No hicimos nada especial. Así que la razón de por qué esas horas permanecerán siempre en mí debe estar en el embrujo de tu mirada, sí, en esa expresión que pones cuando las noches se vuelven mágicas y que brota de vez en cuando para mi disfrute. La ciudad estaba casi dormida. Había poca gente por la calle. La noche era agradable, aunque un tanto fresca para ti. Te cubrí con mi chaqueta mientras nos servían el café con leche y el gin tonic que compartimos. El camarero nos escrutó atento. Encendiste un cigarrillo. Te aseguraste que el móvil estaba cerrado. Las olitas mansas se arrastraban perezosas hacia la arena, como si les costara salir del regazo del mar. Se escuchaba el rumor del océano a nuestras espaldas. Siempre ocurre que, cuando nos envuelve el conjuro del hechizo, el escenario ayuda. Algún duende juguetón que trenza lazos entre nosotros, vistiendo bonito el ambiente a nuestro derredor.
Las farolas amarillas dibujaban chiribitas en tu pelo. Aquí y allá, algunos restaurantes echaban la persiana hasta el día siguiente. Mejor así. Más íntima la noche que nos amparaba. Nos robamos caricias en la terraza del bar. Es curiosa la fuerza que un simple roce de nuestras manos tiene. Condensa el universo, mil páginas de texto, todo lo que quisiera decirte y no me sale. Me gusta cuando tus dedos crean música en mi piel. Eres una intérprete delicada, suave, como esos pianistas que parecen deslizar las manos sobre el teclado sin que parezca que pulsan las teclas. Mi piel es el piano- poco afinado y solitario, sin ti-; tus dedos son los que arrancan vibraciones de mi cuerpo que seguro que hasta pueden escucharse, ese sonido nítido y cristalino que me extasía.
Estabas hermosa, radiante, quizá porque aquella había sido una buena tarde. Me gusta cuando eres feliz, cuando crees en ti misma, cuando triunfas, cuando dejas que te venere, cuando permites que te sienta con los ojos, despacio, jugando a crear eternidades que luego el reloj arruina. Hablamos a ratos, callamos en otros, pero contigo el silencio tiene algo de musical también. Sobre todo, cuando pintas en tu cara esa sonrisa que – siempre te lo digo- sólo la muestras conmigo, cuando me haces alimentar la esperanza de que quizá estás enamorada. En esos momentos me gustaría regalarte la luna, la galaxia, un racimo de estrellas azules, pero comprendo de pronto que el mundo que creamos juntos, así, cuando nos acercamos el uno al otro en confidencias, es mucho más grande que todo el universo entero, que me basta con esa caricia que me das, con esa sonrisa que es sólo para mí, con esa mirada que es más profunda que cualquier escáner, con ese te quiero que me dices, para que me sienta un coloso. Luego, las cuadernas del navío común temblaron ligeramente, bajaste la vista y dijiste, en una súplica que no lo era, tímida pero firmemente:
- Soy así, no me asfixies, deja que me pierda de tanto en cuanto.
Seré feliz con tus intermitencias porque me traen repetidamente el regocijo de tus regresos.
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