31/8/11

Las horas en que me gustas más.



No es mi afán, porque no soy un experto, comprender el porqué de tu transformación diaria, desde que te veo en la mañana hasta que te despido en la tarde. Habría que saber de biología, de bioquímica, quién sabe de qué, quizá sólo de magia. El hecho es que me limito a disfrutar de tu metamorfosis cada jornada, de prever – ahora que sé que ocurre con precisión de reloj suizo- lo que la siguiente hora va a delinear en ti.

Sí, es cierto que te encuentro cada mañana radiante, recién salida de la ducha, con el cabello dibujando las exactas ondas que tú has marcado con esas pinzas calientes - tan incomprensibles para mí por su intricada tecnología- que manejas con destreza, y matizado el rostro con las cremas y el maquillaje que se amontonan en botecitos sobre los estantes del baño. Con esa imagen deseada por ti, preparada ante el espejo, exacta, bien medida, con la energía de la mujer modelo, con la sonrisa de las fotos de pasaporte o de evento profesional.

Pero, siendo así que ya al amanecer estás encantadora, no es cuando me arrebatas. Son las horas que transcurren las que te transforman en el ser que adoro, en el cuerpo que deseo, en la mujer que necesito. A medida que el día camina, el cansancio te va arrancando el gesto de photoshop, el sudor- en esos días en que se corta el aire acondicionado y el sol de verano es implacable- se te adhiere a tu piel, las piernas fatigadas hacen que acortes el paso, la realidad cotidiana engulle tu energía. Es, entonces, ya por la tarde, cuando domas el pelo que te molesta en una coleta de niña juguetona, cuando tus ojos se empequeñecen para mirar lento y profundo, cuando me sonríes con esa expresión que tú dices que es horrible pero que a mí me parece extraordinariamente tierna, cuando asoman las arrugas y los poros se abren, cuando inclinas tu cabeza hacia un lado y me buscas tímida, y me dices sin decirme que quieres una caricia, cuando dejarías que te mime, cuando tu voz se torna queda, cuando de pronto sé que no puedo vivir sin ti. Entonces, justo entonces, me enojo infinitamente al decirte adiós y ver cómo te marchas.

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