Aunque Ferdinand sabía que se trataba de una discusión
inútil y que nunca acabaría convenciéndola, era evidente que él llevaba la
razón. Lidia- entre coqueta y convencida- se obstinaba en decirle que no era
guapa, que era del montón, que ya bastaba de engañarla, que el espejo refutaba
lo que él afirmaba. Y él, que la miraba arrobado, nunca entendía por qué
ella no aceptaba lo evidente, por qué no veía su propio encanto, por qué no
aceptaba que era el milagro más perfecto de la creación.
Lo comprobó un vez más cuando recibió su foto, tomada al
vuelo por algún amigo de ella en medio de la fiesta, en uno de esos instantes
cualquiera, sin preparación, sin posado, sólo con la naturalidad hermosa de su cara
limpia. Estaba bella, con esa expresión feliz que a él tanto le enamoraba. Al
verla en una de aquellas fotos ocasionales, en esas instantáneas de instantes,
cuando la cámara congelaba un segundo, un gesto, una onda del cabello, un
movimiento de sus ojos, un apunte gracioso de sus labios deseados, él se
enamoraba todavía más y entonces era consciente de que lo iba a estar siempre.
-
Pásalo bien – le había dicho al despedirla. Y
ella se había alejado mientras él arrancaba el coche sin querer mirarla pero
volviendo la cabeza tres veces para verla marchar.
Era irónico, siempre ocurría lo mismo. Su ausencia se le
hacía interminable, el tiempo se dilataba y el mundo se detenía. Deseaba que
regresara ya mismo, volverla a abrazar y a besar, a ver su carita, sentir la
piel de su mano. Pero ese sentimiento, por fuerte que fuese, se desvanecía
cuando ella le enviaba una foto. Porque la Lidia que amaba, la mujer que le
apasionaba, era precisamente la que aparecía en esos instantes, lejos de él, con
esos ojos vivarachos, inteligentes y penetrantes, esa sonrisa salida del alma,
ese gesto de ventura dichosa, esa sonrisa que contenía el mundo, la vida misma
brotando con esplendor de su reflejo, esa naturalidad con la que ni la propia Naturaleza podía competir.
Le encantaban sus fotografías espontáneas tomadas en un
segundo imprevisto, cuando la cámara la sorprendía indefensa y la luz hurtaba
su felicidad para mostrársela congelada en la imagen y llegarle hondo, muy
hondo, hasta el corazón. La envidia y el desconsuelo que a veces le asomaban al alma por no ser él
quién lograra aflorar todo aquel sentir, aquella dicha, se
aliviaban con la sublime adición a verla dichosa.
Recordó que una vez, en una tarde de confidencias, abrazados
entre sábanas aún revueltas, ella le había preguntado:
-
¿Qué quieres de mí para hacerte feliz?
Ferdinand había contestado que tenerla entre sus brazos, pero sabía la
verdadera respuesta, la había sabido desde que la conoció, la sabía cada vez que veía una de
aquellas fotos.
- Que seas tú y que te sientas siempre tan dichosa como
en esta fotografía, aunque estés lejos– se dijo a sí mismo mientras acariciaba la silueta de
Lidia con mucha ternura.
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