- Le dices a tu papá que me gustaría hablar con él un ratito. ¿Se lo dirás?- la maestra Dolores sonrió al muchacho y revolvió su pelo rubio con afecto, confiando que esta vez el padre del niño vendría a la escuela. Aunque, lo pensó mejor, era más probable que ocurriera como en la decena de veces anteriores.
- Dijo que lo siente pero que no tiene tiempo para venir, que el patrón no le deja ausentarse de la labor- era la respuesta, casi idéntica, que recibía siempre al día siguiente.
Dolores había llegado a la aldea hacía apenas un año, ilusionada, dispuesta a demostrar, con su flamante título en la mano, que podía cambiar el mundo, que la educación mueve la historia, como su padre siempre decía antes de que un infarto a destiempo se lo llevara quién sabe dónde. Ella misma había solicitado el destino, aunque ahora casi le parecía que se había equivocado por una única letra y, en realidad, había solicitado un desatino. Tenía sus días buenos en que la esperanza y el coraje le hacían ver resultados donde no los había, y alegrías donde sólo existía la falta de incidentes. Esos días, que normalmente coincidían con cielos cobalto y brisas frescas que bajaban desde el altozano, se sentía contenta, dispuesta a perseverar en el esfuerzo, deseosa de llegar a casa y escribirle un larga carta a Tomás contándole sus progresos y diciéndole cuánto le echaba de menos. Quizá, algún día, a su regreso, podría plantearse que dejara de ser sólo un buen amigo. Otros días, sin embargo, llegaba a la alcoba con la cabeza embotada, incrédula ante las murallas de ignorancia y oscurantismo que envolvían el pueblo, al igual que lo hacían los nubarrones viscosos y oscuros de las mañana de invierno. Esos días se preguntaba qué coño hacía allá, despotricaba de todo y de todos y, finalmente, se acostaba sin cenar y con sus ojos llenos de rabia y lágrimas.
Al poco de establecerse, Dolores entendió cómo funcionaba todo en aquel lugar. Una gran hacienda, la del patrón que vivía en la capital y que, en su ausencia, era regida con mano firme por el capataz Eladio, y unas centenas de paisanos que trabajaban en aquellos campos ajenos a cambio de un jornal escaso que, de todos modos, tampoco podían gastar en casi nada porque, aparte de la taberna, poco más existía. Dolores se había encontrado dos veces con Eladio. En la primera, este le saludó fríamente y le apercibió que los críos eran también trabajadores y que más de cuatro horas de ausencia en los labrantíos no era permisible. Ese era el tiempo exacto que los pequeños asistían a clase. Ni un minuto más. Al principio, una vez instalada en la casa para la maestra- sencilla pero suficiente- intentó organizar juntas con los vecinos, explicarles sus objetivos para con los niños, cómo los padres podían ayudarles en las tareas. Preparó limonada y dulces para los asistentes, ordenó las mesas y limpió el polvo de los anaqueles. Se llamó imbécil la segunda vez que, tras esperar una hora, tuvo que marcharse de la sala sin que nadie hubiese aparecido y habiéndose atiborrado ella misma de pasteles y refrescos. Pensó que el capataz habría puesto impedimentos y, por ese motivo, se encontró por segunda vez con el hombre.
- No me culpe a mí, señora. Yo sólo soy un jornalero más. Me parece que es usted demasiado joven para entender el mundo, o demasiado loca, qué se yo. Ya aprenderá, sólo es cuestión de tiempo. La pobreza multiplica la pobreza y eso lo saben todos los que viven acá. Bastante hacemos con ganar el sustento cada día. No hay tiempo para pensar en más. Y respecto a los chiquillos, lo que más nos importa es que sean fuertes y duros. Es lo que necesitan para cosechar y labrar. Y, si no, póngase usted con todos sus libros y sus lápices a plantar maíz. Le juro que nadie le ayudará cuando se retuerza de hambre.
Se había acomodado a la situación hasta hacia un mes, cuando se había percatado de la inteligencia de Mauro, el chico rubio. Apenas nueve años, vestido con una camisa lavada mil veces y unos pantalones remendados dos mil. Tenía una inteligencia natural, una perspicacia fuera de lo común. Leía de corrido y eso que no recibía más atención que el resto, era diestro en el dibujo y sumaba con una velocidad desconocida en el aula. Era despierto, se interesaba por las historias y por las imágenes de los libros de Dolores. Reservado, apenas hacía preguntas y mantenía una distancia prudente con ella, cosa que por lo demás, era común a todos los demás niños. Aquel chiquillo merecía más y Dolores estaba convencida de que podría ser un buen estudiante. Quería convencer a sus padres de que le dejaran ampliar las horas de estudio. Ella dedicaría las tardes sólo para él y, quién sabe, quizá podría incluso marchar a la capital, o por lo menos, a Santa Margarita, para cursar la enseñanza media. Si al menos pudiera conseguirlo con él, pensaba. Sus grandes planes para el mundo se habían difuminado en la nada hacía meses pero con que triunfara con Mauro, daría por bien empleado su esfuerzo y por exitosa su decisión de haber elegido aquella escuela. La respuesta, al día siguiente, fue la esperada. No vendrían. El chico lo musitó rápidamente antes de sentarse en su pupitre. Ella se indignó por dentro y, aunque se cuidó muy mucho de mostrar ninguna reacción, decidió en aquel instante que aquella misma tarde iría a la casa de ellos. Si la montaña no venía a ella, ella iría a la montaña.
El sol, ya bajo, coloreaba de brillos anaranjados las frondas de los chopos que bordeaban el río. El viento del otoño acunaba las hojas que se desprendían de los árboles, las cuales en vez de caer verticalmente volaban un buen trecho, meciéndose y haciendo cabriolas en el aire. Se agarró el pelo que le jugueteaba sobre la cara y apretó el paso. Quería regresar antes de que anocheciera y pensaba que necesitaría bastante tiempo para convencer a los padres de Mauro.
Tocó la puerta por dos veces, antes que una mujer aviejada, rubia como su hijo, arrugada por el sol pero altiva, le abriera la puerta.
- Buenas tardes, soy Dolores, la maestra de la escuela. Quisiera poder hablar con ustedes sobre su hijo.
- ¿Qué ha hecho?- contestó secamente y volviendo el rostro hacia dentro de la casa, vociferó- ¿Mauro, qué demonios has roto?
- No, no, no- Dolores hizo un gesto de negación con la mano-, Mauro no ha hecho nada. Es un chico estupendo. Muy estudioso. Muy inteligente. Precisamente, quería hablarles de lo inteligente que es.
La cara de la mujer expresó un gesto de incredulidad y de asombro. Volvió a mirar hacia dentro, cuando Mauro se acercó a ellas.
- Aquí estamos bien- dijo- puede decirme lo que desee aquí- Dolores no supo si aquella negativa a brindarle el paso respondía a que no le caía nada simpática o a que la madre del chico se avergonzaba de su morada.
- Verá, Mauro es un joven muy listo, lee muy bien, escribe mejor y no se le dan mal las cuentas. Es realmente inteligente y podría ser un hombre importante cuando se hiciera mayor, un gobernador, un médico – intentaba encontrar las palabras justas, las que pudiera comprender su interlocutora-, un capataz con mucho dinero- notó que la alusión al dinero hacia mella en la mujer-, el patrón de muchas tierras.
- ¿Mauro?- se notaba la incredulidad en la otra.
Sin duda, atraído por la conversación, la figura de un hombre, en camiseta sin mangas y calzoncillo largo se acercó a la puerta. Dolores supo que debía tratarse del padre del chico.
- ¿Qué pasa aquí?
- Nada, es la maestra de Mauro. Dice que el chico puede hacerse rico de mayor.
El hombre soltó una carcajada antes de dar una calada al pitillo deforme y negruzco que llevaba en la mano.
- Mauro será un buen labrador como yo y como lo fue mi padre- contestó, seco.
- Permitan que insista. Mauro tiene un gran futuro si puede estudiar más. Lo que he venido a pedirles es que le dejen estar por las tardes en la escuela. Yo misma le daré clases y le prepararé para que pueda aprobar el examen de la secundaria. Créanme, su hijo merece que le demos esta oportunidad. Estoy segura que cuando sea mayor hará que ustedes vivan holgadamente con toda comodidad. Se lo ruego. Por favor. Son sólo cuatro horas cada tarde.
El padre pareció hacer cuentas en su mente. El chiquillo observaba, con los ojos bien abiertos pero sin decir nada, tras el hombre.
- ¿Cuatro horas? ¿Cada día? ¿Nos pagará usted los dineros que le pagan al chico en el campo por esas horas?
No, ella no podía pagar aquello. Su sueldo de maestra ya era escaso incluso para su humilde vida.
- Son sólo cuatro horas- balbuceó, como en un gemido, como en una súplica.
- Váyase- dijo la madre al tiempo que comenzaba a cerrar la portezuela.
- ¡Espere!- fue un gesto instintivo de Dolores el que le hizo parar el giro de los goznes con su pie y adelantar la mano hacia Mauro- ven, Mauro, ¿a que tú si quieres estudiar mucho?
El chico vio a la maestra abalanzarse e intentar tomarle con su mano. Se asustó y, temeroso, se abrazó a la pierna de su padre, apretando el rostro contra su muslo, pidiendo una protección que no necesitaba. En el mismo instante, el hombre le abrazó por el hombro, dio un paso al frente y desbloqueó la puerta.
- ¡Largo! ¿Quién se ha creído que es para venir a asustarnos, a amenazarnos?- gritó, y Dolores supo que lo siguiente sería un puñetazo sin más explicaciones.
Al este, el cielo estaba ya de ese azul marino oscuro en que algunas estrellas grande comienzan a brillar. Se pasó el dorso de la mano por los ojos y sintió que lloraba. Derrota total. Media hora después entró en la taberna. Los lugareños que jugaban a las cartas enmudecieron de pronto. Nunca una maestra había entrado en aquel bar, menos aún ninguna había pedido una botella de ron. La vieron caminar calle abajo. Estaba ya bebiendo a trago.
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