esfumaron entre ellos. Decidido, me abalancé sobre las estanterías y, durante un buen rato, estuve buscando una puerta secreta, un pasadizo, una estancia oculta. En mis lecturas había leído decenas de veces que las mansiones antiguas poseían todo tipo de laberintos destinados unas veces a facilitar amorosos encuentros nocturnos y, otras, a garantizar la huida en caso de asalto por las turbas enojadas. Pero allí no había nada. O mejor dicho, sí lo había. Libros, libros y más libros. Y, en el centro de la zona por donde los espectros habían desaparecido, un tomo encuadernado en piel de la novela de Dumas. Demasiada coincidencia.
Poco dado a creer en la magia y seguro de que no estaba loco, intenté buscar una razón sensata a todo aquel despropósito. La lealtad de Barth estaba fuera de toda duda pero no las tenía yo todas conmigo respecto a las criadas. Pudiera ser que alguna de ellas fuese una espía enviada por algún competidor de mis empresas o, simplemente, una loca de atar. En cualquier caso, llegué a la conclusión de que alguien debía estar introduciendo en el aire alguna droga, algún elixir alucinógeno que me hacía ver lo que a todas luces era imposible que existiera. Prudente, visité al doctor que certificó que me encontraba en un excelente estado de salud. Ante el asombro de mi mayordomo, hice que despidiera a todo el personal y contratara nuevos sirvientes, cosa que hizo obediente aunque me mostró su pesar y desacuerdo respetuosos.
Era viernes también cuando aquel loco casi me mata. Estaba leyendo tranquilamente en el salón cuando entró, con su capa ajada y el arpón en la mano. Cojeaba y pareció abalanzarse sobre mí. No oculto que sentí temor. Ver a un energúmeno chiflado, con un arma en la mano, correr en pos de uno mientras grita maldita ballena no es plato de gusto ni para el más templado de los hombres. Cerré los ojos por un instante, inmovilizado de espanto, esperando la muerte inmediata a manos de aquel demente. Pero el individuo pasó a mi lado y siguió corriendo hacia la habitación, como si yo no estuviera presente y él tuviese algo mejor que perseguir. Sin atreverme a moverme de mi sillón le oí maldecir por unos minutos hasta que, de pronto, regresó y tal como había venido se marchó por el pasillo hacia la biblioteca. Mi cerebro reacción entonces y me impulsó a seguirlo de cerca, ya sin miedo porque a todas luces el marinero me ignoraba por completo. Entró en la librería, fue directo hacia uno de los muros repleto de libros y, al igual que había sucedido con las otras visiones, se esfumó. Me acerqué al preciso lugar en el que se había evaporado y leí el título del libro que allá reposaba. Mobby Dick.
Una vaga, inquietante, imposible intuición comenzó a abrirse paso en mi mente. No era posible lo que estaba pensando. ¿Acaso me estaría volviendo loco? Regresé al salón de lectura y vertí una buena cantidad de coñac en la copa. Casi me la bebí de un sorbo y el alcohol hizo pronto su efecto dándome ánimos y envalentonándome hasta el punto de estar decidido a descubrir la verdad de todo aquello. Y, si existía una verdad, debía ocultarse en la biblioteca. Tomé una manta, apagué las luces y me escondí en un rincón desde el que divisaba buena parte de los anaqueles y los armarios. Esperé.
Sería poco más de media noche cuando el mundo se volvió del revés. Las luces se encendieron solas y de cada uno de los libros, de los miles de volúmenes que aguardaban ser leídos, comenzaron a salir figuras que, he de jurarlo, parecían tan reales como yo mismo. Una especie de fiesta, una reunión de amigos, un tumulto de figurantes. Dos amantes que se llamaban el uno al otro Romeo y Julieta se escondían tras unas cortinas para besarse; más allá un hidalgo con escudo y lanza pugnaba por pelear con el gran reloj de pared que me dejó en herencia un bisabuelo normando mientras que un regordete compañero intentaba que no lo destrozara. No lejos de mí, el hombre de negro que una vez vi hablaba consigo mismo mientras miraba una calavera y llamaba a una tal Ofelia. En la otra punta del salón, un hombre apenas cubierto con harapos prendía fuego con dos palillos mientras, a su lado, un hombre apuesto intentaba convencerle de que su nombre, Ernesto, era sumamente importante. En otra esquina, un buen número de personas se manifestaban ruidosas tras el que parecía ser su alcalde, un señor que no paraba de repetir que cualquier cosa que fuera lo que reclamasen lo hacían todos a una. Al final del pasillo central, otro hechizo misterioso. Un pequeño cielo estrellado brillaba en el techo y a lo lejos tiritaban azules los astros y un poeta escribía tristes versos.
Alentado por el brandy, me planté en medio de la estancia y tomé por el brazo a la primera figura que se me acercó. No era un espectro o si lo era tenía un cuerpo sólido.
- ¿Quién eres? – pregunté enérgico.
- Me dicen Don Juan- replicó- si fueseis una dama, lo sabríais- Y rió con fuerza.
- No me vengas con bromas o llamo a la policía ahora mismo – grité perdiendo las buenas formas, cosa de la que me arrepentí más tarde.
- Venid, hacedme el favor. Creo que estáis confuso y no es para menos. Dedicadme unos minutos y os lo explicaré todo- me susurró la aparición.
Así fue como me enteré de que los personajes de los libros que no se leen se desesperan encerrados dentro de las hojas que los aprisionan. Supe que los caracteres de todas las obras de todos los tiempos, aún sin cuerpo, necesitan salir de sus páginas, encarnarse en la imaginación de los lectores, ser ellos mismos una y otra vez, siempre iguales y siempre distintos en cada ser que abre un libro y se deja arrastrar por su lectura.
- Tenemos traidores entre nosotros también- aseguró cabizbajo Don Juan.
- ¿Traidores?- pregunté.
- Sí, personajes que no quieren ser ellos mismos, que no se rebelan para salir al mundo sino que, dóciles, se dejan hacer, que piden ser domeñados. Como esos seis indeseables que siempre están en busca de un autor que les diga cómo ser. Creo que han encontrado uno, un tal Pirandello, que ahora hará lo que él desee con ellos, como si de muñecotes se tratara. Nosotros, la mayoría, no somos así. Yo no busco un autor, señor mío. Yo soy Don Juan y siempre lo seré. Fiel a mi mismo hasta el fin de los tiempos. Cumpliré con mi sino y caeré en el infierno cada vez que alguien me lea.
Aquellos libros llevaban tanto tiempo esperando ser leídos que sus personajes ya no habían podido soportar más su soledad y se habían rebelado. Si yo no abría sus páginas, ellos se escaparían y cumplirían su sino y cursarían su historia, conmigo o sin mí. Al parecer, llevaban años de correrías por la casa y en la planta de arriba se habían desarrollado las más ardientes pasiones y los crímenes más atroces sin que yo siquiera pudiese imaginármelo.
Ni que decir tiene que yo no daba crédito a lo que oía. Fui presentado a más de doscientos espectros que se empeñaron en contarme sus andanzas. Todo absolutamente increíble, una enajenación evidente que me resistía a creer. Mas, al final de la noche, cuando ya los anaranjados hilos de luz del amanecer regresaban por el este y todas las figuras iban retirándose a sus estanterías, no pude sino admitir que un mundo desconocido, intrigante y maravilloso me había sido revelado. Me sentí un privilegiado.
Desde entonces, convivo con ellos y la casa, muchas noches, parece más una feria festiva llena a rebosar que la plácida Robin Court que yo conocía. No es infrecuente que me cruce por un pasillo con la señora Bernarda o con Madame Bovary, siempre tan hermosa para mi gusto. Ayer mismo charlé con Santiago Nasar que huía de una muerte que siempre le persigue, escondidos ambos en la carbonera para que no le encontraran. Fue agradable la velada de hace dos semanas con Eliza Sommers, que me contó de Valparaíso o el desayuno del pasado jueves en que me trajeron las últimas noticias de Macondo. Hemos escondido el reloj de pared porque el caballero de la lanza continua atacándolo cual si fuera un gigante fiero.
Tuvimos que poner al tanto a Barth que, flemático como siempre, se adaptó rápidamente a la nueva situación e, incluso, ha forjado una excelente amistad con una dama rusa que dice estar huyendo de las tropas napoleónicas. Mi buen amigo Watson ha deducido que quizá pronto asistamos a una boda.
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