Cielos estrellados, aromas de almendras, malva y miel sobre la piel de un cuerpo amado, mansas olas que arrullan unos pies descalzos en una playa lejana, trinos del jilgueros en un parque donde amantes roban besos escondidos, nubes de caprichosas formas con las que jugar a encontrar corazones y siluetas queridas, rumor de lluvia en tardes de deseo. Ya no existe nada de eso. Ahora, el aire se rasga con las estelas de vapor sucio que los aviones trazan, y los mares se ennegrecen con keroseno y plásticos abandonados. Los parques se abandonaron a su suerte hace muchos años y no hay tiempo para los besos porque los amantes deben ocuparse de sus quehaceres en lugares distanciados. Las nubes están llenas de cenizas volcánicas que asfixian los motores y las ilusiones. Los astros ya no tiritan azules a lo lejos. Ni llegan cartas escritas con caligrafía sinuosa, de esas que huelen a perfume de jazmín con pétalos en su interior. Ahora, sólo existen invisibles bits que corretean por cables enterrados en la tierra y antenas de metal frío. Las caricias son electrónicas, los amores virtuales, lo íntimo ha sido devorado por lo global.
Y, sin embargo, la poesía queda.
Permanece en ese e-mail que me mandaste, sí, en ese donde me decías que me añorabas. La noche estaba sola y triste antes de recibirlo; hermosa y vestida de luceros tras leerlo. Y en aquel otro en que me pedías que regresara pronto y me contabas que llevabas puesto el pijama que te regalé por navidad. En ese SMS que me despertó una noche que me hospedaba en un cuarto triste de una decimoquinta planta de un hotel lleno de turistas barrigones. Era breve porque ya se sabe que hay que condensar el texto en un mensaje telefónico. Ponía Te quiero mucho. Que duermas bien. Te extraño. Cortito, pero me dio para leer todo el resto de la noche. Aún hay sonetos en ese avión, o en ese barco, o en ese tren, que me acerca a ti cuando el ronroneo de sus motores parece que me recita ven corriendo hacia mí, te espero, llega pronto, no duermo, que necesito que me beses. Hay poesía en aquella llamada inesperada de ayer que iba para un minuto y tuvimos que cortar, lamentándolo, tras una hora y dieciocho venga, cuelga ya, que es muy caro. No quiero. Me da igual que cueste. No quiero dejar de oírte. En el MP3 que utilicé después de tu llamada para escuchar nuestras canciones de quereres y nostalgias, de guitarras flamencas y voces rotas, tan sólo para recordarte aún más en la distancia. En ese USB de no sé cuántos gigas que llené enseguida con fotos de ti. La poesía me envuelve cuando enciendo el ordenador en medio de la noche y delineo la hermosura de tu rostro con mi dedo sobre la pantalla y saltan chispitas de electricidad estática que parece que brillan por ti, para acompañar mi melancolía. Son perjudiciales las chispitas para la pantalla, me dijeron, pero yo continúo acariciando tu carita. Palpitan inquietos versos digitales cuando miras en una web a qué hora aterriza mi avión para poder llamarme. Y música de violonchelo en el ring ring de una llamada tuya para decirme que me añoras.
Luego, las baterías se agotan y espero ansioso a que se recarguen para que puedas nuevamente derretirme con la poesía de tus mensajes.
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