Le gustaba asistir a la última sesión del multicine porque
casi siempre estaba vacío y ponían películas antiguas, de esas de cuando el color
era aún natural y no existían los ordenadores para inventarlo, la fotografía
cuidada, cuando la luz era domeñada por artesanos de focos y reflectores, sin
efectos especiales ni sonido Dolby, cuando la claqueta aún era de madera. Esas imágenes
le recordaban otros tiempos más felices que ya habían quedado atrás. Esa tarde
le había encantado Cary Grant como ladrón de guante blanco enamorando a una Grace
Kelly a punto de encontrar a su príncipe en Mónaco, con esa luz de la Riviera francesa
tan azul y cristalina. Le hubiera gustado que Alfred Hitchcock le diseñara una
vida de intriga e interés, de amores principescos y días dulces, con un galán
de sonrisa hechizante y finales felices envueltos en cataratas de fuegos de
artificio. Al menos, él se lo decía siempre, se parecía a la Kelly.
Al salir, la noche era preciosa y cálida. El mar tranquilo, azul oscuro, salpicado por las lucecitas blancas de las chipironeras que volvían al puerto. Al fondo, las farolas doradas de la caleta. A la derecha, la bahía con sus reflejos plateados destellando como estrellas fugaces sobre los rizos inquietos de la mar. Por un momento, anheló tener a su Grant – aunque él no sabía que lo era - caminando a su lado, colgada de su brazo, apoyados juntos sobre el malecón viendo las estrellas del horizonte, con mesa reservada en las terrazas del muelle, la noche sin término. Se entristeció un instante pero se esforzó por desterrar aquella melancolía por lo ausente, por la vida de cine, por el amor no completado. Podría permanecer soñando con él pero se perdería las noches como la de hoy. Y ella no quería perderse la vida esperando quimeras.
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