La luna, grande y hermosa como siempre se pone cuando debe iluminar un cuerpo de mujer, proyecta una luz amarillenta hacia la ventana de tu habitación. Está abierta y el viento del verano tardío, aún cálido, agita las cortinas para presentarte a las estrellas. Hay muchas luces en el cielo que pueden ser astros o pueden ser ojos fisgones que se asoman desde el cosmos.
Y, precisamente, esa incertidumbre te gusta. Te recreas pensando en que te observan.
Estás desnuda y la luz de la luna te recorre suavemente. Se detiene en tus muslos que se abren para recibirla, en tu pubis depilado y húmedo, en tu vientre que palpita, en tus pechos ansiosos y en tus labios que buscan.
Tumbada sobre la cama, giras sobre ti misma, como exhibiéndote de manera triste y despreocupada ante el universo infinito.
Los hombres de las estrellas lejanas, lascivos porque todo es lascivo en la creación cuando tú te exhibes, te miran y te desean. Y tú te contorsionas ante ellos en el escenario que ilumina la luna y cuyo telón son las cortinas que baten tu estancia.
1 comentarios :
me ha gustado el texto y me ha traido ciertos buenos recuerdos...
M.
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