Desiderio Fossarti
tenía una habilidad inusual que muy pocos individuos poseen. Podía escuchar
sonidos de tan baja frecuencia, por debajo de los diez hercios, que era capaz
de oír el sonido de los músculos.
La primera vez que Desiderio fue consciente de ello ocurrió
con apenas cuatro años cuando, sin atender a nada y a nadie, entró embalado en
la cocina con su bicicleta. Era una de aquellas de antaño, sin frenos y sin
piñones. Llegó a toda velocidad y tras ir derribando todos los enseres que
encontró a su paso, acabó empotrándose contra la mesa donde la comida ya
aguardaba servida. Ni que decir tiene que todo terminó por los suelos y la sopa
se desparramó por todas las esquinas. Vio llegar a su madre y entonces lo
percibió por vez primera. Escuchó el sonido de los músculos de su brazo
derecho, el deltoides y el braquiorradial- aun cuando entonces no tenía ni idea
de que tales nombres existían- tensándose a gran velocidad y emitiendo ese
sonido tan grave que sólo él podía escuchar. Aquella sinfonía instantánea de
frecuencias se combinó a su vez con la que provenía de los aductores y
lumbricales de una mano que, por fin, acabó en forma de fuerte colleja en su
cabeza.
A partir de aquel día, se acostumbró a escuchar todos los
sonidos que los músculos, los suyos y los ajenos, producen cada vez que
efectúan un movimiento. Con el tiempo, supo distinguir los unos de los otros.
Por ejemplo, el vibrar de los miocitos en el estómago durante la digestión se
sentía como un scherzo vivo pero grave. El caminar tranquilo sobre la hierba
hacía emitir al sartorio y al sóleo una
especie de andante cadencioso y armónico, agradable; mientras que al correr
sobre el asfalto de la ciudad, el sonido era más áspero, como de un corno
inglés desafinado. Un brusco giro del cuello hacía que los escalenos se
comportaran como un timbal con un golpe seco y redundante. Supo pronto qué
sonidos presagiaban violencia y cuales se anteponían a una caricia, cuáles
acompañaban la sonrisa y cuáles se unían al insulto.
Al poco de cumplir los dieciocho años, escuchó por primera
vez una composición que nunca antes había sentido, un allegro vibrante que
provenía de sus propios músculos. Se concentró intentando descubrir cuál era el
origen de aquel agradable sonido pero no pudo descubrirlo porque era tan
intenso que lo encubría todo, que parecía traspasar su cuerpo entero. Unos
meses más tarde fue consciente de que aquello sucedía cuando veía a Begoña y,
enseguida, comprendió que estaba enamorado. Luego, aprendió los sensuales
sonidos del deseo cuando, con ella en sus brazos en una cama, todos sus músculos
actuaban como si de una orquesta filarmónica se tratara. Desistió de intentar
explicar, incluso a ella, cómo el enamoramiento armonizaba el cuerpo.
Pasó su vida, así, entre sonidos que nadie más escuchaba y
esto le dio ventajas indudables. Supo anteponerse a los contratiempos, se alejó
de quienes hubieran sido sus enemigos, fue feliz en su matrimonio y se dejó
guiar por sus instintos cada vez que un nuevo sonido, una vibración fresca o un
acorde inusual llegaban a su cerebro. Aprendió, como no podía ser de otra
manera, solfeo y armonía y ello le ayudó a comprender mejor su propia habilidad
y a ser capaz de tomar notas de aquello que escuchaba con un sistema que él
mismo creo modificando la notación convencional. Solía enseñarle a Begoña
aquellas partituras en la que se veían corcheas y blancas, fusas y negras, con
extraños puntos y acordes que resultaban inusitados. Las cinco líneas del papel
pautado no se centraban en el “la” convencional sino en una desconocida nota, muchas octavas por abajo, y
para ello inventó una clave de “re bemol” que le convino para pintar con mayor
facilidad todos los sonidos. Le fueron útiles los signos adicionales de la
música, los diminuendos, los crescendos,
los sttacatos y las apoyaturas porque, al igual que en las
sonatas o en las sinfonías, también los músculos sonaban con sus propias
dinámicas.
Una tarde, ya viejo y cano, se sintió desalentado. Escuchó
sonidos tan poco habituales que le dijo a Begoña que iba a escribirlos en la
partitura para no olvidarlos. Se sentó en su sillón favorito mientras el azul
denso y profundo de la noche iba comiéndose a bocados las últimas ráfagas de
luz. Se ensimismó en el trabajo, tan novedoso le parecía. Pintó primero
corcheas, luego negras, luego blancas y luego redondas porque aquellos sonidos
tan nuevos iban ralentizándose a medida que pasaba el tiempo.
Begoña lo encontró como dormido. Su mano derecha colgaba por
el lado del sillón y la partitura había caído al suelo. Begoña la tomó y vio
que lo último que su marido había escrito era un acorde de do menor con un gran
calderón encima y una indicación de diminuendo hasta un
pianissimo final.
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