Le llamaremos P.J. porque cuando uno trabaja en esto, no deben darse nombres.
Tiene treinta y seis años. Su turno de servicio comienza a las siete, de modo
que se ha levantado a las seis para poder llegar a tiempo a la gendarmería. Carmen
también se ha despertado a la misma hora porque aunque entra al trabajo media
hora más tarde, tiene que dejar al pequeño Luis en la escuela. Tiene cuatro
años. Desayunan juntos un café con leche y una tostada. En la tele, dicen que
el día será fresco y que lloverá.
-
¿Tienes servicio de exterior, hoy?- le pregunta ella.
-
Creo que sí, pero no sé qué toca. Nos lo dirá ahora el
sargento en la reunión de la mañana.
-
A ver si puedes escaparte un momento al
mediodía para ir al banco y aclaramos lo de la hipoteca.
-
Sí, creo que sí. Pediré permiso.
El niño se levanta a las seis y media, soñoliento y malhumorado. P.J. le da un beso y le dice que se porte bien, que jugarán con la Nintendo por la tarde.
Alicia no ha dormido en toda la noche. Sabe que hoy es el día y que no cabe
postergarlo. Desde hace nueve meses vive sola con el pequeño Pablo que este año
debería ir ya a la guardería. Pero Alicia no tiene dinero para pagarla, en
realidad no tiene dinero para nada. Ha conseguido unas horas para limpiar unos
portales del centro, pero eso no da para mucho ni está asegurada. Desde que se
separó de Román le asaltan deseos de arreglarlo, de intentarlo de nuevo, en
definitiva de rebajarse a una vida que no desea por el bien del niño. Él tiene
un buen trabajo de programador en una empresa bancaria pero se olvida de
pasarle la pensión y ella ha de reclamarla cuando no puede más. Le dice que ya
le dejó la casa pero la hipoteca es pesada. Tampoco sus padres ayudan mucho. Cuando
se enteraron de que se separaba pareció que les importaba más el qué dirían sus
conocidos que lo que a ella le ocurriera.
El sargento lee las órdenes del día. A P.J. le toca en suerte un desalojo a las doce. Irán él y dos compañeros. Les dan la orden judicial, las instrucciones y las coordenadas del banco que ahora es propietario del piso.
-
Si hay algún problema, llamáis y mandamos refuerzos.
Nunca se sabe, a veces aparecen esos chiflados que se oponen a los desahucios-
dice el sargento.
La calle está en uno de los barrios más apartados. Les cuesta encontrarla incluso con el GPS del coche patrulla. El portal está desierto, mejor así. El parte meteorológico llevaba razón, ha comenzado a lloviznar y el pavimento está resbaladizo. Aparcan en doble fila. Nadie va a poner una multa a un coche policial. Quinto piso. No hay luz en la escalera ni tampoco ascensor. Suben despacio, jadeando a partir del tercero.
Llaman al timbre, Varias veces. Una mujer abre la puerta. Lleva un niño en
brazos. El chiquillo sonríe pero la mujer tiene la expresión demudada.
-
¿Alicia Castro?- pregunta P.J.
-
Sí
-
Lo
siento mucho señora, pero traemos una orden de desalojo. Por favor,
abandone la casa. Si tiene pertenencias que no pueda llevarse precintaremos la
vivienda hasta que usted pueda hacerlo.
-
No me hagan esto, no me hagan esto. Sólo necesito
tiempo- dice en voz tan baja que los policías apenas la escuchan.
P.J. no sabe qué contestar. En la academia no les preparaban para esta mierda jodida. Él soñaba con atrapar asesinos y limpiar las calles de droga y chantajistas.
- Por favor, salga. Lo sentimos pero la orden del juez es clara.
Alicia mira a Pablo que juguetea con un muñeco, ajeno a la conversación. Le sonríe y le acaricia el cabello.
-
Vamos- dice ella.
-
¿Tiene algún sitio donde ir?- pregunta uno de los
hombres
-
¿Les importa?
A P.J. sí le importa pero no contesta. ¿Qué puede decirle? Pablo le mira y sus ojos son iguales a los de Luis. Se lo imagina ahora correteando por el patio de la escuela mientras pega cinta adhesiva para precintar la puerta. La mujer está ya bajando la escalera. Se asegura que todo queda bien cerrado y corre hacia abajo hasta alcanzar a sus compañeros.
-
Si necesita hacer una llamada, le presto mi móvil- le
dice P.J. a Alicia.
-
Gracias. – Toma el aparato y se separa unos metros.
Habla con alguien y le devuelve el Nokia a P.J.
-
¿La llevamos a algún sitio?
-
No hace falta, gracias.
P.J. se asegura que ella firma la orden y que se queda con una copia.
- Si desea alegar puede ir con esto al juzgado o al banco.
Son las doce y media. La mujer desaparece al girar en la esquina que da a la Plaza Baroja y ellos se quedan allá unos minutos, cerciorándose que nadie husmea cerca del piso o, quizá, sin ánimo de ir a ninguna parte. P.J. recuerda que debe ir al banco.
-
¿Me acercáis a casa?, ya le he pedido permiso al
sargento- dice.
-
Claro.
Llueve con más fuerza y el cielo está encapotado como en invierno. No hablan nada en el trayecto, no es preciso, saben lo que piensan y lo que sienten.
-
Hola, llegas pronto, aún tenemos unos minutos para ir
al banco- dice Carmen al verlo entrar por la puerta- ¿Qué tal la mañana?
-
Bien, bien – le contesta mientras se traga una flema
agria que de pronto le ha subido a la garganta.
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