5/10/25

Débora

 


El calor en Barrineda, una villa pequeña del interior en una de esas provincias mesetarias de las que nadie se acuerda en las grandes urbes, era implacable. Las calles estaban polvorientas y las sombras eran escasas. El verano había llegado con una furia que parecía castigar a sus habitantes por pecados ancestrales que nadie conocía. El cura Federico, cuya estampa pertenecía más a siglos pasados que al actual, lo decía siempre con una voz que estaba entre la resignación y la amenaza bíblica: “Hemos de pagar por el pecado original. Hemos de hacerlo. Culpa de Adán y Eva”, repetía con inútil perseverancia, mientras que sus feligreses pensaban que la causa eran la escasez de lluvias y la casi desaparición del cercano bosque de San Esteban que el Gobierno, una administración lejana y casi desconocida, había decidido talar para exportar madera a otros países. 

En el barrio de San Vicente, de casas bajas y veredas agrietadas, el sol quemaba el asfalto y el aire acondicionado de las pocas familias que podían costearlo se apagaba cada dos por tres por los cortes de energía. Los ventiladores zumbaban inútilmente, y el malhumor se esparcía como un virus entre los vecinos. 

En una de esas casas, en la esquina de la calle Sarmiento, vivía Débora, una mujer de unos cuarenta y cinco años, fuerte pero cansada, con la piel curtida por el sol y años de criar prácticamente sola a sus dos hijos.

Débora era la esposa de Hernán, un camionero que pasaba más tiempo en la ruta que en casa. Hernán era una figura casi mítica en el barrio: alto, carismático, con una risa que resonaba en las reuniones y una habilidad para contar historias que le hacían simpático. Hablaba varios idiomas, regalo de sus viajes con el camión a Polonia y Hungría, podría decirse que era un tipo con mundo. Pero, también era un hombre ausente. 

Sus viajes lo mantenían lejos meses enteros, y aunque siempre prometía volver y encontrar un empleo más estable, nunca cumplía. Conducía a lugares que Débora no podía imaginar. Cuando volvía, traía historias que sonaban a mentira. Luego se iba otra vez. Los vecinos murmuraban cosas, pero los vecinos siempre murmuraban y Débora había dejado de escuchar. Ella, se limitaba a esperarlo, como siempre, con una mezcla de cariño desvaído y resentimiento. Siendo honestos, ya no lo esperaba a él. Lo que echaba de menos era el amor que hubo antaño, si es que lo hubo. Muchas veces pensaba que daba igual quién le diera cariño, intimidad y complicidad. Si no fuese él tanto daría, porque Hernán era tan sólo una memoria antigua y vacía de significado. Los vecinos quizá pensaran que Hernán tenía otra vida en alguna otra ciudad, pero nadie se atrevía a decirlo en voz alta. Ella, en el fondo, lo sospechaba, pero no sabía si realmente le importaba. ¿Era posible revertir los estragos del tiempo?

Ese verano, los cortes de luz eran más frecuentes que nunca. El aire acondicionado de la casa de Débora, un aparato portátil, viejo y ruidoso, que Hernán había comprado en una oferta hacía años, se apagaba cada vez que la red colapsaba. El calor se colaba por las ventanas, y los chicos, Lucas de diecisiete y Sofía de quince, se quejaban constantemente. Débora intentaba mantener la calma, pero los nervios estaban a flor de piel. Cuando la corriente se cortaba, abría las ventanas de habitaciones opuestas y rezaba para que corriese algo de aire. El barrio entero parecía al borde de un estallido: los perros ladraban sin parar, los chicos jugaban en la calle hasta tarde, y las discusiones entre vecinos por el ruido o el espacio en la vereda eran cada vez más comunes. 

Una tarde, mientras Débora fregaba los platos en la cocina, con el sudor corriendo por su frente, Lucas entró corriendo desde la calle. “¡Mamá, papá está viniendo! Un compañero me dijo que lo vio bajar del camión en la gasolinera de Fontaneda”. Débora dejó caer el plato en el fregadero, y el agua salpicó su delantal. Su corazón dio un vuelco. ¿Hernán, de vuelta? No había avisado, como siempre. Pero esta vez, algo en el tono de Lucas la inquietó. Su expresión le delataba, así que preguntó intentando no parecer ansiosa. “¿Y qué más te dijeron?”, le interrogó al chico, secándose las manos. Lucas dudó, mirando al suelo. “Nada, solo que… viene con alguien”.

Débora no quiso preguntar más. En su interior, una tormenta comenzaba a formarse. Fue al patio trasero, donde el calor parecía aún más denso, y se sentó en una silla de plástico descolorida. Recordó los primeros años con Hernán, cuando él aún no era camionero y trabajaba en un taller mecánico. Eran felices entonces, o al menos eso creía ella. Pero los viajes comenzaron, y con ellos las promesas vacías. Débora había sacrificado mucho: su juventud, sus sueños de estudiar, todo por mantener la casa y criar a los chicos. Y ahora, ¿qué traía Hernán consigo?

Esa noche, cuando el sol ya se había escondido y el barrio estaba sumido en otro corte de luz, Hernán llegó. Bajó del camión con su mochila al hombro, su sonrisa de siempre y una joven a su lado. Era una mujer de unos veinticinco años, de mirada tímida y ropa sencilla. Había que reconocer que era hermosa, aunque quién no lo es en la juventud. Los vecinos, que espiaban desde las ventanas o fingían barrer la vereda, no perdían detalle. Débora, parada en la puerta de su casa, sintió que el suelo se abría bajo sus pies.

“Hola, amor”, dijo Hernán, como si nada. “Te presento a Lisa. Es… una amiga. Necesita un lugar donde quedarse unos días. Ya sabes, como dice el padre Federico, la caridad es una virtud cristiana que debemos ejercer. Puede dormir unos cuantos días en el cuarto vacío, ¿no?”. La joven bajó la mirada, incómoda, mientras Débora apretaba los puños. No era la primera vez que Hernán llegaba con excusas extravagantes por su tardanza, pero esto era diferente. Había algo en la forma en que él la miraba, en cómo su mano rozaba el brazo de la chica, que hizo que Débora sintiera un nudo en el estómago.

Esa noche, la casa estaba en silencio, pero no en paz. Lucas y Sofía, la hija, se habían encerrado en sus cuartos, confundidos con su padre. Débora no podía dormir. El calor era insoportable, y el aparato de aire acondicionado, inútil sin electricidad, esperaba silencioso a que el servicio se restableciera. En la oscuridad, escuchó a Hernán hablar en voz baja con la joven en la cocina. No entendía las palabras, pero el tono era íntimo, demasiado íntimo. Por fin, escuchó pasos y Hernán entró en la habitación y se tumbó en la cama, quedando dormido casi al instante. Creyó escuchar que la joven cerraba la puerta de su alcoba. “Quizá esté sacando las cosas de quicio”, se dijo a sí misma, mientras oía el respirar pesado del hombre a su lado. “Quizá”, se repitió, pero el veneno de la sospecha ya estaba en su sangre y en su mente. 

Por la mañana, Hernán comunicó que tenía una entrega urgente pero que era un trayecto breve y estaría de regreso al atardecer. “Le he dicho a Lisa que me acompañe. Así no os molestará en casa y yo tendré compañía para charlar mientras conduzco. ¿No crees que es buena idea?”, dijo a Débora con una sonrisa que la mujer interpretó como una mueca de encubierto cinismo.

Cuando el camión se había ya alejado, dejando tras de sí una polvareda pesada y seca, Débora se levantó y fue al baño, donde guardaba una caja con recuerdos. Entre fotos viejas y cartas de Hernán, encontró algo que no había tocado en años: un frasquito con un perfume que él le había regalado en uno de sus viajes. Era un perfume caro, de una marca que ella nunca pudo pronunciar. Hernán le había dicho que lo usara para sentirse cerca de él cuando estuviera lejos. Pero ahora, ese frasco le quemaba en las manos. 

Débora no era ingenua. Sabía que ese perfume excitaba a Hernán. Había notado cómo sus ojos brillaban cuando lo olía, cómo lo asociaba con su cuerpo femenino. 

En un impulso tomó el frasco y vertió unas gotas en un pañuelo. Luego, sin que nadie la viera, fue al cuarto donde dormía la joven recién llegada y, con cuidado, lo dejó apoyado sobre la ropa de la chica. En unas horas, el aroma impregnaría sutilmente el vestido y los vaqueros que la joven había colocado en el cajón. Si Hernán quería jugar, ella también jugaría. Cuando le regaló esa esencia de flores le dijo que su olor le haría recordarla siempre. Era su perfume, el de ambos y de nadie más. Eso le dijo.

Hacia las siete, como su marido había asegurado al partir, sonaron dos bocinazos y el camión aparcó con una rueda subida a la acera. Hernán descendió con expresión feliz y Lisa bajó decididamente cansada. Se fueron todos pronto a dormir. La joven a su habitación, Hernán junto a ella. Ni siquiera se tocaron.

Al día siguiente, el calor no dio tregua. El barrio estaba más tenso que nunca, con los vecinos discutiendo por un transformador quemado que dejaba a medio Barrineda sin luz. Hernán, ajeno a todo, pasaba el día en el patio, charlando con la joven Lisa como si fueran viejos amigos. Débora los observaba desde la cocina, sintiendo cómo la rabia y los celos se mezclaban con el sudor que le corría por la espalda. Sus hijos podían ser adolescentes pero no eran idiotas. Sentían los cotilleos y las miradas furtivas de los vecinos, eran conscientes de que eran el qué dirán de todo San Vicente. Lucas, que no soportaba ver así a su padre, se fue a la casa de un amigo, mientras Sofía, la hija, le reprochaba a Débora en voz baja: “¿Por qué le dejas hacer esto, mamá? ¿Por qué no lo echas?”.

Débora no tenía respuesta. O sí, pero no quería admitirla. Quizá deseaba que Hernán regresara al hogar, a pesar de todo. Pero esa necesidad estaba teñida de dolor, de años de abandono, de promesas falsas. Y ahora, con esa chica en su casa, sentía que algo se había roto para siempre. Decidió hablar con Hernán. Lo encontró en el patio trasero, tomando una cerveza tibia bajo la sombra de un árbol raquítico. 

“¿Quién es ella, Hernán?”, preguntó sin rodeos. Él la miró, sorprendido, pero no perdió la calma. “Ya te dije, es una amiga. La conocí en un viaje, necesitaba ayuda. No es nada más”. Pero Débora no le creyó. Había algo en sus ojos, en la forma en que evitaba mirarla directamente, que confirmaba sus peores sospechas. La desfachatez de traer a una querida a su propia casa la torturaba.

Esa noche, antes de cenar, la luz volvió por un par de horas, y Débora propuso que todos cenaran juntos en el salón, aprovechando que el aire acondicionado funcionaba. En un aparte, sonriendo, con un tono de voz amigable y cercano, sugirió a la joven Lisa que se pusiera un vestido para celebrar el retorno de Hernán con un asado. Como si fuese una cena de gala, de esas que salen en las revistas de la peluquería, le dijo.

La chica, confiada, se lo puso y bajó al salón para cenar con el resto de la familia. Débora le sonrió ampliamente pero su belleza, fresca y recién llegada a la vida, la consumió por dentro. Sí, olía a la colonia del pañuelo.  

Cuando Hernán entró y sintió el olor del perfume, su rostro cambió. Miró a Lisa, la joven, con una mezcla de sorpresa y deseo. Débora, desde la cocina, lo vio todo. Su plan estaba funcionando, pero no como esperaba. Hernán se acercó a la joven y le habló en voz baja. Débora no pudo escuchar, pero vio cómo él le tocaba el brazo, cómo sus ojos se iluminaban. El perfume, ese símbolo de su privado amor, ahora estaba en otra mujer. Hernán, en lugar de sentirse culpable o confundido, parecía más decidido que nunca. Esa noche, mientras Débora fingía dormir, escuchó a Hernán y a la joven salir de la casa. No volvieron.

Al día siguiente, el barrio despertó con una noticia que corrió como la pólvora: Hernán había decidido irse con la joven Lisa. No a otro viaje, sino para siempre. No se molestó en comunicarlo en casa pero lo anunció en el almacén del barrio, como si fuera una hazaña. Los vecinos, que ya no podían con el calor y los cortes de luz, no sabían si sentir lástima por Débora o indignarse con Hernán. Ella, en cambio, no dijo nada. Se quedó en su casa, con las persianas bajas, mientras Lucas y Sofía, la hija, intentaban consolarla.

El dolor de Débora no era por la traición, una traición sobradamente anunciada que no había sorprendido a nadie. Era por sentirse idiota al pensar que aquel perfume era únicamente de ellos; por su plan fallido; por creer que el hombre había elegido el perfume para ella; por la certeza de que, al contrario, Hernán se lo había regalado probablemente para recordar a otra mujer, no para sentirla a ella. Se sentía estúpida y rota. Pasó los días siguientes en un silencio que asustaba a sus hijos. El calor no ayudaba; el aire acondicionado seguía sin funcionar, las farolas permanecían apagadas por le noche, y el barrio entero parecía hervir de rabia contenida. 

Una semana después, llegó otra noticia. Hernán había tenido un accidente en la ruta. El camión que conducía se había salido del camino, y a él lo habían llevado a un hospital donde murió pocas horas después. Lisa estaba con él y había fallecido en el momento. Los vecinos, siempre ávidos de chismes, hablaban de una maldición, de un castigo divino. Débora no creía en esas cosas, pero no podía evitar sentir que ella había desatado algo terrible.

El verano siguió su curso, y los cortes de luz no cesaron. En casa de Débora, Lucas y Sofía se volvieron más cercanos a su madre, como si el dolor los hubiera unido. Ella, poco a poco, comenzó a salir al patio, a hablar con los vecinos, a reconstruir su vida. El calor seguía siendo insoportable, pero Débora aprendió a soportarlo, como había soportado todo lo demás. 

Comprendió que, en realidad, jamás añoró a Hernán, que no lo necesitó nunca. Lo que había añorado, lo que aún echaba de menos, era el sentirse querida. Por quien fuese. Lo que le era importante era la caricia, no la mano que la diera.

Quizá aún estaba a tiempo de encontrar esa mano que, incluso sin amarla, la acariciara con deseo.   

El verano terminó. Luego vino otro. Y otro más.







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