Tampoco es que sea algo nuevo.
Los cuentos de siempre, las películas de aventuras y las leyendas de toda la vida están llenas de hombres destinados a amar con todo lo que pueden dar de sí, aturdidos y vencidos por mujeres que, desdeñándolos, se enamoran de los corsarios intrépidos, de los galanes de bigotillo cuidado, de tipos de modales encantadores o belleza varonil, de bailarines, toreros, cantaores, hombres de labia argentina o juglares granujas y mujeriegos que hacen muescas en su puñal con cada conquista. Al cabo, es normal que se prefiera el delirio de la locura, del amor infiel, inquieto y aventurero a la seguridad del aburrido afecto diario; que se elija ser doña Inés o caer en el hechizo- fugaz pero intenso- de los brazos de Rhett Buttler.
Y es que esos desdichados perdedores sólo pueden ofrecer amor persistente, entusiasmo ciego y deseo callado. Son los pequeños funcionarios, los hombres mediocres, los oficinistas aburridos, firmes en el honor y el deber, en alimentar en silencio la devoción por la mujer amada, curtidos en sobrellevar la decepción y siempre esperanzados en que, algún día, la lotería tocará. Hombres que ven con desdicha cómo la mujer soñada es su amiga – vaya mierda de premio de consolación-, cómo se convierten en consejeros y confidentes, en el apoyo moral de sus corazones rotos… por otros.
Hombres que darían la vida por ellas pero que son incapaces de crear escalofríos, locura repentina, deseo irrefrenable, ese instinto de fugarse al galope dejándolo todo atrás, esa preferencia por sufrir de amor o de abandono antes que perder la piel morena del galán.
- Te quiero – me dijiste- pero es un amor tranquilo, sensato y maduro.
- No quiero ser tu comodoro, orgullo de la Armada británica – y ambos nos acordamos de Piratas del Caribe.
- No digas tonterías- reíste, y yo acompañé tu risa con cierta tristeza.
- Quiero ser tu Jack Sparrow, capitán Jack Sparrow. No tu comodoro.
Y entonces fui yo el que reí y tú acompañaste mi risa con cierta tristeza.
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