Paolo Domenice tuvo una carrera operística de primer orden hasta que, sin razón aparente, su sentido musical desapareció súbitamente. Para desesperación de su agente y el asombro de los amantes al canto, Domenice no pudo más entonar el Ecco Ridente con aquella riqueza tímbrica que le caracterizara, ni llegar con la soltura que tan merecida fama le había otorgado al do alto .
Paolo había vivido con, para y de la música desde su niñez. Hijo de un organista de la catedral y una pianista sin suerte que terminó amenizando cafetines, sus juegos transcurrieron entre papel pautado y colecciones de discos que se amontonaban de manera desordenada por las habitaciones y el salón. Había un piano vertical en la casa, comprado de segunda mano a un anticuario del casco viejo, en el que un par de teclas habían desaparecido durante la guerra- un mi bemol y un sol graves- y la afinación de sus cuerdas hacía tiempo que no existía. A pesar de esas carencias, Paolo pronto ejecutó cadencias y escalas en él con una agilidad que maravillaba a las vecinas, tanto que terminaron por apodarle el nuevo Mozart. Sus manitas apenas alcanzaban una tercera en la carretera que las amarillentas teclas formaban delante de él pero esta dificultad geométrica la suplía con entusiasmo y velocidad de movimientos. A los diez años entró a formar parte del coro de la parroquia donde, entre collejas del padre Armando y rezos a San Valerio, patrón de la ciudad, descubrió que poseía una voz poderosa y segura, elegante, firme, y con una predisposición al fiato extraordinaria. Pronto fue el solista en las misas y, ya cuando contaba diecisiete años, colaboró con el grupo de canto de la asociación operística de la provincia, participando en los programas que esta organizaba. Casi sin darse cuenta llegó a los principales carteles, vio que su cuenta bancaria engordaba y que la gente le solicitaba fotografías o su autógrafo por las calles. A los veinticinco era bien conocido en Londres, París y Berlín. A los veintiséis debutó en La Scala y a los veintisiete fue aplaudido durante doce minutos seguidos en Bayreuth. La vida le sonreía y, aunque de natural sobrio y algo taciturno, creía que era feliz. Su vida estaba centrada en la ópera y los dos escarceos amorosos que habían sacudido su existencia no habían sino inquietado ligeramente su carrera musical. Con Carla, una italiana morena, de grandes pechos, había aguantado tres meses, los justos para aburrirse de su piel y de sus embates en el lecho. A Mathilda la soportó durante casi un año hasta que ella le dejó por un ferroviario que ganaba mucho menos dinero pero que deseaba tener tantos hijos como ella quería. Cuando recapacitaba sobre ello se daba cuenta de que el amor era como un ligero barniz en su existencia que se evaporaba al calor de su vida artística.
Fue una tarde de otoño. Un sábado ventoso en que el teatro se había engalanado especialmente porque asistía el duque a la representación. El último ensayo era por la mañana, a las ocho concretamente. Paolo se presentó puntual a la cita pero no así la soprano ni el director. Dos horas después todo eran especulaciones y los cantantes del coro formaban corrillos comentando lo inusual del retraso. Su representante tampoco sabía nada, así que marchó a la cafetería a telefonear y averiguar qué diantres sucedía. Todo se aclaró hacia las once. La soprano- Madelaine van Otto, una holandesa ya entrada en años- se había sentido indispuesta durante la noche. Nada bueno. Apendicitis aguda. La pobre mujer estaba siendo operada de urgencia en un hospital y, obviamente, no podría participar en la representación. El director y el productor habían estado buscando una sustituta desde la media noche pero, dada la premura y el poco tiempo existente hasta que se levantara el telón, la tarea no había sido fácil. De modo que ambos aparecieron sonrientes y orgullosos llevando de la mano a Teresa Manfedi, una soprano desconocida pero que, al parecer, conocía el papel por haberlo representado en una sesión de aficionados. Saludaron a todos, afirmaron que todo estaba resuelto, tranquilizaron a los presentes y citaron a todo el grupo a la una para iniciar el ensayo.
Al verla aparecer, Paolo sintió uno de esos estremecimientos que sólo se sienten un par de veces en la vida. Si la diosa de la belleza existía, se había transmutado en aquella joven. Si unos ojos podían recitar versos, esos eran los de Teresa. Si un cuerpo llamaba a gritos a ser saboreado lentamente entre sábanas y pétalos, ese era el de aquella mujer. Si una sonrisa podía atolondrar a un hombre, esa era la de la Manfedi. ¿Cómo era posible que nunca hubiera oído hablar de ella, de una colega tan arrebatadoramente maravillosa? Apuntó mentalmente que despediría a su representante por no haberle dado la oportunidad de cantar con ella, no una sino doscientas óperas. Además, cuando se le presentaron, resultó ser encantadora, simpática, inteligente. Besó su mano, a la antigua usanza, y el segundo en que sus labios rozaron la piel de la chica le parecieron los más intensos que nunca había vivido. Balbuceó algunas palabras, supo que se estaba poniendo en ridículo e inventó una excusa para retirarse a su camerino hasta la hora del ensayo. Llegó al cuarto con palpitaciones, incrédulo del efecto que aquella mujer le provocaba y contando los segundos para poder cantar junto a ella, sobre todo el dueto de amor en que debía abrazarla y susurrarle la melodía pianissimo e cantabile al oído. Ese instante preciso llegó a las tres y cinco. Por fin, iba a escucharla, iba a disfrutar de una voz que, de ser como el cuerpo que la emitía, podría elevarse hasta el cielo y más allá.
Algo chirrió. Pensó que estaría calentando las cuerdas vocales pero no, la muchacha cantaba ensimismada en la letra, en modular adecuadamente, en vocalizar con propiedad. Le echaba ganas, entusiasmo, voluntad, pero, siendo benévolos, el resultado no era de gran calidad. No siéndolo, podría decirse que era francamente mediocre. Vamos, que cantaba fatal, al borde constante del desafino más cargante. Paolo se acercó a ella e intentó pensar en que estaba nerviosa, en que todo iría mejor durante la obra, en que era su primera experiencia y lógicamente eso desvirtuaba su calidad artística. El director escuchaba con horror el resultado y hacía gestos al tenor para que elevara el volumen y así tapara a la soprano. Paolo perdonó sus trinos fuera de ritmo, sus agudos de falsete, su modulación desafinada. Olvidó sus errores porque aquellos ojos que le miraban lo hechizaban, porque al mirarla perdía la noción del tiempo, de la vida y de la armonía. Sólo sentía el mismo estremecimiento pasional que le había emborrachado al verla por primera vez.
Al terminar, se presentó en el escenario el propietario del teatro y con un gesto les hizo entender que no había tiempo para cambios, que no podía suspenderse una sesión a la que asistiría el duque, que todos deberían esforzarse en que aquello saliera perfecto a pesar de los contratiempos:
- Cante más alto, Domenice, más alto- le había dicho Don Eduardo, el dueño- Cante con fuerza y haga que apenas se escuche a la muchacha. Usted la ha visto. Es encantadora y los espectadores se fijarán más en su cuerpo que en su voz. Y, usted, maestro- haga que la orquesta emita más decibelios. Irá bien, irá bien.
Paolo pasó el resto de la tarde en el salón de descanso. Al principio, se mantuvo alejado de ella, fingiendo leer un periódico que no le interesaba. Pero, no mucho más tarde, se encontró a sí mismo sentado a su lado, charlando de banalidades, disfrutando de su risa, mintiendo sin darse cuenta que lo hacía:
- Cantas maravillosamente, Teresa, ¿no te lo han dicho nunca?
Y ella, ingenua y bonita, se dejaba halagar y, con cada piropo, con cada comentario galante, le sonreía y le decía que admiraba su talento y su arte, que siempre había querido cantar con un tenor de tanta calidad operística como él.
- Eres muy apuesto, además, si me permites decirlo.
A las ocho, el teatro estaba repleto. En el palco de honor, los duques y su cortejo. El patio de butacas adornado con rosas blancas y rojas, los farolillos titilando en cada columna, los ujieres marchando de aquí para allá mostrando a damas vestidas de largo sus localidades. La orquesta perfectamente situada en su lugar. El telón, impecablemente limpio y brillante. La gran lámpara de cristal que colgaba de lo alto refulgía con majestuosidad. Sonó un timbre lejano por tres veces y la luces se aminoraron. El director entró decidido en la sala y mientras se situaba en el atril, escuchó una voz a su espalda:
- Recuerde. Suba el tono, amigo mío, suba el tono- le decía el propietario sentado en la primera fila de butacas, justo a su espalda.
El telón ascendió lentamente, mostrando un decorado de mares y pecios hundidos, hábilmente iluminado por focos escondidos y tules difusos. El primer acorde, un re menor potente y lastimero, acalló las pocas voces que aún se escuchaban. Fue una buena obertura, de esas que arrancan sentimientos profundos, que predisponen para el posterior drama que va a presenciarse. Cuando la obertura finalizó, en un largo acorde decreccendo, un coro de peregrinos caminó hacia el centro del escenario. Portaban cirios encendidos y su cantar era medido, tierno, sostenido. Por momentos, las sopranos y los barítonos se sumergían en una fuga vocal arrebatadoramente inspirada.
Paolo movió inconscientemente su boca y su cuello, calentando sus músculos. Justo tras el coro, era su turno. El príncipe, protagonista principal del libreto, hacía su entrada y cantaba el aria Sonno qui en la que explicaba su añoranza por la dama amada. Había preparado el número con esmero y la partitura se adaptaba bien a su voz. Por ese lado, se sentía seguro y tranquilo. Pero le inquietaba que, tras él, entraba en escena Teresa para interpretar un dúo con él mismo. Debería estar especialmente atento, cubriendo aquellos pasajes en los que sabía que la chica fallaría, intentando concentrarse en la música y en su trabajo, sin dejarse llevar por aquel pedazo de paraíso que era su rostro. Domenice caminó altivo y un comedido aplauso le recibió en escena. El público estaba ya rendido incluso antes de emitir una sola nota. Dos acordes- de re y de sol- y un introito de oboe daban paso a su tema. Abrió su boca, hinchó de aire sus pulmones, cerró los ojos y emitió una nota potente.
Un grito de sorpresa invadió la platea. Sonaba mal, rematadamente mal, totalmente desafinado. Durante unos segundos el público aguantó respetuoso por ver si alguna indisposición había súbitamente aquejado al cantante mas, como la cosa no mejorara, empezó la algarabía, las risotadas, el pateo en el suelo y los gritos de fuera, fuera. Teresa lo miraba con incredulidad y el director acabó por detener el flujo musical. Paolo, ajeno a lo que le ocurría, echó mano de su profesionalidad, se llevó la mano a la garganta haciendo el gesto de que no se encontraba bien y salió dignamente por entre bambalinas. Intentó por dos veces regresar al escenario pero, en ambas, los soles se le convertían en fas, los mi bemoles en dos y el tono mayor parecía menor. Incapaz de continuar ante el abucheo del respetable, acabó por abandonar definitivamente el teatro.
Ni que decir tiene que el escándalo fue mayúsculo. Durante semanas, los periódicos se dedicaron a publicar chistes crueles sobre el tenor y los imitadores con chispa lo eligieron como parodia del año. Paolo, aparentemente abrumado y preocupado, fue obligado en contra de su voluntad a ingresar en un hospital especializado donde le hicieron todo tipo de pruebas hasta concluir que nada malo ocurría con su voz, con su garganta o con sus cuerdas vocales. Lo que había ocurrido había sido pasajero y, aparte del descrédito artístico, no tenía más importancia. Durante aquellas semanas, Teresa le visitó casi a diario. Nunca llegó a saber si aquella mujer sentía algo por él pero sí fue consciente de que él se había enamorado como jamás antes en su existencia lo había estado. Además, el hecho de que ella le mostrara su afecto en unos momentos en que él había caído muchos escalones en el pedestal de la fama, le hizo sentirse aún más atraído por ella.
El tiempo, se dice, todo lo cura y así pareció ocurrir también en ese caso. Cuatro meses después, el asunto parecía olvidado y el propietario del teatro tuvo la ocurrencia de repetir la función. No habían devuelto aún el importe de las entradas y, aunque el duque declinó la asistencia, el resto del público acogió con benevolencia la repetición de la función, una sesión donde debían olvidarse los malos tiempos y donde debía restituirse la fama de Paolo. El dueño de la empresa tuvo la idea, también, de repetir el elenco.
- Será como si se tratara de un paréntesis que no ha existido. Salió el príncipe a escena hace cuatro meses y canta hoy. En medio, no ha existido nada, ¿no le parece, amigo mío?
Teresa Manfedi no había mejorado mucho en este tiempo en lo que a sus dotes cantarinas se refería. Algún párrafo no era tan estridente como antaño, alguna nota incluso parecía delicada, pero en general su nivel artístico continuaba siendo el que había sido. Su belleza, sin embargo, era mayor aún, su encanto infinito y su conversación mágica.
Llegó el día del estreno y el teatro volvió a rebosar. Incluso, con más expectación que la vez anterior, dado el morbo que el suceso había creado. El mismo telón brillante, las mismas luces inquitas, las mismas sombras esquivas, los mismos brillos en las lágrimas del gran lamparón. La obertura fue interpretada con la misma exquisitez que la primera vez, el coro de peregrinos estuvo quizá un poco más plano pero, aún así, emocionó al público. Llegó el turno, de nuevo, de Paolo. Hinchó sus pulmones, tensó sus cuerdas vocales, ahuecó su boca y emitió la nota.
Como si se tratara de una moviola, los sucesos se repitieron casi de igual manera a hacía cuatro meses. El mismo gallo, el mismo alarido a destiempo, las mismas risas de la gente, las mismas protestas. Si acaso algo fue distinto es que, en esta ocasión, el respetable había ido mejor preparado y lanzaron hortalizas y huevos al escenario de modo que la salida del tenor fue más acelerada y menos digna.
Allí acabó la carrera artística de Paolo Domenice, el hombre que iba para estrella de la ópera. Para sorpresa de sus amigos y de su ex representante, no pareció muy afectado nunca y se tomó con estoicismo su caída en desgracia, quizá porque su cuenta bancaria era suficiente para permitirle vivir holgadamente. Tras un par de años en que nada se supo de él- se dijo que había marchado a México- apareció en un instituto dando clase de música a jóvenes y, en ocasiones, interpretaba recitales para sus amistades, siempre en grupos reducidos. Al decir de los que asistían a aquellas veladas, su voz era magnífica y su sensibilidad en el canto máxima. Pero jamás volvió a escena, ni nunca los doctores lograron diagnosticar su dolencia.
- Estrés escénico, un bloqueo paranoico frecuente.- había afirmado el doctor Fontani- El hombre ha experimentado demasiado en su vida y su cerebro ha dicho basta.
Paolo nunca llegó a casarse y su salud se desmoronó al cumplir los sesenta y cuatro. No quiso ingresar en el hospital y, consciente de que su fin se acercaba, lo afrontó sereno en su casa de vía Morenti. Cuando llegaron sus últimos días- era primavera- mandó llamar a su representante con el que aún mantenía amistad. Este, más anciano que él, colocó un vinilo de Puccini en el giradiscos, corrió las cortinas del balcón para amortiguar la luz de la tarde y se sentó junto a su viejo colega.
- El tiempo ha pasado rápido, ¿verdad?- musitó Paolo con voz queda.
- Cierto, Paolo. La vida pasa y cuando nos percatamos de ello ya es tarde. No sabemos ni qué hemos hecho, ni por qué nos ha ocurrido lo que hemos vivido.
- No me puedo quejar. No he tenido una mala vida.
- Pero todo podría haber sido muy diferente si no llegas a perder la voz cuando joven – miró al techo como si intentará revivir los acontecimientos que tanto habían cambiado la vida de ambos.
- No la perdí- contestó Domenice
Por unos segundos, un silencio espeso y atónito lo inundó todo. Los dos hombres se miraron, uno intentando comprender lo que no entendía y otro intentando explicar sin palabras lo que para él siempre había estado claro.
- ¿Cómo que no perdiste la voz? ¿No lo recuerdas? La edad ha debido borrar tus memorias. Fuiste el fiasco del gremio- y río con trsiteza.
- No, no perdí la voz. Lo fingí.
Volvieron a mirarse. Mimí enfermaba en el disco que se escuchaba mientras los violines lloraban en armonías tristes.
- Lo fingí todo. Me enamoré, Carlo, me enamoré de Teresa Manfedi. Fue instantáneo, un sentimiento intenso que me inundó, que borró de mi mente cualquier otro anhelo en la vida. Fingí todo.
- ¿Fingir? No entiendo ¿Por qué?
- No podía dejar que ella fracasara, que el público se riera de su voz. Ella era un ángel, tú lo sabes. Era buena y ponía voluntad. No tenía la culpa de que los dioses no se hubieran fijado en ella para la ópera. Lo fingí. Canté mal a propósito, para atraer sobre mí el escándalo, para que ella nunca tuviese la oportunidad de fracasar. ¿No lo entiendes? ¿No entiendes que debí hacerlo porque la amaba?
Durante unos minutos no se dijeron nada más. La música de La Boheme continuaba inundándolo todo, como un presagio.
- ¿Lloras? ¿Lloras porque perdiste tu carrera por ella?
- No. Lloro porque la perdí a ella y nunca llegué a tenerla.
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