Al llegar al quinto oasis, no pude contener mi enfado.
Así pues, el viejo era un farsante. Me había hecho perder el
tiempo y malgastar el dinero de la Casa del Conocimiento. Peor aún, mi maestro
iba a enojarse conmigo y peligraba mi título académico. No podía comprender el
porqué de aquella chanza, de aquel desprecio por la admiración que yo había mantenido hasta entonces por
Ahmed Inhalad. Siendo benevolente, podría tratarse de una debilidad de la
mente, esa enfermedad que tantas veces afecta a nuestros ancianos. Más aquel
hombre era considerado un sabio, en plenas facultades, al que acudían numerosas
personalidades del imperio, un venerado maestro que era conocido por su bondad
y su honestidad. Me había engañado a mí con una perversidad y una alevosía que
me enervaba.
Mandé dar media vuelta inmediatamente y la pequeña caravana
se dirigió a oriente. Tardaría todavía casi una semana en retornar a Al-Qáhira pero
estaba decidido a enfrentarme con aquel viejo por muy sabio que él fuera y por
muy joven estudiante que yo fuese. Durante el retorno, mi enojo era tal que
apenas pude pensar con frialdad ni ordenar mis ideas. Tiempo habría después. Decidí
ocultar de momento el asunto a mi maestro Ibn Yazid. Prefería esperar hasta
encontrarme con el anciano y tener una idea más clara del porqué de aquella
traición.
Nada más llegar a mi casa, me agaché frente a mi camastro y
moví uno de los tablones que cubrían el suelo. Tenía allá una pequeña caja con
llave en donde guardaba mis últimos ahorros. Conté las monedas. Eran
suficientes para el viaje que pretendía hacer aunque me quedaría sin reserva
alguna. Me dirigí aquella misma mañana al barrio antiguo y no me fue difícil
contratar dos cabalgaduras y un guía que conocía la región.
Al mediodía, cuando el sol brillaba en lo más alto del
cénit, nos pusimos en camino. Yo no tenía gana alguna de charlar con el guía y
él parecía hombre de pocas palabras. Mejor así. Tenía cuatro días por delante hasta
llegar hasta la pequeña aldea de Galf Kafra, donde Ahmed Inhalad vivía. Sólo
entonces, en medio del desierto, mi cerebro comenzó a ordenar lo que hasta
entonces había ocurrido.
***
Todo había comenzado un año atrás. Yo, a mis veinte años,
estudiaba en la Casa del Conocimiento, en la gran capital cairota. Desde que
llegara a mi pubertad había compartido escuela y morada con mis otros treinta
compañeros. El imperio fatimí estaba en su esplendor y la vida nos sonreía. Éramos
afortunados al estudiar en aquella institución porque no resultaba sencillo ser
admitido en la Dar al-ˤIlm. Gracias a un tío bien situado en
la administración del califa, se me abrieron las puertas de la mejor
universidad del califato. Descubría el mundo en los mapas, al tanto que descubría
mi propio mundo, la vida y el amor. Sólo me faltaba un año para terminar mis
estudios en geografía y mi tutor Ibn Yazid me llamó un día para encargarme mi
trabajo final, el que me concedería el honor de considerarme maestro y poder
enseñar o trabajar en el cuerpo de catógrafos.
-
Eres buen estudiante, uno de los mejores – me halagó
Yazid.
-
Gracias, maestro.
-
Es cierto. Eres prudente, dedicado, curioso, no
escatimas esfuerzo en el estudio. Serás un buen maestro de geografía,
investigarás con acierto y ampliarás los conocimientos que tanto necesitamos
sobre nuestras tierras y las de nuestros enemigos. Los geógrafos son
importantes, como sabes. Sin ellos, sin sus mapas, sin sus cartografías, nuestras
caravanas se perderían en los desiertos, nuestros ejércitos no hallarían los
caminos por donde penetrar en territorio enemigo, nuestras ciudades estarían
aisladas y el mundo permanecería desconocido.
-
Lo sé, maestro- contesté-, por ello he intentado
aprender todo lo posible. Deseo ser un sabio como lo sois vos.
-
Hasta hora, mi buen Selim, sólo has aprendido teoría,
has memorizado libros, has aprendido a comprender los mapas antiguos y
manufacturar los modernos, conoces que existen, mucho más allá de nuestras
fronteras, la India y Nubia, Córdoba y Sajonia, Persia y las selvas donde
habitan los leones.
-
Así es, maestro.
-
Pero no has visto nada, mi buen joven. La
realidad es que no conoces nada. Has leído mucho pero no has observado la
realidad.
-
Espero viajar frecuentemente una vez que logre
mi título.
-
Lo harás, lo harás. Con seguridad. Más para
poder salir al mundo siendo un maestro has de haber viajado por ti mismo antes
de obtenerlo.
-
Lo estoy deseando, maestro- contesté con
entusiasmo.
-
Lo sé. El último trabajo que has de realizar
aquí será un viaje científico.
-
¡Cómo me alegra esta noticia! – exclamé.
-
No será un viaje de placer ni te haré ir a los
lugares que todos conocemos. ¿Qué aportarías de nuevo si, como miles antes, escribieras
sobre las grandes pirámides que se asientan en las afueras de Al-Qáhira? ¿Qué
tendría de interés el que te enviara al oasis de Siwah? ¿O que viajases hasta
El Andalus, del que ya está todo escrito? No, un maestro debe añadir
conocimiento nuevo, ampliar lo que la ciencia conoce, buscar e investigar.
-
Estoy dispuesto a hacer todo aquello que me
encarguéis- contesté.
-
Habrás de averiguar cuáles son los cinco oasis
más bellos del imperio, bien sea en Egipto o en Libia, visitarlos,
cartografiarlos y describirlos con la mayor exactitud que te sea posible.
-
Me place el encargo- repliqué- Los cinco más
bellos deberán ser Siwah o Kharga, quizá Bahariya o Kufra. ¡Estoy deseoso de
partir!
-
No me estás entendiendo.
-
¿Por qué, maestro? – quedé sorprendido.
-
Todos esos oasis que has mencionado son bien conocidos
por comerciantes, geógrafos y soldados. Son hermosos, sí, pero no sabemos si
son los más hermosos ya que nadie ha buscado otros lugares con los que
compararlos. Ninguna caravana se atreve a adentrarse en el desierto por rutas
desconocidas. Prefieren, con lógica, seguir los caminos seguros y protegidos.
-
Pero es que en el desierto sólo hay peligros y
muerte si uno se aleja de los oasis.
-
¿Y cómo sabes que no hay otros oasis? ¿Cómo
afirmas que los que ya conocemos son los más bellos si ni siquiera hemos
cartografiado el resto?
Comprendí. Por un lado, me apené de no poder visitar los paraísos
que describían los libros pero, por otro, me alegré pensando que sería yo el
geógrafo que iba a descubrir nuevas rutas, nuevas hermosuras.
-
¿Por dónde empezaré, maestro?
-
No sería justo que te enviara solo al desierto.
Morirías y no podrías desarrollar tus conocimientos en la larga vida que te
deseo. Vas a tener ayuda. Primero, pondré a tu disposición una pequeña caravana
de seis camellos y doce hombres entre guías y servidores. Te protegerán de
maleantes y fieras, te darán de comer y te cuidaran para que puedas realizar el
objetivo que te encargo.
-
Es mucho más de lo que merezco. Podré tardar
años en localizar los parajes.
-
Tampoco sería justo que, siendo tan joven, te
dejara tan ímproba tarea sólo a ti. Al cabo, ya hay otros que han transitado
por todo el país, que han aprendido y que han sufrido bajo el implacable sol.
Hay que aprovechar siempre la experiencia de nuestros congéneres.
-
¿Qué queréis decir, maestro- pregunté.
-
¿Has oído hablar de Ahmed Inhalad? – me preguntó
Yazid.
-
Por supuesto- contesté.
Cualquier en el imperio conocía el nombre de Ahmed Inhalad.
Era un sabio venerado, santo en su corazón y sabio en su cabeza. Vivía de
modesta manera en una pequeña aldea no lejos de Al-Qáhira, a apenas cuatro
jornadas, y sus dichos y consejos eran valorados hasta por el propio Califa.
-
Ahmed es un viejo amigo mío. Aunque la vida nos
ha separado y llevado por caminos diferentes, siempre hemos mantenido un
estrecho contacto.
-
¿Y en qué puede ayudarme?
-
Ahmed ha visitado el país y lo conoce como la palma
de su mano. No es un científico, sin embargo. No le interesan los mapas ni
dejar escrito lo que ha vivido. Como él suele decir, sólo le interesa vivirlo,
sentir el mundo y los paisajes, emocionarse.
-
Un poeta- concluí.
-
Algo así, joven estudiante. Algo así. Y no se te
pase por la cabeza que los poetas no son importantes porque quizá la poesía sea
el más necesario de los oficios- calló por un instante- . Sea como sea, lo que
te pido es que preguntes a Inhalad - una carta bastará-, cuáles son los cinco oasis más hermosos que él
ha visitado. Estoy convencido de que no serán los que aparecen en los libros.
Una vez que tengas los nombres y sepas dónde están ubicados más o menos, marcharás
con tus sirvientes, dibujarás los mapas, harás gráficos e imágenes, describirás
con precisión tales lugares y las costumbres de sus moradores, analizarás si
pueden defenderse en caso de guerra, los manantiales de agua que existan y
catalogarás plantas y aves. Se tratará de parajes que antes no han estado en
los libros. Ampliarás tu conocimiento y el conocimiento del mundo. ¿Por qué
hemos de ser menos que la Casa de la Sabiduría en Bagdad? – sonrió con
complicidad.
-
Seremos mejores- contesté con respeto e
ilusionado.
Tal como me había indicado Yazid, aquella misma noche
preparé la carta que salió al día siguiente con un mensajero que se dirigía al
sur. Tras seis o siete borradores que acabaron en el fuego de mi alcoba, di con
una versión que me satisfizo.
Venerado Ahmed Inhalad, que bendecido seáis por
Dios y el Profeta:
Habéis de perdonad mi atrevimiento al robaros vuestro tiempo
pero sé que sabréis disculparme al indicaros que lo hago por indicación de mi
maestro, Ibn Yazid. Mi nombre es Selim y curso el último año de los estudios de
geografía en la Dar al-ˤIlm. Mi maestro Yazid me ha encargado la noble tarea de
visitar, cartografiar y describir los cinco oasis más bellos del imperio. Yo,
en mi modestia y falta de conocimiento, no sé cuáles son estos pero colmaríais
mi corazón de alegría si pudierais decirme cuáles son los cinco oasis que
consideráis más hermosos de todos cuantos hayáis visitado en vuestros viajes.
No dudéis que os haré llegar una copia, escrita en seda, de mi trabajo, una vez
que lo redacte y que haré constar en él que ha sido posible escribirlo gracias a
vuestra sabiduría.
Terminaba la misiva con una serie de fórmulas corteses y
habituales. Revisé el texto por última vez, enrollé la hoja y la sellé con un
poco de cera roja. Dormí intranquilo toda la noche soñando con los parajes maravillosos
que yo iba a dar a conocer a mis colegas.
La respuesta se demoró casi dos semanas en las que apenas
comí atenazado por los nervios. Por fin, una tarde, un mensajero me entregó en
la residencia un pliego doblado. Antes de abrirlo, ya presentí que era del
viejo sabio.
Joven Selim:
Te saludo con afecto. Si es que mi buen amigo Ibn te
recomienda es que debes ser un muchacho inteligente y bueno de alma, que es
todo lo que necesito saber para ayudarte si es que mis pobres y escasos
conocimientos te pueden servir de algo.
Preguntas por cuáles son los cinco oasis más hermosos del
reino. Me ha gustado la pregunta porque me ha obligado a recordar mis viajes,
mis experiencias. No ha sido fácil seleccionar cinco. Hay tantas maravillas creadas
por Alá para nuestro deleite. Dejar muchas de ellas a un lado es casi
pecaminoso porque todas ellas merecen ser alabadas como obra del Creador. Pero
no quisiera complicarte la elección, de modo que tras meditarlo, escribo aquí
los cinco que me han resultado más hermosos.
El primero es Tarik J’aum, que encontrarás a tres días de
camino hacia el sur de Arkayah. Recuerdo bien sus cielos rojos intensos al
atardecer, las aguas cristalinas y las frutas sabrosas y tiernas que comí
cuando allá estuve. Hasta el aire es cristalino en sus cercanías.
El segundo es Saoah, a dos días de camello al este del oasis
de Farafra. Las palmeras son altas y están repletas de dátiles, hay una cascada
de agua fría y pura cuyo sonido calma el corazón y lo acerca al Divino. Viven
allí personas tranquilas y amables que te darán a probar la mejor leche de
cabra que yo haya tomado jamás. Las estrellas se ven especialmente puras bajo
sus noches.
El tercero es Bal-altak, a doce millas de Al-Jartyih. Es
difícil de encontrar y quizá sea por ello que permanece límpido y puro como
cuando fue creado por Alá. No podrás creer la belleza de su palmeral, tan denso
que bajo él uno siente incluso frío. Y, sobre todo, se siente protegido.
El cuarto es In-Aljah, al norte de Lyb-al-Unh, casi en la
frontera con Nubia. Habrás de caminar cien mil codos y hacer largas jornadas si
quieres dar con él, pero lo merece porque hallarás un edén que me es difícil
incluso describir. Qué belleza de naranjos, tan floridos y exuberantes. Aún
tiemblo al recordar todo lo que sentí el día que lo visité. Y sus gentes son
tan hospitalarias.
El quinto, por último, es Transamah, a cuatro días de donde
ahora resides. Recuerdo bien la sensación de bienestar al estar reposando junto
a su lago central, con los pájaros escondidos en las frondas ofreciéndome un
recital de sonidos celestiales. Los pesares huyen cuando uno está en Transamah.
Saluda al buen Ibn Yazid y dile que espero que me visite
antes de que seamos demasiado viejos para reconocernos.
Quedé entusiasmado. Sin duda, mi trabajo iba a lograr el
reconocimiento que esperaba y ansiaba. Jamás había escuchado el nombre de
aquellos cinco lugares y ya se me hacía la boca agua imaginando a mis colegas
alabar el haberlos cartografiado y catalogado por primera vez en la historia. ¡Los
cinco oasis más hermosos del mundo, nada menos! Estaba deseando ponerme en
marcha y mi cabeza bullía llena de planes e ideas.
La burocracia hizo que el viaje se demorara. La Casa del
Conocimiento necesitó días para pagar a mi acompañantes; más días aún se
precisaron para avituallarse. Mis nervios se consumieron durante casi dos meses
hasta que, por fin, me vi en medio de las dunas, sofocado por el sol implacable y sediento, pero feliz de emprender
el viaje.
Llegamos a Tarik J’aum casi al atardecer de un día pesado y
largo. Recordaba bien las palabras de Inhalad acerca de los atardeceres
bermejos y las frutas sabrosas. Iba ya siendo hora de comer con dignidad y
lavarnos en las aguas del oasis. A medida que nos acercamos, sin embargo, quedé
confundido. Cierto era que había un oasis pero más parecía una charca con
cuatro palmeras que lo que el viejo me había insinuado. Como ya estaba
anocheciendo y estábamos demasiado cansados, cenamos un poco de cordero aromatizado
y bebimos del pequeño estanque situado en medio del lugar. El cielo no estuvo
rojo aquella tarde, más bien brumoso y gris, pero lo achaqué a alguna tormenta
lejana de arena que habría cubierto la atmósfera con un difuso manto.
Al amanecer, mi perplejidad aumentó más aún. Aquello no
tendría más de trescientos codos de largo por doscientos de ancho, la charca
central era de agua limpia pero no daría de beber a una caravana grande de
beduinos y las palmeras contenían pocos dátiles. No había rastro de habitantes
aunque algunos excrementos de oveja me hicieron pensar que, de tanto en cuanto,
algún rebaño errante abrevaría allá. Me pregunté si habría dado con el lugar
descrito por Inhalad. Quizá me había desviado de la ruta. Una enorme decepción
se apoderó de mí. Con todo, me dediqué a mi trabajo con profesionalidad. Consumí
un día en realizar el mapa y dibujé imágenes de todo cuanto vi. Escribí cada
detalle que pude observar y catalogué las pocas plantas que encontré.
Dos semanas después nos encontrábamos frente a Saoah. A este
oasis llegamos de mañana, pocas horas después del amanecer. Supimos que
estábamos cerca antes de verlo porque los dromedarios olisquearon el agua desde
muy lejos. Al poco, lo divisamos. Era frondoso, sin duda, y de mayor tamaño que
el de Tarik pero, comparado con las fabulosas descripciones que yo había
estudiado sobre los grandes oasis del reino, parecía un pequeño jardín.
Más tarde, vi que lo que el viejo Inhalad llamaba una cascada
de agua era sólo un pequeño salto de un arroyo que pugnaba por fluir entre unas
rocas de aristas romas. Los pocos habitantes del oasis nos saludaron como a
emisarios del Califa, con un respeto inapropiado que denotaba que no conocían
muchos extraños y que por allá no pasaba casi nadie. Nos sirvieron leche y
dátiles, aquella agria y aguada, estos insípidos. Mi perplejidad era enorme.
Estaba convencido que seguía correctamente la ruta, para algo era yo casi un
geógrafo autorizado. Saoah estaba bien, se podía reposar y reavituallarse pero
en modo alguno hubiera dicho yo que era un oasis hermoso. Conocía varios
jardines en Al-Qáhira mucho más bellos que aquel lugar.
Volví a reprimir mi angustia y mi decepción y me centré en
mis tareas cartográficas. Esta vez me llevó tres días realizar mi labor pero
quedé satisfecho de lo escrito. Al menos, Saoah sí podría constituir un refugio
para un batallón de soldados en caso de emergencia porque una cercana colina
pedregosa ofrecía un buen lugar de avistamiento y defensa.
Bal-altak estaba tan alejado que nos tomó casi un mes
divisarlo en el horizonte. Era ya casi de noche y, en esta ocasión, me animé
porque las estrellas relucían espléndidas en el cielo limpio del desierto. Cuando
montamos el campamento era tanto el cansancio que, tras una frugal cena, nos
acostamos agotados. La nueva decepción,
que ya empezaba a convertirse en habitual enojo, llegó por la mañana. Palmeras
las había, sí, y estaban apretadas las unas contra las otras, sí, pero era
porque el manantial de aguas subterráneas que proveía el oasis era tan
minúsculo que la vegetación debía apiñarse en torno para no ser quemada por el
calor asfixiante de cada día. ¿Qué habría visto Ahmed en aquella tierra? La certeza
de que me habían burlado comenzaba a surgir en lo más hondo de mi mente. Nuevamente,
con una profesionalidad puntual y exacta, hice mi trabajo y recogí todos los
datos de que fui capaz.
In-Aljah nos exigió dos meses de camino agotador. Cruzamos
áreas pedregosas en las que ni siquiera las serpientes podrían resistir, zonas
de dunas de hasta treinta codos de altura que se movían con lentitud pero lo
suficientemente rápido para confundirnos en nuestras coordenadas; paisajes
telúricos y amenazadores que nos resecaban los labios, la lengua y el espíritu.
Como el viejo Ahmed me había escrito, el oasis estaba cerca de Nubia y en todo
aquel periplo sólo nos cruzamos con una patrulla de soldados armados que, para
colmo de males, nos informaron de la presencia de ladrones enemigos en las
proximidades.
El Profeta nos bendijo porque, todos vivos y sin
enfermedades notables, arribamos a In-Aljah una tarde en que nubes vacías de
agua, ensombrecían el cielo. Se trataba de un oasis grande, quizá de una milla
de largo pero en absoluto era un Edén como mi interlocutor me había anunciado.
Estaba poblado por gentes miserables que apacentaban pequeños rebaños de cabras
y alguna que otra vaca. Eran pobres de solemnidad y vivían en chozas de adobe
mal construidas. A un lado, hacia el este, se veía el lago que proveía de agua
al pequeño vergel y, allí, sólo allí, había unos cuantos naranjos que si bien
estaban floridos y desprendían un agradable aroma, ocupaban sólo una pequeña
parte de todo el lugar. No pude imaginar lo que Ahmed había sentido pero yo
volví a inundarme de rabia y de frustración. Me llevó dos semanas el preparar
toda la documentación necesaria antes de dar la orden de dirigirnos al último
de los oasis mencionados en la carta, ya de camino de regreso hacia la capital.
Transamah fue el peor oasis de todos, apenas un barrizal
medio seco, con cuatro limoneros y cinco granados; unos pozos agónicos y que
empezaban a rezumar sal y unas aves que más graznaban que piaban. Fue entonces
cuando mi ira se desató y maldije todo el viaje. Aun así, en medio de mi furia,
cumplí con mi deber de geógrafo e hice el mapa correspondiente con toda la
precisión que pude.
Regresé cabizbajo y enfadado. ¿Por qué a mí?
***
El camino hasta Galf Kafra fue tranquilo. Mi guía conocía la
ruta e hizo que cada noche descansáramos en aldeas o en oasis mucho más
decentes que los que yo había visitado.
Era mediodía. La
aldea me resultó fea, sucia, sin nada que destacar en ella, pobre y
ruidosa. Uno de esos lugares a los que uno nunca se iría a vivir si es que la
vida no le obliga a ello. Me sentí privilegiado de tener una alcoba en la Casa
del Conocimiento, de conocer Al-Qáhira, de haber navegado el gran río, de
haberme admirado con las pirámides de nuestros antepasados. Estas pobres gentes
jamás podrían imaginar siquiera la grandeza del imperio.
Nada más llegar pregunté por Ahmed Inhalad y enseguida me
dieron noticias de él. No era difícil porque se trataba de una pequeña aldea en
donde, sin lugar a dudas, todos se conocían entre sí. Al parecer, el viejo
vivía en las afueras, en una choza mal arreglada, junto a una hija que le
cuidaba. Allá me dirigí, tras decir a mi criado que esperara en el albergue del
otro lado del pueblo. No quería testigos.
Encontré a Ahmed Inhalad sentado frente a su tienda,
dibujando garabatos con un estilete en el polvo del suelo. A unos cien codos de
distancia divisé a una muchacha que encerraba unas cuantas ovejas en un pequeño
establo y deduje que se trataba de la hija de Ahmed.
Cuando el viejo sintió mis pasos, levantó la cabeza y me
sonrió. Yo he sido bien criado y educado por mis padres y mis maestros, sé que
los ancianos deben ser respetados y amados, pero mi pecho albergaba
resentimiento contra Ahmed y fui brusco al presentarme.
-
¿Por qué? … Soy Selim – dije, de sopetón, sin
atenerme al protocolo, tan querido y apreciado entre nosotros.
-
Sé bienvenido Selim. Imaginaba que vendrías.
-
¿Qué le he hecho para tratarme así?- pregunté.
-
Ven, siéntate junto a mí. Tenemos tiempo, el
enfado y las prisas son siempre malas consejeras - me invitó con su mano a que
me sentara junto a él, cosa que hice.
Olía a azafrán y a cilantro. Algún puchero debía estar al
fuego detrás de la tienda y una ligera brisa traía sus aromas hacia nosotros. Mi
estómago, ajeno a mis elucubraciones cartográficas y a mi rabia, se dejó oír.
-
Te ruego que aceptes mi invitación a comer - me
dijo el viejo- ; conocerás a mi hija también.
-
Pero yo no he venido a comer- protesté- he
venido a saber por qué me ha engañado.
-
Luego, luego – dijo Ahmed-, hay tiempo, joven
Selim, hay tiempo. Sin duda, nos debemos una larga conversación, pero antes
debemos calmar las necesidades del cuerpo.
Acepté porque estaba hambriento y, de todos modos, tampoco
podría comenzar el retorno hasta la mañana siguiente puesto que transitar de
noche por el desierto puede resultar peligroso.
Quizá fuese por la carne de cordero que comimos, que estaba
deliciosa; por el pan y las frutas cortadas con maestría, jugosas y sabrosas;
por la limonada con hierbabuena que me ofrecieron o por la mirada intensa de
los ojos negrísimos de Aamaal, que así se llamaba la joven, el caso es que fui
calmándome y admití en mi interior que hablaría con el anciano más tarde. No
había necesidad de hacerlo delante de la bella muchacha ni urgencia porque el
mal, si había mal, ya estaba hecho.
-
¿Por qué, siendo un hombre tan sabio y
reconocido, vivís aquí? – pregunté mientras saboreaba un pastelito de almendra.
-
Por qué es hermoso – me contestó Ahmed-, ¿no lo
crees así?
Me abstuve de contestar porque ya tenía, para entonces, una
idea de lo que hermoso significaba para aquel alocado anciano.
Tras la comida, los tres nos sentamos ante la tienda y
sorbimos un zumo de azahar excelente. Pregunté a Ahmed qué dibujaba sobre la
tierra.
-
Siempre hace estas cosas- dijo Aamaal al tiempo
que me sonreía. Me sorprendí por la belleza de aquella sonrisa limpia y dulce.
Yo, geógrafo experimentado, me sorprendía de encontrar algo más hermoso que
cualquier paisaje.
-
¿Qué es? – volví a preguntar.
-
Matemáticas, joven Selim. Ves, estos son
polígonos e intento calcular cuántos de tres lados, caben en uno de doce.
-
¿Y esto sirve para algo? – fui insolente.
-
El conocimiento siempre sirve aunque en el
momento uno no se percaté de para qué. Es como vuestros mapas, quizá no se usen
durante lustros hasta que alguien los necesita.
-
Sí, así es- hube de asentir.
-
Estas figuras pueden ser útiles, por ejemplo,
para cubicar las cosechas, o calcular el espacio que necesitaremos en los
establos, para almacenar con tiento los odres de agua.
-
¿No quieres ver el río? – preguntó Aamaal-
tenemos un río cerca. De allá tomamos el agua.
-
Sí, id, dejadme concentrarme en estos problemas
geométricos.
-
Pero, yo he venido a hablaros, maestro. Ya
imagináis el porqué.
-
Sí, sí, y hablaremos. No te quepa duda. Pero hay
tiempo, la vida es pasar el tiempo. Vamos, haz caso a mi hija y visita el río.
Estará bonito a esta hora de la tarde. Luego, hablaremos, tienes mi palabra.
No supe qué contestar y como un autómata me levanté y seguí
a la chica. Caminamos despacio. Ella me contó que tenía dieciséis años y que
era la última descendiente de Ahmed Inhalad, un vástago tardío y no esperado,
pero muy amado. La madre había muerto a los pocos años de nacer Aamaal y los
otros hermanos habían marchado a trabajar a la capital o se habían alistado en
el ejército. Ellos quedaban en la aldea y se cuidaban mutuamente. Inhalad tenía
el respeto de todos y la joven estaba orgullosa de su sabiduría.
El paseo por el río, he de reconocerlo, fue maravilloso.
Como geógrafo, el cauce era aburrido y anodino, minúsculo en comparación con el
Nilo; la vegetación era pobre y amén de unos cuantos naranjos que alegraban y
coloreaban el paisaje, todo se reducía a un montón de arbustos mal crecidos
entre piedras rojizas. El cielo estaba cargado de polvo y las aves que
revoloteaban cerca eran de plumas poco vistosas. Como geógrafo, aquel lugar era
uno más, nada destacable por nada, un sitio dejado de las manos del Profeta y,
sin embargo, como hombre, me parecía el escenario más paradisiaco que jamás
antes había visto. Me costó entender el porqué hasta que volví a observar los
ojos negros y grandes de Aamaal, sus labios atractivos, la espontaneidad y
alegría con la que me contaba de la vida en Galf Kafra, de los conocimientos
inmensos de su padre, de las fiestas en la aldea. Aquel río se me antojó
hermoso, sorpresivamente bello, cuando sentí muy dentro, muy dentro, el canto
de su voz. En pocas horas me sentí cautivado, embelesado, arrobado por el más
tierno de los sentimientos y la más dulce sensación que yo había sentido nunca.
Al caer la noche, tras piadosamente cumplir con las
oraciones, cenamos bajo una bóveda de estrellas que parecía repleta de astros,
muchos más de los que yo hubiera visto en la ciudad o incluso en el desierto,
como si aquella noche el cielo se hubiera confabulado para ensalzar aquella
aldea. Sin que yo apenas me apercibiera, Aamaal se levantó y se marchó
discretamente. Al mismo tiempo, escuché la voz del anciano.
-
Y bien, joven Selim, creo que querías hablarme
de algo.
-
Creo que sabéis de qué- contesté tras unos
segundos, sin atreverme a mirarle a los ojos.
-
Cuéntamelo, por favor.
-
Os rogué que me ayudaseis en mi búsqueda para
poder realizar el encargo que mi maestro Ibn Yazid me había encomendado. Y os
habéis burlado de mí.
-
¿Cómo puedes pensar así, joven Selim? Te
contesté de corazón con toda la verdad de que soy capaz.
-
¡Aquellos oasis eran horribles! – exclamé.
-
¿Recuerdas lo que me preguntabas en tu primera
carta?- volvió a mirarme y yo, ahora, le mantuve la mirada.
-
Sin duda, os pregunté cuáles eran los cinco
oasis que considerabais más hermosos de todos cuantos hubierais visitado en
vuestros viajes.
-
Es exacto. Y yo te contesté con toda sinceridad
cuáles eras esos cinco oasis.
-
Pero eran lugares feos, maestro. Tarik J’aum era
apenas una charca; en Saoah habitaban mendigos y la cascada de la que me hablasteis
era un chorro sucio de agua; Bal-altak era un bosquecillo apretado de árboles
en torno a un lago menguante; In-Aljah no merece siquiera estar en los mapas y
sus habitantes perecen de pena y pobreza; en fin, Transamah estaba casi seco y
la sal carcomía los pozos. No podéis
creer que eso es hermoso.
-
¿Me permites preguntarte qué es para ti la vida?
-
¿Os burláis? – yo continuaba sorprendido - ¿Qué
tiene que ver esa pregunta con lo que aquí me ha traído?
-
Por favor, respóndeme- suplicó Ahmed.
-
El conjunto de las cosas que nos suceden, de las
personas que encontramos- contesté tras recapacitar brevemente.
-
No es mala respuesta- dijo él-, no es mala
respuesta. No andas descaminado pero falta un matiz en tu contestación. Sí, la
vida es una sucesión de momentos, de instantes, de hechos que nos agradan o nos
duelen, de personas que encontramos en el camino. Sí, así es. Pero, joven
Selim, todo ello no es continuo, la vida es como un desierto.
-
¿Cómo un desierto?- había de reconocer que la
curiosidad estaba pudiendo con mi enojo. El hombre era, sin duda, carismático.
-
Así es. Tú lo has cruzado en estos meses de
viajes. Ya sabes cómo es.. . árido, duro, angustiante, casi siempre igual mires
para donde mires. El desierto hace que nada pueda distinguirse como especial.
-
Sí, he de reconocer que así es. Da miedo en
ocasiones.
-
Cierto, da miedo. Sin embargo, algo atrae a los
hombres a hollarlo desde el principio de los tiempos. ¿Y sabes por qué? Porque,
de tanto en tanto, cuando más lo necesitas en muchas ocasiones, encontramos un
oasis, un remanso de paz, agua para beber y calmar nuestra sed, dátiles para
saciar nuestra hambre, congéneres con los que conversar. Cuando más duro parece
todo, aparece un oasis salvador que lo hace más maravilloso de lo que realmente
es. La alegría de encontrarlo es de las más intensas que el ser humano conoce.
Como un faro en el mar, como una estrella en la noche.
-
No acabo de comprenderos- dije.
-
Esos oasis que encuentras en el camino son todos
iguales en realidad. Un poco de agua que fluye hacia la superficie y vegetación
que se apiña alrededor. Pero nos resultan maravillosos, no por lo que son sino
por lo que significan en nuestro trayecto, porque nos salvan, porque nos hacen
reír y saciarnos, porque indican un preciso instante de nuestra existencia.
-
Pero unos son hermosos y otros no.
-
Es posible pero, dime, ¿te ha gustado mi aldea, Galf
Kafra?
-
¿Y esta pregunta ahora?
-
Dímelo, por favor- insistió él.
-
He de deciros que sí. Jamás pensé que pudiera
existir un lugar tan acogedor, apacible y agradable- repuse sinceramente.
-
¿Es eso lo que pensaste al llegar aquí esta
mañana?- Ahmed me miró fijamente y yo, de refilón, observé que sonreía.
Tuve que reconocer para mis adentros que Galf no me había
gustado nada al llegar. Al contrario, había sentido que se trataba de un lugar
feo, sucio, pobre y ruidoso. Horrible en comparación con Al-Qáhira. Pero
también hube de aceptar que en aquellas horas, sin comprender lo que me había
sucedido, mi opinión había virado como de la noche al día.
-
¿Comienzas a comprender? – me tocó el brazo.
-
¿Qué? – pregunté sin necesidad de hacerlo porque
sí que comenzaba a entender.
-
Tú me preguntaste cuáles eran los cinco oasis
más hermosos para mí. Y son esos, los que has visitado. Déjame que te cuente.
Vi que Aamaal estaba sentada unos pasos por detrás,
escuchando nuestra conversación y sonriendo. Me miraba con atención y con una
dulzura en los ojos que alteraron mi pulso y mi corazón. Una estrella fugaz
cruzó de este a oeste en aquel momento. Ahmed continuó.
-
Te dije que me fue costoso elegir mis cinco
oasis más hermosos porque han sido tantos y tantos lo lugares bellos que la
vida me ha regalado que es una lástima no nombrarlos y honrarlos todos. En Tarik
J’aum conocí a Nadina, la madre de Aamaal y todos sus hermanos. Sí, quizá sea
una charca pero aquel día, cuando yo miraba los ojos claros y la silueta grácil
de aquella mujer, me parecía estar en el paraíso. Pocas veces me he sentido
volar como aquel día. Vimos atardecer juntos, sentados frente a un sol que
descendía majestuoso y que teñía de un rojo intenso el aire, un reflejo
anaranjado que se engarzaba en el pelo de Nadina como por arte de magia. Allí
me enamoré de ella, joven Selim, justo en aquellos minutos en los que el astro
del día se acostaba para dejarnos la noche. No dormimos y contamos las
estrellas errantes que caían durante horas mientras compartíamos frutas que yo
arrancaba de los árboles cercanos. Reíamos como si nos hubieran arrebatado el
entendimiento, disfrutábamos de cada vibración del aire. ¿Cómo quieres que no
sea uno de los oasis más hermosos? No recuerdo imagen ni sentimiento mejores
que los de aquella tarde.
En Saoah concebimos a Abdul, mi hijo mayor
que ahora está sirviendo al califa en el ejército del sur. ¿Recuerdas la
cascada? Quizá es pequeña, sí, he de reconocerlo, pero aquella noche brillaban
intensamente las estrellas y había un viajero que cantaba canciones de amor
acompañándose de una cítara. Por alguna razón de esas que sólo Dios conoce, el
rumor del agua cayendo armonizaba con la música. Aquella noche fue una noche de
amor. Al amanecer nos ofrecieron leche fresca que compartimos como si fuera el
más delicioso néctar, sabiendo ya que ella había concebido.
Y qué decir de Bal-altak. Lo recuerdo bien,
una tormenta de arena nos había encontrado desprevenidos en medio de las dunas.
Durante horas luchamos por sobrevivir y, cuando ya todo parecía perdido y sólo
rogábamos que Alá nos aceptara en el paraíso, vimos a lo lejos ese oasis. ¿Recuerdas
su palmeral? Sí, lo sé, quizá no sea muy grande pero lo apretado de sus troncos
nos resguardo del viento y de la tempestad, sus aguas limpiaron nuestra
garganta de polvo e hizo que respiráramos, las monturas descansaron y dos días
después llegamos sanos y salvos a nuestro destino. Todavía tengo vivas memorias
del viento ululante y de aquellas palmeras que nos protegían de la muerte
segura que nos atenazaba sólo una hora antes. Te juro que Bal-altak era el lugar
más hermoso de la tierra en aquellos momentos.
Y qué decirte de In-Aljah. Casi en la
frontera. Allá nació Aamaal. Volvíamos de un viaje a Bagdad donde yo por
entonces daba clases. No esperábamos que Nadina se pusiera de parto tan pronto.
Cuando comenzó a sentir los dolores estábamos lejos de todo, en medio de la
arena. In-Aljah fue la cuna de Aamaal, el descanso de mi amada esposa y sus
habitantes nos trataron como si fuéramos reyes. Ese oasis es tan hermoso como
lo es mi hija y lo era mi esposa. Nadie puede negarme tal hecho.
Por último, Aamaal y yo llegamos a Transamah
pocas semanas después de que Nadina muriera de fiebres durante el viaje a Luxor.
Estábamos destrozados, no podía entender los designios de Dios, por qué se
había llevado a ella y no a mí. El mundo se había tornado, de pronto, un lugar
inhóspito y horrible. Recuerdo que llorábamos juntos cuando llegamos al oasis.
Comimos de sus frutos y bebimos de su agua. Abrazados, desolados, nos miramos y
supimos que nos teníamos el uno al otro, vi el rostro de Nadina en el de mi
pequeña hija, supe que ella sería como su madre, fuerte, bella e inteligente;
supe que Nadina nunca se iría del todo porque su sucesora en el mundo era
nuestra hija. Allí me reconcilié con Dios y me propuse seguir viviendo. Por Nadina,
por mí, por mis otros hijos, por Aamaal. Transamah me parece todavía un lugar muy
hermoso cuando lo recuerdo en mi alma.
Callamos por un buen rato. Aamaal se nos acercó y se sentó a
nuestro lado. Las pavesas del fuego brincaban hacia lo alto y emitían pequeños
ruidos.
-
Los oasis más hermosos de la vida no lo son
porque haya oro, palmeras o cataratas de agua límpida sino que lo son porque
representan la belleza que ha salpicado nuestra vida, por lo que en ellos te ha sucedido- dijo por fin Ahmed- La
vida es el desierto. Lo que amas son los oasis.
-
Como ahora Galf Kafra para mí- musité, mirando a
la hija de Ahmed Inhalad.
-
Como ahora Galf Kafra para ti- asintió el sabio.
Con el tiempo, llegué a ser un famoso cartógrafo, di clases
en las mejores universidades de oriente, dominé cuatro idiomas y entré en el
consejo del Califa. He vivido la mayor parte del tiempo en Al-Qáhira o viajando por las grandes ciudades del imperio. Mi esposa me dio cinco
hijos y la ancianidad respeta todavía nuestra salud. Miro los cabellos grises de Aamaal y reconozco en ellos todos los oasis que me ha regalado.
En mis mapas siempre hubo seis lugares destacados, con
detalladas descripciones y recomendaciones de visita: Galf Kafra y los cinco
oasis que me diera a conocer Ahmed Inhalad.
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