Siempre empezaba a leer el periódico por detrás y más que
porque le interesaran los deportes, el parte meteorológico o el crucigrama, que
son los asuntos que los periodistas suelen relegar a las últimas páginas, lo
hacía porque le asustaban las noticias serias, las que hablaban de los
políticos, de las guerras o de los sucesos más lúgubres. Era como si los
chismes de la plantilla del Elche, las cabriolas de Ronaldo o las canastas de
la NBA le insuflaran fuerzas para resistir la dura vida plasmada sobre el
papel.
Sorbió un trago y dobló la página. Los sucesos. Esa sección
siempre le estremecía. Él era un hombre sensible, con empatía hacia sus
semejantes. El titular era explícito: “Hombre solitario es encontrado ebrio en
condiciones penosas”. Luego, en letra menuda, el periodista explicaba la
historia de Andrés, de cuarenta y siete años, divorciado, desempleado desde que
la empresa en donde trabajaba de oficinista hiciera suspensión de pagos, a
punto de ser desahuciado de su vivienda por un banco inmisericorde e incapaz de
afrontar la mañana sin verla a través de las lentes del alcohol. El artículo
continuaba relatando cómo una patrulla de la policía municipal había hallado al
individuo tumbado en un portal, apestando a ginebra y camisa sin lavar, murmurando
nombres desconocidos, desvariando y con su corazón pulsando frenético. Al parecer,
las autoridades buscaban a algún familiar, quizá por darle ayuda o, más probablemente, para
ver a quién pasarle la factura de la ambulancia y el tratamiento.
Le dio lástima y se preguntó para sí mismo cómo la fortuna
adversa puede cebarse en un ser- que seguro que otrora tuvo un amor, dinero para
invitar a los amigos, y mil esperanzas- hasta mudarlo en una piltrafa humana; en cómo ese tal
Andrés no habría notado en algún momento la caída, el que se iba a dar de bruces
contra el destino, que debía reaccionar, tomar las riendas de su vida.
No quiso seguir leyendo. El disco de slow
jazz se había terminado y el camarero limpiaba el último vaso
mientras, sin decir palabra alguna, le gritaba que era hora de cerrar. No
necesitó apagar lo poco que quedaba del cigarrillo. Sacó la cartera y, antes de
entregar el último billete que guardaba para pagar los tragos, se detuvo por unos momentos en la
foto de Teresa y los dos niños. Hacía tanto tiempo que no los veía. Desde antes
de que se quedara en paro, y de eso hacía ya tres años.
Pagó y al salir a la calle solitaria tropezó dos veces con
la farola que entremezclaba destellos con el sirimiri frío del otoño.
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