En pleno siglo XIX, todos en aquella pequeña ciudad de Bohemia sabían que los unicornios no existían, que aquellos caballos con un cuerno en su frente pertenecían a la mitología. No se trataba de una localidad importante ni el emperador la había visitado nunca pero la prosperidad que emanaba de sus artesanos del vidrio y de los telares la habían hecho educada y abierta al mundo, poco dada a creer en embustes y charlatanes.
Por eso resultó todavía más extraño que el periódico local llevara a su portada la noticia. Un conde, o al menos eso había dicho que era cuando se hospedó en casa del burgomaestre, había asegurado que el unicornio del rey, blanco, de largas crines y dorado cuerno retorcido en volutas, se había perdido en el cercano bosque de Noissemberg y que el monarca, afligido, preparaba una gran expedición para encontrarlo y devolverlo a palacio. Él, el conde, se había adelantado para inspeccionar la comarca y así facilitar la preparación del cortejo real. Por lo que indicó, el asunto le parecía complicado puesto que las cañadas, valles profundos y altas cordilleras ofrecían bueno escondites al jumento mágico. Serían precisos muchos hombres y extenuantes jornadas, de modo que cualquier información que la población local pudiera ofrecer sería recompensada generosamente.
- El rey es dadivoso con los que le ayudan- había afirmado con rotundidad mientras se despedía del alcalde- Nos veremos, señores.
La primera reacción de los que le escucharon fue de sarcasmo. Aquel individuo quizá fuera aristócrata pero, desde luego, su cabeza hacía mucho tiempo que se había extraviado. Era un loco sin más, uno de tantos que vagaban por los caminos.
- Será alemán- indicó con determinación el señor Hans, maestre del gremio de los cristaleros-. Los alemanes están todos locos, bien lo sabemos.
- Usted no se entrometa con los alemanes- contestó enfadado el alcalde que, aunque nacido en la región, tenía abuelos de Munich – Locos los hay en todos los sitios.
- Disculpe usted pero no me negará que el acento era alemán.
Fuese de donde fuese aquel personaje, lo cierto es que estaba loco, que los unicornios sólo existían en su imaginación y que los negocios de cada uno les reclamaban volver a su diaria rutina. En cualquier caso, la anécdota era divertida y todos los que habían tenido contacto con el conde la contaron en sus casas a mujeres, niños y criados y estos, a su vez, a sus amigos y a sus parientes. Al poco, el asunto era la comidilla de la ciudad y cualquier paseante que azuzase el oído podía escuchar algún comentario referente al fantástico animal.
- … Así se lo escuché al señor. Un unicornio del rey, perdido en Noissemberg. Ofrecen una buena suma al que informe de su paradero….
- ….El señor alcalde ha visto al unicornio del rey y se ha embolsado un buen dinero que le ha entregado el rey en persona….
- … yo creía que los unicornios no existían pero resulta que sí, que el rey, nuestro sabio rey, encontró uno….
- …..Sí, es un unicornio que le regaló el emperador francés, traído de África por exploradores rusos…
- …. Lo que no hay derecho es que el burgomaestre se quede con todo el dinero. No ha informado al pueblo para ser él el que cobre la recompensa….
- ….No digáis tonterías. Los unicornios no existen….
- …. Que nadie haya visto uno no significa que no existan. Sólo que no han sido vistos…
- …. Además, ¿quién si no iba a tener un espécimen tan fantástico sino un rey?
El tendero Mankel estaba sentado frente al fuego que chisporroteaba inquieto, fumando una buena pipa y meditando sobre sus negocios que no marchaban todo lo bien que él deseaba. Las deudas le atenazaban y los acreedores le acosaban. Hacía rato que ya era noche cerrada. Su mujer estaba cosiendo en la otra estancia y los dos niños, de seis y ocho años, jugaban cerca de él.
- Papá- dijo uno- he visto un caballo blanco esta tarde.
Mankel preguntó casi por rutina.
- Ah, ¿sí?, ¿dónde lo has visto?
- En el bosque, cuando fui a jugar con los otros niños, con la excursión de la semana. Era muy bonito.
- Seguro que sí – el hombre continuaba ensimismado en sus problemas. Sería tan bueno poder vender aquel lote de porcelana que le llegaría a final de mes.
- Y tenía la cabeza dorada, le brillaba.
- El sol de la tarde, sin duda- contestó. La porcelana podría reportarle un ciento por ciento de beneficio, lo suficiente para salir del apuro.
- Pero me daba pena- dijo el niño.
- ¿Por qué, cariño?, ¿Por qué te ha dado pena el caballito? – por un momento, prestó atención a su hijo antes de volver a pensar en la tienda.
- Le había salido un bulto en la cabeza, papá. Le tiene que doler mucho.
- No te preocupes, son duros esos animales.
No había hecho mucho caso al chiquillo pero, cuando se despertó a media noche, sudoroso y agitado, no daba crédito a lo que estaba pensando. Sabía que era una estupidez. Un bulo que corría por la ciudad, una bobada como otra cualquiera. De sus conciudadanos podía esperar cualquier majadería, cualquier invento idiota. ¿Pero de su inocente hijo? Si Kerner, el dueño de la tienda de la plaza, su competidor más odiado, se lo hubiera dicho no tendría dudas de que le quería engañar o, quizá, llamarle imbécil entre líneas. ¿Pero su hijo, su pequeñín?
Por muy alocado que fuese todo aquello, por muy increíble que resultara pensar que existían los unicornios, lo cierto era que suponía una esperanza. De acuerdo, pensó, no hay apenas probabilidades de que todo esto tenga un pequeño viso de verdad. Pero, ¿y ese cero, coma, cero, cero, cero, cero, uno de posibilidades? La benevolencia y gratitud del emperador serían a buen seguro enormes. Se le fue el pensamiento imaginando la cara de asombro del prestamista Kunde cuando le pagara las deudas y dos veces los intereses; y la del señor Prijmeni, el dueño de la cámara de comercio local, que tenía el monopolio de las telas que llegaban de la India. Se moriría por hacer negocios con él porque podría pujar con los mejores precios. Pero, no, era una locura, una estupidez fruto de la desazón por las deudas. Los unicornios no existían, eso lo sabía todo el mundo. Claro que tampoco existía América antes de descubrirla- razonó para sí-, ni los jeroglíficos tenían significado hasta que los franceses llegaron a las pirámides, la electricidad era una quimera impensable hasta que Tesla había sabido cómo domeñarla, ni nadie había creído que nuestros antepasados pintaran bellos dibujos hasta que hacía no muchos años, habían descubierto una inimaginable cueva allá en el norte de la lejana España. Y qué decir de la recién encontrada Troya. Mil años diciendo que era mitología y, de pronto, un tal Schliemann prueba que de mitología nada, que la ciudad estaba bajo las piedras turcas. Pero, de entre todos sus pensamientos, lo que más le turbó fue recordar las historias que había leído en la biblioteca sobre el descubrimiento de los primeros huesos de los mamuts y el grabado que había visto de uno encontrado a primeros de siglo y expuesto en San Petersburgo. Él no creía en unicornios, seguramente jamás habían existido, pero ¿qué le costaba dar una oportunidad a la suerte y a la ciencia? ¿Era mucho ceder dar un paseo atento por el bosque? El no, ya lo tenía.
No durmió en lo que quedaba de noche y cuando clareó le dijo a su esposa que el niño no iría ese día a clase, que avisara al profesor, que inventara cualquier excusa, un catarro, unas anginas.
- ¿Pero qué te ocurre? – se alarmó ella- los niños deben estar en la escuela.
- No te preocupes. Hoy puedo tomarme una jornada de fiesta y quiero disfrutarla con el niño. Iremos al monte, pasearemos. No tengo mucho tiempo para disfrutar de ellos y temo que se hagan mayores sin haber estado más con ellos- mintió.
- Debe ir a estudiar.
- Iremos a buscar el caballo blanco que viste ayer- le sonrió a su hijo, buscando su complicidad y que le ayudara a convencer a su madre.
- ¡Sí!- gritó entusiasmado el pequeño mientras su hermanito pedía ir él también.
Discutieron aun unos minutos pero finalmente, a media mañana, ambos, padre e hijo, salieron en la calesa hacia Noissemberg. Dejó el caballo atado en el abrevadero de la estación de ganado y se adentró a pie con su niño.
- ¿Y dónde le viste? – los niños habían ido de excursión, de modo que estaba seguro que los cuidadores apenas les habrían adentrado en el bosque que, por lo demás, era enorme.
- No sé, papá. No me acuerdo – tras una hora caminado por los alrededores, el niño estaba cansado.
Intentó divisar huellas y las encontró, pero bien podían pertenecer a cualquier caballo pues eran frecuentes los rebaños que cruzaban los caminos y las maniobras que el quinto de lanceros, acantonados no muy lejos, realizaban por la zona. Vieron caballos, siempre los había habido en el bosque, y sus cabezas eran de todo tipo, unas más feas y otras más estilizadas, más abultadas o menos, pero nada de unicornios ni cuernos mitológicos. Probablemente, el niño habría visto algún caballo con una pequeña herida o cualquier cosa que le llamó la atención. Cosas de críos.
Acabaron por regresar a casa y Mankel se avergonzó de lo que había llegado a pensar, dio por bueno el día porque al menos se había divertido con su hijo y pensó que lo mejor era no comentar con nadie el porqué de aquella excursión so pena de que se rieran de él toda la vida.
Lo que el comerciante no sabía era que su otro hijo, que sí había acudido a la escuela, había contado a todos sus compañeros que su padre había salido en busca de un precioso caballo blanco con un bulto en su frente. Tampoco sabía que aquellos pequeños, sin excepción, habían contado la historia a sus padres cuando llegaron a casa; que el maestro se lo había relatado a los demás profesores; que estos a sus amigos y estos a los amigos de sus amigos, a sus esposas y a sus amantes. No sabía que aquella noche toda la ciudad sabía que el comerciante Mankel estaba intentando hallar el unicornio perdido del rey.
Unos le tomaron por idiota:
- Ya te lo decía yo- afirmó Kerner mientras sorbía la sopa de pollo que le había preparado su mujer-, ese Mankel es tonto del culo. Creer en unicornios, por amor de Dios. No me extraña que el negocio le vaya tan mal. Mejor así- sonrió para sí- pronto tendré dos tiendas y la suya la adquiriré a precio de saldo.
Otros, sin embargo, sintieron envidia o resquemor. Tampoco pensaban que pudiera existir el unicornio pero ¿y si existía? ¿Aquel tipo de la tienda se iba a llevar toda la recompensa? ¿Y total, qué se requería? ¿un paseo por el agradable bosque de Noissemberg? No se perdía nada por mirar y, en el peor de los casos, uno habría disfrutado de un agradable día de campo.
Dos días después era evidente que el bosque recibía muchos más visitantes que de costumbre. Todos se saludaban como quién no quiere la cosa, aparentaban pasear e incluso portaban canastillas con carne y panecillos, como lo hacían en los dominicales paseos por la ribera del río.
- ¿Cómo usted por aquí?
- Hay que aprovechar estos dulces días de otoño. Pronto llegará el invierno y ya no podremos disfrutar del bosque, ¿no cree usted?
- Por supuesto, por supuesto. Le dejo, amigo mío, que aún quiero caminar unos cuantos kilómetros. Es saludable, además.
- Buenos días, salude a su esposa.
- De su parte.
Unos se vigilaban a los otros. Si alguno se enfilaba hacia un sendero poco transitado, otros le seguían a distancia. Si alguno ascendía a una loma para divisar mejor el panorama, pronto aquella colina se llenaba de casuales compañeros de viaje. Por supuesto, nadie jamás mentaba el unicornio.
En el palacete Hoffmann, Prijmeni hizo llamar a su ayudante.
- Mande usted, Sr. Prijmeni.
- Siéntese, por favor. ¿Una copa de vino? – le ofreció.
- Será un placer- respondió el joven extrañado de tanta amabilidad en Prijmeni, un hombre que hasta entonces le trataba con desdén y poca amabilidad.
- Quiero pedirle un favor.
- Usted dirá, señor. Sabe que estoy a su entero servicio.
- Pero se trata de algo que espero poder mantener, digamos- se detuvo por un instante- con cierta reserva.
- Cuente conmigo, señor.
- Se trata de ese asunto del caballo…
- ¿El unicornio?- interrumpió ingenuamente el ayudante.
- Sea, veo que usted ya conoce del asunto y por tanto no precisamos irnos por las ramas.
- No acabo de entenderle, señor.
- Verá, Petersi, yo no creo en unicornios, supongo que tampoco usted pero, digamos, cómo decirlo, soy agnóstico. No creo pero tampoco dejo de creer. Me tengo por hombre de ciencia y, como usted sabe, la ciencia se guía por datos empíricos. Si no hay datos no es posible afirmar nada pero tampoco negarlo. Si nadie ha visto jamás un unicornio no es posible asegurar que existan o existieron pero tampoco negarlo. ¿Me sigue usted, Petersi?
- Creo que sí, señor.
- El caso es que, visto científicamente, no sabemos si esto es posible.
- Bueno no creo que….- el joven iba a manifestar que no había seres fantásticos en los que creer, pero el otro le contuvo.
- Déjeme continuar, por favor. Lo que sí es seguro es que hay dinero en juego. Y a mí el dinero me interesa.
- Pero los rumores sobre aquel conde no son de fiar.
- Lo sé, pero lo que ahora le voy a decir sí es de fiar.
- No le entiendo ahora, señor.
- Uno de mis contactos en Viena, una persona de toda confianza, me acaba de comunicar que el emperador vendrá a estar región la próxima semana. ¿Se da usted cuenta?
- ¿De qué?
- Nunca antes ha venido la corte hasta esta apartada ciudad. Si acaso, algún edecán o algún emisario. Pero el emperador, la emperatriz, su séquito, jamás han venido.
- Será un acontecimiento importante.
- Vienen de incógnito aunque no sé cómo piensan pasar desapercibidos si vienen en tropel. Pero, lo importante, lo único importante es… ¿no sé da usted cuenta?
- Pues, … lo siento… no acabo de…
- Hay algo que motiva este viaje, Petersi. Hay algo. No soy dado a creer fantasías pero, pensemos, ¿quién, en caso de existir, puede tener un unicornio sino un emperador?
- ¿Qué piensa usted hacer?- preguntó el ayudante lleno de escepticismo.
- Yo nada, usted lo hará por mí. Quiero que vaya todos los días al bosque, que lo recorra, que vigile a todos esos que pasean por allá buscando rastros, que usted mismo investigue, que mire bien si hay indicios, por extraño que resulte todo esto, de que un unicornio se ha perdido en Noissemberg.
- ¿Lo dice en serio?
- ¿Ve usted que me río?- le miró furioso.
- No, señor Prijmeni. A sus órdenes.
- Y sea prudente, por el amor de Dios. Que nadie sospeche de su misión
La vida continuaba y, durante la semana, muchos debían ocuparse de sus trabajos y de sus haciendas. Aun así, Noissemberg y los alrededores se llenaban de visitantes y los domingos, tras la misa en San Michael, el bosque parecía la más concurrida avenida de Viena o de Praga. Las familias acudían enteras y sudaban bajo el calor y las interminables caminatas. Nadie mentaba nunca al unicornio excepto los niños que, aburridos, inventaron varios juegos en los que caballos mágicos y blancos eran los protagonistas. Mankel, también había vuelto a recorrer las frondas porque, como todos los demás, pensaba, "si ese está haciéndolo, por algo será, yo no voy a ser menos". El contagio era generalizado como cuando se hacía la rifa de la navidad en la que el alcalde sorteaba unos pavos. Todo el mundo sabía que las posibilidades de ser el agraciado era ridículas (sobre todo porque el alcalde hacía trampas y siempre tocaba a algún familiar) pero todos pagaban las dos monedas que costaba el boleto porque, como decía la señora Agne, “qué sería de mí si les toca y yo no he jugado”. Petersi informaba cada día a su jefe y este se enfurecía cada vez que le decía que no había ni rastro del animal.
Pasó casi un mes en el que aquella marabunta de excursionistas casi acaba con Noissemberg. No había rastro del unicornio pero la mayoría persistía en la búsqueda. Todos esperaban que fueran los otros los que desistieran primero, nadie quería correr el riesgo de ceder primero. Por si acaso, por si se daba la sorpresa, por no ser menos que nadie.
Un lunes, casi por sorpresa, una compañía de dragones entró al galope a la ciudad. Desmontaron en la plaza, cerca del ayuntamiento y el capitán que los dirigía pidió entrevistarse con el alcalde. Le informó de que su majestad y su alto séquito iban a pasar por la localidad y por el bosque. Que ellos eran responsables de la seguridad y que sólo querían avisarle y pedir su plena colaboración. Ocurriría en una semana, durante la cual llegarían varios batallones del 5º de Línea y el 8º de dragones para dar cumplida cuenta de la misión protectora.
- ¡Lo ve, Petersi, lo ve! – gritaba entusiasmado Prijmeni- mis informaciones eran ciertas. Ya no hay nada que despistar. Yo mismo iré a buscar a ese endiablado bicho.
La esposa de Kerner, por su parte, no paraba de amonestarle:
- ¿Así que Mankel era un cretino, eh?, ¡que era un estúpido, decía el señorito! ¡Que iba a tener dos tiendas, afirmaba! ¡Más te vale salir ahí fuera y encontrar ese cuerno o seré yo quién te lo ponga, pedazo de alcornoque!
Aquello volvió locos a todos los pobladores de la ciudad. ¡Así que era cierto! El emperador venía en busca de su unicornio. Gratificaría al que le diera alguna pista. Quedaba una semana, no había tiempo que perder. Dejaron sus trabajos, se suspendió la escuela, se cancelaron los procedimientos judiciales y administrativos, se alistaron criados y aprendices en escuadras que batieran el bosque de manera científica liderados por Prijmeni.
- ¡Ciencia, señores, ciencia! – enseñaba el presidente de la Cámara- ¡es preciso aplicar métodos científicos en la búsqueda del unicornio! Como Adams con los mamuts o Schlieman con Troya, ¡método científico!
Se parceló buen tramo del bosque y por cuadrillas de a cuatro se revisó palmo a palmo el terreno. Otros, menos rigurosos, se dedicaban a caminar por entre los árboles golpeando cacerolas pues alguien había afirmado que los unicornios eran especialmente asustadizos. Algunos más portaban grandes espejos con los que reflejaban los rayos de sol ya que era bien sabido- decían- que el cuerno de la bestia mitológica es atraído por el sol luminoso. Los soldados que iban llegando miraban todo aquello atónitos pero se dedicaban a lo suyo, a talar olmos en lo que sería el pasillo por donde avanzaría el cortejo real y a disponer vigías armados en todos los altos o lugares peligrosos. Viniendo de la guarnición en Viena veían a los de la ciudad como campesinos chiflados.
Por fin, el último día del mes, los dragones y los lanceros se apostaron en sus puestos de vigilancia y todos intuyeron que llegaba el emperador. El bosque fue desalojado como medida de seguridad y se instó a los ciudadanos a colocarse en los lugares indicados para saludar al rey a su paso. Las trompas de caza lo anunciaron una hora después y el polvo que la caravana levantaba se apercibió en el horizonte. El alcalde, el burgomaestre, el jefe de la policía local, el presidente de la cámara Prijmeni, el maestre Hans y todos los prohombres de la ciudad se vistieron con sus mejores trajes y subieron a una tribuna que habían construido el día anterior a toda prisa y que habían engalanado con una bandera y ramilletes de flores.
- Habrá que decir que estamos a su entera disposición para proseguir la búsqueda de la mascota de su soberana majestad- sonrío Prijmeni.
- Por supuesto, amigo mío- contestó el alcalde-, y que toda la ciudad está a su servicio mientras permanezcan en ella buscando el unicornio.
- Cierto, cierto. Tantos distinguidos huéspedes dejarán buenas fortunas en nuestros negocios.
- Y una vez encontrado el animal, la generosidad del monarca será grande para los que le hemos ayudado.
Estaban encantados. Todo iba bien. Un golpe de suerte, un unicornio, un animal que nadie antes pensaba que podría existir, había cambiado para siempre la suerte de la ciudad. De pronto, eran importantes, la población destacaría en los mapas, quizá se convirtiera en favorito lugar de veraneo, los negocios prosperarían, ellos como gerentes de la villa eran ya hombres dignos, abrirían un museo, el museo del Unicornio, los libros de ciencia los citarían, serían la envidia de Bohemia y de todo el imperio.
La música militar se hizo más estruendosa y se animó a todos a que agitaran las banderas y honraran al emperador. La primera compañía de dragones, de uniformes rojos, cruzó casi al galope. Después un grueso contingente de coraceros pasó por la avenida y, tras estos, más de tres docenas de lujosos coches de caballos con sus palafreneros y sus lazos de colores ondeando al viento. Uno de aquellos coches iba rodeado por soldados a caballo y todos supusieron que justo allí viajaba el emperador y su emperatriz aunque tan sólo atisbaron a ver una mano que saludaba con desdén.
Cuando por fin pasó la compañía de dragones de retaguardia todo el pueblo se lanzó a correr tras ellos, hacia el bosque de Noissemberg, seguros de que sería allá donde el soberano se detendría para iniciar, sin más retraso, la búsqueda del unicornio. El polvo que levantaban los cientos de caballos y las ruedas de los carros hacían difícil respirar y ver lo que sucedía más adelante pero el fervor popular era inmenso. Muchos simplemente corrían, los más ricos iban en calesas y otros habían montado en carretas colectivas. Todos querían ver la caza del unicornio, ver al emperador, colaborar, poder decirle “yo ayudé”, ser merecedores de su recompensa. Aquí y allá, los soldados montaban guardia e impedían que nadie se acercara mucho.
Para sorpresa de todos, y tras quedar agotados, el cortejo cruzó el bosque sin detenerse. Al principio pensaron que lo hacían así por seguridad, porque no era prudente para un monarca montar el campamento en medio de los árboles, que una vez establecidos volverían sobre sus pasos. El unicornio esperaba.
Pero, minutos después, se desalentaron. Los soldados que habían estado emboscados fueron saliendo de sus madrigueras y montando en las carretas del ejército. Simplemente, se iban, se alejaban seguramente en dirección a Brno.
La noche fue especialmente tranquila en la ciudad. Nadie salió a beber a las tabernas ni a platicar en las plazas. Se acostaron pronto, pero pocos durmieron. Por la mañana, los comercios abrieron con normalidad y el periódico local dio la noticia del esporádico paso de rey en letra pequeña y en páginas interiores. Un viaje a su palacio de verano en Brno, citaba una fuente. En otra página, se informaba de que la policía había detenido a un individuo que se había pasar por conde. Nadie dijo nada, nadie habló de aquello, nadie había estado en el bosque.
- ¿Y bien, Petersi, cómo es que no están acabados estos informes? – le gritó iracundo Prijmeni a su ayudante.
- Pero, señor… usted me mandó ir al bosque… ya sabe… el unicornio….
- ¿Está usted bien Petersi? ¿De qué habla? No tiente mi paciencia, Petersi. Si no ha realizado su trabajo, no invente patrañas.
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