Desde que era chiquito, a Ferdinand le entusiasmaron las exploraciones de lugares recónditos. Se maravilló con las historias que leía en libros escondidos en la biblioteca de su abuelo, volúmenes que habían estado tanto tiempo detenidos en el tiempo que, amén de acumular polvo, crujían como pecios olvidados cuando se les pasaban las hojas, acartonadas por los años. Así supo de Samarcanda; de los mares de Siam repletos de piratas –unos, sanguinarios y otros paladines de los humildes-; de Tortuga, siempre repleta de ron y peleas callejeras, de marineros ebrios y enigmas en cada calleja; del Tritón encallado entre los hielos prematuros del norte de Groenlandia; del Nautilus intentando escapar de un maesltrom gigantesco; de aguerridos conquistadores castellanos extasiados frente a un nuevo océano o de un intrépido inglés sentado frente a las fuentes del Nilo.
Pero cuando Ferdinand alcanzó la edad en la que le fue permitido viajar, nada quedaba por explorar. Las cataratas tumultuosas estaban repletas de moteles y atestadas de turistas en chanclas; el hielo del norte se estaba derritiendo; vaporcitos con anuncios de refrescos y calzado deportivo se acercaban a los delfines hábilmente contratados por un salario de sardinas gratis; autobuses renqueantes se llegaban cada hora a las laderas de cualquier volcán y jeeps ruidosos traqueteaban alrededor de leones dormilones ya acostumbrados a los flashes y al hedor de la crema antimosquitos de las hordas de veraneantes.
Ferdinand se sentía frustrado. Le parecía que había nacido a destiempo, con un par de siglos de retraso. No quedaba nada que mereciera la pena vivir, tan sólo la televisiva y aburrida existencia de un mundo estándar.
Por eso, su sorpresa fue mayúscula cuando se enamoró de Laura. Su cuerpo, cada milímetro de él, era un extraordinario territorio de maravillas fantásticas por conocer, siempre distintas, siempre excitantes. Necesitaría una vida completa para trazar el mapa de todas sus ondas, colinas y humedales.
Pero cuando Ferdinand alcanzó la edad en la que le fue permitido viajar, nada quedaba por explorar. Las cataratas tumultuosas estaban repletas de moteles y atestadas de turistas en chanclas; el hielo del norte se estaba derritiendo; vaporcitos con anuncios de refrescos y calzado deportivo se acercaban a los delfines hábilmente contratados por un salario de sardinas gratis; autobuses renqueantes se llegaban cada hora a las laderas de cualquier volcán y jeeps ruidosos traqueteaban alrededor de leones dormilones ya acostumbrados a los flashes y al hedor de la crema antimosquitos de las hordas de veraneantes.
Ferdinand se sentía frustrado. Le parecía que había nacido a destiempo, con un par de siglos de retraso. No quedaba nada que mereciera la pena vivir, tan sólo la televisiva y aburrida existencia de un mundo estándar.
Por eso, su sorpresa fue mayúscula cuando se enamoró de Laura. Su cuerpo, cada milímetro de él, era un extraordinario territorio de maravillas fantásticas por conocer, siempre distintas, siempre excitantes. Necesitaría una vida completa para trazar el mapa de todas sus ondas, colinas y humedales.
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