Hoy encontré una carta tuya. Sin esperarlo. Quizá por eso me dolió más el leerla. Casi no recordaba ya tu letra curvilínea y amplia, un poco ladeada, pulcra y clara. ¿Sabes? Me sentí culpable de no recordar esa carta, de no acordarme que un día me contaste de tus sueños y que yo los compartí. Es traidora la memoria, es traidor el recuerdo, son obscenos los días que yo tengo y en los que no te recuerdo.
Me hablabas de que anhelabas tener una casita en la montaña. Chiquita, apenas con una cama acogedora y un fuego bajo. Aislada del ruido. Para descansar. Eso deseabas. Descansar de lo dura que la vida había sido contigo, del batallar diario contra el infortunio, contra las expectativas truncadas, contra la falta de cariño, contra el aparentar ser feliz. Sentarte a las tardes, frente a las cumbres blancas, ver cómo el sol iba tiñendo de reflejos rosas el atardecer y sentir la brisa fresca del otoño mecer tus cabellos negros. Y querías que, entonces, yo apareciera por detrás de ti y te abrazara, y te besara en la sien, y te dijera cuánto te adoraba.
¿Cómo había podido olvidar tus sueños? No tengo perdón.
¿Hay montañas allá donde estás? ¿Hay soles en el cielo que colorean el cielo de la tarde? Si los hay, espérame porque estoy deseando llegar a tu lado y, como soñabas, como yo aún sueño, abrazarte por detrás y besarte susurrándote al oído que esta vez nadie nos podrá arrebatar la eternidad.
0 comentarios :
Publicar un comentario