10/6/14

Las fotografías




Aunque Ferdinand sabía que se trataba de una discusión inútil y que nunca acabaría convenciéndola, era evidente que él llevaba la razón. Lidia- entre coqueta y convencida- se obstinaba en decirle que no era guapa, que era del montón, que ya bastaba de engañarla, que el espejo refutaba lo que él  afirmaba. Y él, que la miraba arrobado, nunca entendía por qué ella no aceptaba lo evidente, por qué no veía su propio encanto, por qué no aceptaba que era el milagro más perfecto de la creación.
Lo comprobó un vez más cuando recibió su foto, tomada al vuelo por algún amigo de ella en medio de la fiesta, en uno de esos instantes cualquiera, sin preparación, sin posado, sólo con la naturalidad hermosa de su cara limpia. Estaba bella, con esa expresión feliz que a él tanto le enamoraba. Al verla en una de aquellas fotos ocasionales, en esas instantáneas de instantes, cuando la cámara congelaba un segundo, un gesto, una onda del cabello, un movimiento de sus ojos, un apunte gracioso de sus labios deseados, él se enamoraba todavía más y entonces era consciente de que lo iba a estar siempre.
-        Pásalo bien – le había dicho al despedirla. Y ella se había alejado mientras él arrancaba el coche sin querer mirarla pero volviendo la cabeza tres veces para verla marchar.
Era irónico, siempre ocurría lo mismo. Su ausencia se le hacía interminable, el tiempo se dilataba y el mundo se detenía. Deseaba que regresara ya mismo, volverla a abrazar y a besar, a ver su carita, sentir la piel de su mano. Pero ese sentimiento, por fuerte que fuese, se desvanecía cuando ella le enviaba una foto. Porque la Lidia que amaba, la mujer que le apasionaba, era precisamente la que aparecía en esos instantes, lejos de él, con esos ojos vivarachos, inteligentes y penetrantes, esa sonrisa salida del alma, ese gesto de ventura dichosa, esa sonrisa que contenía el mundo, la vida misma brotando con esplendor de su reflejo, esa naturalidad con la que ni la propia Naturaleza podía competir.
Le encantaban sus fotografías espontáneas tomadas en un segundo imprevisto, cuando la cámara la sorprendía indefensa y la luz hurtaba su felicidad para mostrársela congelada en la imagen y llegarle hondo, muy hondo, hasta el corazón. La envidia y el desconsuelo que a veces le asomaban al alma por no ser él quién lograra aflorar todo aquel sentir, aquella dicha, se aliviaban con la sublime adición a verla dichosa.
Recordó que una vez, en una tarde de confidencias, abrazados entre sábanas aún revueltas, ella le había preguntado:
-        ¿Qué quieres de mí para hacerte feliz?
Ferdinand había contestado que tenerla entre sus brazos, pero sabía la verdadera respuesta, la había sabido desde que la conoció, la sabía cada vez que veía una de aquellas fotos.
-       Que seas tú y que te sientas siempre tan dichosa como en esta fotografía, aunque estés lejos– se dijo a sí mismo mientras acariciaba la silueta de Lidia con mucha ternura.
 
 
  

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