La única época de mi vida en que no me costó madrugar fue cuando me invitabas a tomar un café mañanero de camino al trabajo. Aquel invierno parecía que los amaneceres se retrasaban más que lo habitual. En cualquier otro momento eso me hubiera fastidiado sobremanera pero entonces era como un regalo del destino que construía el mejor escenario posible para nosotros. Unos días, un cielo negro y raso con estrellas solitarias. Otros, una bruma espesa que nos protegía de miradas indiscretas. Algunos, un mar hermoso de rocío en los campos y casi todos, un frío intenso que te obligaba a acurrucarte en mí para mi gozo.
Siempre acabábamos desayunando un café en aquel bar de carretera al que nunca he regresado. Descafeinado y café doble. En ocasiones, un croissant compartido. Los primeros días llamamos la atención. A esas horas, sólo un par de camioneros en tránsito y los habituales compadres que salían de algún trabajo nocturno perdían su mirada en la televisión mientras calentaban su cuerpo y su alma con un carajillo o una copa de licor que, tan de mañana, parecía inapropiada. La curiosidad duró sólo unos días porque acabaron familiarizándose con nosotros. Pronto dejaron de mirarnos a hurtadillas, el camarero empezaba a calentar los cafés antes de que ordenáramos y nos convertimos en parte del decorado.
Era una taberna de carretera, perdida, con café comprado en el súper y orujo de garrafón.
Luego, he estado en muchos restaurantes de lujo, donde a la hora de los postres te muestran una carta de opciones con decenas de cafés. Que si de Kenia, que si de Colombia, que si torrefacto, que si veneciano con crema de almendras. A la vainilla, al aroma de hierbabuena, recién traído de Madagascar, cappucino milanés, turco espeso.
Jamás he vuelto a tomar ningún café tan delicioso como el que bebíamos juntos aquellas mañanas heladas, mucho antes de que el sol asomara por el horizonte.
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