El aire que salía de los respiraderos del metro se condensaba en pequeñas nubes que brillaban frente a los escaparates. El gran termómetro de mercurio colgaba de la fachada del Banco Cleveland North. Al niño le costó ver hasta dónde llegaba la barra azul porque las luces de las decoraciones creaban demasiados reflejos. Por fin, logró ver la raya. Dos grados, sólo dos grados. No había magia en el frío, solo una necesidad biológica de abrigos de lana cachemira y guantes de piel de ciervo. Los Miller caminaban por la acera con la inercia de los cuerpos que conocen su peso y su lugar en el mundo. El niño, Phil, tenía doce años, una edad en la que el mundo empieza a perder su unidad mística para fragmentarse en objetos, precios y distancias.
Aquella tarde, iban a ver las luces de Navidad, los escaparates de la First Avenue y a comprar pequeños regalos en Gimbels o en otra de los grandes almacenes del centro. Era una tradición. Cada año hacían lo mismo.
Caminaban zigzagueando por la acera porque la calle estaba llena de gente, toda ella caminando apresurada, bajo el frío cortante, el aliento visible en el aire. Los coches llenaban la calzada y se tocaban el claxon los unos a los otros. La ciudad estaba llena de vida y el caos propio de un enorme gentío.
Sus padres avanzaban delante de él. Su padre, Arthur, con el mentón hundido en una bufanda de lana; su madre, Brenda, una mujer de movimientos breves y controlados, levantó el cuello de su abrigo para proteger sus mejillas. No hablaban. El silencio entre ellos no era hostil sino institucional, como el de dos socios que han revisado el contrato tantas veces que ya no necesitan leer las cláusulas en voz alta.
Había una mujer con un niño no lejos de la puerta giratoria. Phil la vio durante un segundo, quizás dos, antes de que el aire acondicionado del interior de Gimbels, sus luces titilantes y la música empalagosa lo cambiaran todo. Su padre consultó el reloj.
Dentro, era otro mundo. Las luces colgaban del techo en racimos de estrellas falsas. Guirnaldas doradas envolvían las columnas. Desde algún lugar invisible llegaba el Winter Wonderland, después el White Christmas, luego Bing Crosby cantando I will be home for Christmas y finalmente otra canción que Phil no conocía pero que sonaba exactamente igual que las anteriores. Su madre dijo algo sobre ir al segundo piso. Su padre asintió sin escuchar realmente.
El segundo piso olía a perfume. No a uno solo sino a todos mezclados en un único olor químico y dulzón que hacía que Phil quisiera respirar por la boca. Había mujeres detrás de mostradores de cristal con batas blancas como si fueran dentistas, pero eran dependientas. Ofrecían muestras en unas tiritas de cartón absorbente de color beige clarito. Una señora, muy delgada, vestida con una chaqueta azul tomó una, la olió y dijo que era un aroma demasiado empalagoso, que no le gustaría a su marido. Un caballero, con corbata y pantalón recién planchado, se detuvo ante un juego de maletas de piel en la sección de viaje. Discutía sobre la calidad de las costuras con un vendedor que sonreía con una dentadura demasiado blanca.
− Phil, puedes subir si quieres al piso de los juguetes mientras nosotros compramos algo para la abuela y el tío George. Regresa a este mismo lugar en media hora, ¿de acuerdo? Planta dos, aquí es donde estamos. Junto a las escaleras mecánicas. Aquí, exactamente. ¿ok? – dijo su madre.
− Y si, Dios no lo quiera, te pierdes, vas al mostrador de información que hay en cada piso y pides que nos avisen por megafonía.− terminó su padre.
Brenda y Arthur besaron a Phil y se alejaron en dirección a la sección de ropa interior con el objetivo de comprar calcetines y calzones, quizá algún pañuelo. Arthur no gustaba de hacer compras y el Department Store le agobiaba, así que deseaba acabar lo más pronto posible y regresar a casa. Estaba leyendo The Sun of Athens Square, un best-seller que le había recomendado su amigo Paul y con desgana había debido dejar la lectura para acompañar a su esposa a comprar los regalos. La Navidad le resultaba siempre molesta, como un estorbo en el camino de la vida que hay que sortear lo antes posible.
Phil levantó la mano en señal de despedida y miró los letreros. Los juguetes estaban en el sexto piso, el último. Los directores de la tienda eran hábiles en el marketing. Colocaban sistemáticamente las cosas infantiles en la última planta, de modo que los clientes tuviesen que pasar por todas las demás. Así, aunque llegaran con poco ánimo de compras, siempre veían algo que les gustaba en alguno de los interminables pisos y acababan adquiriendo algún producto inesperado.
Subió por las escaleras mecánicas. Phil observaba las plantas, desde la altura, a través del patio central. Había abetos, de plástico pero muy realistas, de cinco metros de altura, cargados de bolas de cristal que reflejaban las luces halógenas hasta convertirlas en destellos de sol. Un hilo musical de violines reproducía villancicos con una precisión matemática, despojados de cualquier sentimiento que no fuera el impulso de compra. En la escalera mecánica Phil contó los escalones. Dieciocho hasta el tercer piso. Ascendían desfilando delante de él con un traqueteo monótono. Veinticuatro hasta el cuarto. Los números lo calmaban. Alrededor, todo eran voces y el sonido fuerte y constante de la multitud que compraba porque era lo que se hacía en esta época del año. Comprar. Gastar. Demostrar amor mediante objetos envueltos en papel de colores brillantes y lazos dorados.
El tercer piso era de ropa de mujer. Maniquíes con sonrisas congeladas vestidos con colores que ninguna persona real se pondría. En el centro, había una mesa con suéteres rebajados y un gran cartel que giraba anunciándolos. Phil miró a través de la gente y vio más gente, y detrás más luces, más música, más cosas apiladas en estantes hasta el techo.
El abuelo solía decir algo sobre la Navidad. Phil no recordaba exactamente qué. Algo sobre que antes era diferente, que significaba algo. El abuelo había muerto en primavera y ahora solo quedaban fragmentos de conversaciones que el muchacho no había entendido cuando ocurrieron y que ahora flotaban en su cabeza, ya sin contexto. Todo esto es basura, había dicho el abuelo una vez señalando un escaparate. Basura envuelta en papel bonito. Hay gente que no puede comer y nosotros comprando cosas que no necesitamos para nada. Hay que ayudar a la gente en el momento que lo precisa, no dejarlo para otro día. Su padre le había dicho que no hiciera caso, que el abuelo era viejo y estaba amargado. Por alguna razón, Phil recordaba todo aquello mientras subía a ver los regalos infantiles.
Subió al quinto piso. Juguetes.
Aquí la música era más fuerte. Aquí los niños gritaban con esa alegría aguda que suena casi como un silbato del árbitro de un partido de los White Socks. Las madres arrastraban carritos de compras llenos de cajas. Los padres esperaban contra las paredes con expresión de prisioneros de guerra. Un Santa Claus de plástico de dos metros de altura agitaba la mano mecánicamente. Arriba y abajo. Arriba y abajo. Su cara pintada sonreía sin ver nada.
Phil caminó entre los pasillos. Había muñecas que hablaban, que lloraban, que hacían cosas que las muñecas no necesitaban hacer, todas en cajas de plástico transparente.. Había juegos de mesa con nombres en letras grandes y brillantes que prometían diversión familiar. En uno de ellos, para cuatro jugadores, había que adivinar el nombre de unos animales ya extinguidos que acababan, todos ellos en ‘aurio’. Había pelotas y bates, y pistolas de plástico, y espadas, y cosas que hacían ruido, mucho ruido, porque el silencio no se vendía bien. Le gustaron los trenes eléctricos dando vueltas en circuitos interminables con arbolitos, casas y montañas modeladas con todo esmero. Peluches del tamaño de niños pequeños. Padres arrastrando a sus hijos de un pasillo a otro. Los empleados llevaban gorros de Santa Claus. Algunos sonreían. Otros tenían la mirada vacía de quien ha estado de pie demasiadas horas. En un pasillo, la gente se apartaba ante un robot de hojalata que daba pasos mecánicos de aquí para allá. Un juego de construcción. Una pelota que rebotaba más alto que las demás, según decía el cartel.
Al fondo, donde esperaba pacientemente una larga fila de chiquillos, había un Papá Noel de alquiler sentado en un trono de terciopelo rojo. Era un hombre regordete al que se veía cansado, con barba de nailon que se despegaba por el sudor, escuchando los deseos de niños que ya tenían todo lo que necesitaban.
Phil, en su corta edad, instintivamente, sintió el vértigo de la abundancia. En su bolsillo derecho, sus dedos rozaron unos billetes doblados: su paga para golosinas, dinero que su abuela le había dado esa mañana como si le entregara un secreto de estado.
− Úsalo bien – le había dicho – que, si no, tu abuelo que está en el cielo se enfadará. Compra caramelos o cromos de beisbol si lo prefieres.
Continuó caminando y se topó con una gran cesta en el que había cientos de juguetitos pequeños, todos mezclados y a precios de saldo, uno, dos o tres dólares. Phil metió la mano en el bolsillo. Tenía tres dólares y algunas monedas.
Pensó en el abuelo otra vez. No sabía por qué. Quizás por toda esta gente comprando cosas que nadie necesitaba, algo que tanto enfadaba al abuelo. Quizás por las luces que brillaban con demasiada fuerza y le molestaban. El abuelo había hablado de hacer lo debido en el momento debido, justo cuando era preciso. Phil no sabía qué significaba exactamente. Hacer lo debido era algo invisible que nadie podía señalar. Le vino a la mente la mujer sentada junto a la puerta de entrada.
Tomó un caballito balancín de madera. Pequeño, de no más de diez centímetros de largo. Apretabas en la grupa del muñeco y se balanceaba durante varios segundos hasta que volvía a detenerse. Miró la etiqueta pegada en un costado. Dos dólares y cincuenta centavos.
Lo llevó a la caja. La cajera lo miró con indiferencia, procesó el pago y le entregó una pequeña bolsa de papel. Phil guardó el paquete en el interior de su abrigo. No sentía la excitación de la propiedad, sino la urgencia de una tarea pendiente.
Bajó las escaleras mecánicas en sentido contrario al flujo de la gente, esquivando abrigos de piel y bolsas de papel decoradas con dibujos de muñecos de nieve y cintas de colores. El centro comercial era una máquina que intentaba retenerlo, pero él buscaba el frío. Por instinto.
Atravesó la puerta giratoria. El frío lo golpeó como una pared. Rodeó el edificio hasta la entrada principal.
Allí seguían. La mujer y el niño.
La temperatura había bajado. Phil se acercó a ellos. No sintió lástima, esa emoción condescendiente de los adultos. Sintió una curiosidad física, la necesidad de satisfacer lo que su abuelo le decía y que, ahora, de pronto, parecía comprender. Al entrar, había visto a la señora sin hacerse ninguna pregunta. Ahora, tenía una respuesta.
Se detuvo frente a la mujer. Ella lo miró. Sus ojos eran oscuros, inteligentes, carentes de la sumisión que se espera de quien espera una limosna. Phil sacó la bolsa de papel y, sin decir nada, se la extendió.
Ella no la tomó de inmediato. Observó la mano del niño, luego su rostro. Vio la calidad de su abrigo, la limpieza de sus facciones, la soledad del chico. Finalmente, sus dedos delgados y fríos tomaron la bolsa. Sacó el caballo de madera roja. Lo sostuvo un momento, apreciando su peso, y se lo entregó a su hijo.
El niño pequeño agarró el juguete con una fuerza instintiva.
Entonces, la mujer hizo algo que Phil no esperaba. No le dio las gracias. No bendijo su generosidad. Se inclinó hacia delante y, con una mano que olía a intemperie y a jabón barato, le acarició la mejilla como haría una madre. Fue un gesto breve, una presión de piel contra piel que rompió la distancia social de la ciudad. Su sonrisa fue mínima, una grieta de humanidad en un rostro de piedra.
— ¡Phil!
La voz de su padre cayó sobre él como un peso de plomo. Sus padres estaban allí, a dos metros, con expresión enfadada. Su padre avanzó con pasos rápidos y lo agarró del hombro con una firmeza que rozaba el dolor.
—¿Pero qué crees que estás haciendo? —preguntó su padre, con la voz baja y tensa, la voz que usaba cuando la reputación de la familia estaba en juego.
—Me perdí —dijo Phil, con una calma que los enfureció más.
—¡Te hemos buscado por tres plantas! —exclamó su madre, acercándose y tirando de él para alejarlo de la mujer—. ¿Y qué hacías aquí? ¿Cerca de esta gente? No se puede tocar a desconocidos, Phil. Es peligroso. No sabes quiénes son, qué enfermedades...
Su padre lanzó una mirada de desprecio a la mujer. No era una mirada de odio, sino de asco ante la interrupción de su orden estético. Sacó un billete de diez dólares de su cartera de cuero y lo soltó en el cuenco de metal con un gesto de desdén, como si pagara por el derecho de retirar a su hijo de su presencia.
—Vámonos —ordenó el padre—. Ahora mismo.
Arthur levantó la mano, la agitó con vehemencia y un taxi amarillo paró al lado de la familia. Entraron y el hombre cerró con un portazo e indicó al chófer la dirección. El coche arrancó y se incorporó al intenso tráfico de la avenida.
—Podrían haberte robado —decía ella, su voz rebotando en los cristales tintados del taxi—. Esas personas no están ahí por casualidad. Usan a los niños para dar pena.
Phil miró por la ventanilla. Vio a la mujer y al niño hacerse pequeños mientras el automóvil ganaba velocidad. Llegó a ver cómo el niño sostenía el caballo rojo contra su pecho.
—Lo siento —dijo Phil, mintiendo, sin sentir remordimiento. Y se acordó, nuevamente, del abuelo.
—Está bien —dijo su padre, suavizando el tono. — Pero la próxima vez, si quieres ayudar, dínoslo. Haremos una donación a una institución adecuada. Hay canales para estas cosas. La caridad no es algo que se haga en la calle, sin control. Es una cuestión de orden.
— Phil, es muy bonito que quieras ayudar. De verdad. Pero hay formas de hacerlo. No puedes simplemente acercarte a extraños en la calle. — finalizó su madre.
— Pero ella está aquí. El niño está aquí. Ahora. — replicó Phil.



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