La sucursal del banco que guarda mis pocos ahorros ocupa la
esquina entre la Avenida Lucientes y la calle de Santa Marta, enfrente de mi
casa. Es un edificio modernista, de seis plantas, cuatro de las cuales
pertenecen a la institución. La jerarquía de la empresa se refleja en la
organización. Arriba, tras varios controles de seguridad y un guardia de metro
noventa con porra y esposas en el cinturón, están los despachos del Presidente
y de los consejeros. Debajo los directores operativos departamentales como el
siempre huraño director financiero y la más huraña- y temida- directora de
personal. En el primer piso, empleados de diversa índole y el director de
sucursal, un tipo que no me cae nada simpático. En la planta baja, la que da a
la calle, las oficinas abiertas al público con una entrada doblemente encerrable
por persianas para que, durante la noche, alguien pueda sacar dinero de los dos
cajeros automáticos que la entidad pone a disposición de los clientes sin que
pueda siquiera acercarse a las oficinas interiores.
No acudo mucho al banco pero hace cuatro semanas, un sábado,
me encontré con que apenas tenía dinero en la billetera, de modo que decidí
acercarme al cajero para sacar doscientos euros. Era ya un poco tarde, quizás
las tres de la tarde y, a esa hora, por supuesto, todo estaba cerrado a cal y
canto excepto la sala de expendedores automáticos.
Mientras introducía la tarjeta en la ranura me fijé en
él. En la repisa de uno de los cajeros
había un vaso de plástico con una nota manuscrita y algunas monedas. La nota decía:
“Estoy desempleado y no tengo hogar. Este cajero me
sirve para pasar la noche. Por favor, déjenme una ayuda y Dios se lo pagará”.
Lo curioso es que había monedas. Bastantes. En este mundo
lleno de mangantes y sinvergüenzas, las personas que acudían a extraer dinero
habían tenido la honestidad de no tomar lo que había en el vasito y, por el
contrario, donar algo para el desconocido de la notita. O, quizá, todo fuera
debido a que dos cámaras enormes colgadas del techo vigilaban hasta la
respiración de los que entrábamos en el cubículo. Quién sabe si aquel dinero
permanecería allí si aquellos ojos mecánicos no estuvieran observando.
Conté los billetes que el aparato me entregó y, antes de
irme, releí la nota. Salí y aproveché para tomarme un café con un pastelito en
la cafetería de enfrente, justo bajo el balcón de mi apartamento.
Por algún motivo, aquel vasito había despertado mi
curiosidad. ¿Quién sería el alma que lo había puesto allá? ¿Lo haría cada día?
¿Desde cuándo? Deduje que sólo se atrevería a hacerlo durante los fines de
semana porque en los laborables la mucha afluencia de público haría a buen
seguro desaparecer la limosna en menos que canta un gallo. Durante el sábado y
el domingo uno tiene que entrar en el local casi en exclusiva, sin que pueda despistarse entre la
multitud que deambula por el banco, las cámaras graban en directo tu careto y
debe dar reparo, de ser uno un potencial ladrón, o sea lo que somos todos, hurtar
las monedas ante la vista del segurata fija en uno mismo.
Fue un impulso. No tenía nada que hacer y decidí espiar los
movimientos del cajero y averiguar quién era el pobre desgraciado que dormía en
aquel lugar. Lo tenía fácil, el banco cae justo enfrente de mi casa. Subí a mi
apartamento, cerré los visillos dejando sólo una rendija apropiada, me senté
con comodidad y tomé mis prismáticos. Me sentía en parte un imbécil, y en parte
el inspector Poirot.
No pasaba mucha cosa, todo hay que decirlo. Era otoño, hacía
frío y amenazaba lluvia. Eso había hecho que la gente se quedara en casa. Hacia
las cinco, una señora entró en la sucursal. A través de la cristalera pude
distinguir con mis catalejos lo que hacía. Sacó trescientos euros y puede
incluso ver el código que marcó en el teclado. Lo cierto es que es más fácil
robar de lo que se piensa. Cuando estaba tomando el recibo, abrió su monedero y
echó unas monedas en el vasito, lo que me agradó. El menesteroso desconocido
podría, por lo menos, comer un bocata caliente esta noche.
Tres cuartos de hora más tarde, entró una pareja. Mediana edad,
discretamente vestidos, él con un paraguas grande en la mano y ella con un
abrigo pasado de moda. La señora fue la que se encargó de usar la tarjeta
mientras el caballero leía la nota del vasito y lo tomaba varias veces. Estuve
convencido, en la distancia, de que tuvo la tentación de llevárselo pero ella
terminó en ese momento de recoger el dinero y tiró de su brazo, quitándole la
idea de un plumazo.
Otros dos hombres, jóvenes esta vez, pasaron por el cajero
antes de las siete y ambos apenas prestaron atención al vaso. Uno, en un
descuido, estuvo a punto de hacerlo caer y, al percatarse, volvió a colocarlo
en el lugar. Ninguno de ambos dejó limosna.
No sé qué ocurrió de ocho y media a nueva y media porque el
sopor y la calefacción me hicieron dar una cabezadita. Al despertar, no
obstante, dirigí los prismáticos hacia la estantería y comprobé, con gozo, que
el vasito seguía allá. Afortunadamente, la luz del banco permanecía siempre
encendida de modo que no tenía problemas de visión. Era ya noche cerrada y supe
que hacía frío cuando vi que la gente caminaba deprisa con el cuello del gabán
levantado para cubrirse mejor el cuello y las orejas. Mi hombre debía estar a
punto de llegar. O mujer.
Me lo imaginaba con un carrito y unos cartones. Suponía que
entraría cuando ya sería tarde, extendería su cama maltrecha en una esquina y
apoyaría sus pocas pertenencias contra la pared, justo donde había pegado un
gran cartel de propaganda que prometía el regalo de doce copas de cristal de Orense
si uno mantenía un saldo medio de cinco mil euros, sin duda un gran negocio…
para el banco. Pensándolo mejor, supuse que el individuo que yacía por las
noches en aquel cajero, tomaría primero las monedas del vasito e iría a
comprarse algo de cena, quizá la única comida del día. Se duerme mejor con el
estómago lleno. Me pregunté por la seguridad del pobre desgraciado. Dormir en
el suelo, en una “habitación” en la que entra cada cierto tiempo un
desconocido, sospechar en cada mirada una llamada a la policía o una patada o
un navajazo, debe ser aterrador.
En la siguiente media hora entraron dos
mujeres. Una de ellas cogió el vaso, volcó las monedas sobre su mano y las
contó. Finalmente, volvió a depositarlas en el recipiente, no sé si porque le
pareció poca cantidad para arriesgarse o porque su conciencia le dictó hacerlo.
A las diez, fui un rato a la cocina para prepararme un sándwich
y, cuando regresé, la situación era la misma. El vaso seguía en su lugar.
No había contado con que el mendigo se acostara tan tarde
pero, pensándolo bien, imaginé que reducía el riesgo de ser expulsado o de que
alguien llamara a la policía si permanecía cuanto menos tiempo mejor en lo que
era una propiedad privada. Supuse que era un canje de "sostenibilidad del hostal”
–por así llamarlo- a cambio de pocas horas de sueño O quizá, justo aquel día,
había recibido mayores limosnas y podía haberse pagado una pensión.
Divagué sobre el tipo. ¿Qué le habría conducido a esa
situación? ¿Sería una desamparado de los de siempre? ¿Drogadicto, quizá? ¿O,
por el contrario, uno de los muchos afectados por la crisis que, un día, de
repente, se queda sin empleo y el banco- quizá este mismo- le embarga la casa?
¿Aparecería sólo o llevaría un niño? Se me revolvía el estómago de pensarlo. Yo
allá, espiando y haciendo el gilipollas, mientras una criatura pasaba frío y
hambre en la sucursal. Quizá debiera preparar unos bocadillos y bajárselos.
Invitarlos a mi casa sobrepasaba mi capacidad de empatía y humanidad.
Dieron las doce. Lo cierto es que me caía de sueño pero la
curiosidad podía más. Después de tantas horas vigilando el local, no iba ahora
a ceder. Al cabo, al día siguiente era domingo y podría dormir tranquilo una
vez que viera quién era mi misterioso invitado. Pasó un policía que miró de
reojo el perímetro del banco. Más tarde, casi a la una, dos jóvenes de la alta
sociedad si juzgamos por sus ropas de marca, entraron. No podía oír sus
comentarios pero por los gestos estaba claro que se reían del vaso y del que
lo había escrito allá. El caso es que, tras el cachondeo, dejaron unas monedas.
El vasito, a lo que atisbaba a ver, estaba casi lleno. Imaginé que habría ya
cerca de cincuenta euros. ¿Quién sería el individuo al que esperaba entre
las sombras de mi salón?
Me quedé dormido y me desperté sobresaltado. Miré el reloj y
eran las cuatro. Mierda, pensé. Estaba seguro que ya era tarde y que el tipo
habría entrado y estaría ya dormido. Tomé los prismáticos, convencido de que
ahora sólo vería un bulto en el suelo, y me llevé una sorpresa cuando observé
que el vaso seguía en su lugar, más lleno que antes, sin rastro de ninguna
persona. Extraño.
Me tomé un café. No estaba dispuesto a perderme la
resolución del asunto. Aquel desconocido era pobre y trasnochador, pensé.
A las cinco, una sombra se acercó desde el otro extremo de la
calle Santa Marta. Mis nervios se tensaron. Algo en mi interior me decía que
era el hombre. En la oscuridad de la noche no podía distinguir todavía detalle
alguno. Debía esperar a que se acercara a la luz del banco para poder ver al
individuo. Caminaba decidido, sin temor. No llevaba ningún carrito ni ninguna
bolsa, ni cartones ni mantas. Así pues, debía ser más pobre de lo que
imaginaba. No tenía nada el pobre desgraciado.
Por fin, llegó junto a la cristalera y se detuvo ante la
puerta. Dudé entonces de que fuera él. En realidad, el hombre vestía un abrigo
negro que parecía de los buenos, llevaba guantes y una bufanda que me pareció
de marca. Chasqueé la lengua con frustración. Debía ser uno más que buscaba
sacar dinero del cajero, alguno que se habría quedado sin pasta en el casino o
en los bares de copas que cierran tarde.
Ajusté el prismático y enfoqué a su cara. No puede evitar mi sorpresa. Era Elías Manjente, el director de la sucursal. Le conocía bien porque tuve una disputa con él a raíz de un crédito que no me concedió el muy capullo. Miré el reloj. Eran las cinco y cinco.
Ajusté el prismático y enfoqué a su cara. No puede evitar mi sorpresa. Era Elías Manjente, el director de la sucursal. Le conocía bien porque tuve una disputa con él a raíz de un crédito que no me concedió el muy capullo. Miré el reloj. Eran las cinco y cinco.
Manjente introdujo un código en el pequeño teclado de la entrada
y, al instante, las lucecitas de las cámaras de seguridad se apagaron. Entró en
la sucursal y fue directamente hacia el vaso. Sacó un sobre de su bolsillo.
Tomó una a una las monedas y fue contándolas antes de introducirlas en el
sobre. Luego, apuntó algo en una libreta y tecleó otra clave, esta vez en el
cajero. Introdujo el sobre en él y pulsó otra tecla. Finalmente, volvió a
activar las cámaras.
Noté claramente que sonreía cuando se giró para salir.
Antes, colocó el vaso en posición y alisó la nota para que se viera bien.
Al salir, se frotó las manos enguantadas pero no me pareció
que era por el frío sino de satisfacción. Lo peor es que el café que me había tomado no
iba a dejarme dormir.
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