Reíste cuando sonó el toc-toc del móvil. Alguien quería hablar conmigo desde Londres. Por supuesto en inglés porque estos británicos están muy mal acostumbrados. Tú lo hablabas bien. Yo lo sabía. Y tú aún nunca habías escuchado mi fonética torpe y mi gramática pobre. Me animaste a contestar la llamada. – Venga, no seas tonto- dijiste, y sonreíste entre cariñosa y juguetona. Recordé, de pronto, mis tiempos de estudiante cuando entraba al aula a rellenar un examen con la lección mal aprendida, esos momentos en que siempre parecía que uno ignoraba todo. Volviste a sonreír y me hiciste un gesto con la mano para que no demorara más lo inevitable. Estabas bella sentada sobre la cama, la camisa abierta, los pies descalzos. Llamé. La conversación fue breve pero se me hizo eterna. Creo que nunca he intentado vocalizar con más precisión aún a sabiendas de que, esforzándome en ello, lo estropeaba aún más. No me atreví a mirarte pero sentí tu cariñosa sonrisa de maestra en mi espalda. Colgué y respiré aliviado. Me torné y me dijiste que lo había hecho muy bien. Se notaba que habías disfrutado mi azoramiento pero no desde la altivez sino desde el afecto más profundo. Me llamaste a tu lado y me besaste con aquella ternura con la que me inundabas siempre.
- ¿Sabes? – dijiste acariciándome- eres muy tonto si crees que me importa cómo pronuncias el inglés.
- I love you – dije. Y no tuve tiempo para más porque nuestros labios reclamaron su recompensa.
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