Cuando las cosas le empezaron a ir mal, Harald se refugió en el ron. Pero el alcohol no apagaba su angustia por la ausencia de aquella piel de mujer. Sólo la apaciguaba por unas horas para retornar, con cada amanecer, más virulenta que nunca, como la resaca que sigue a un mal tomar. Las cantinas que abrían hasta tarde en el West Levy fueron su hogar durante unos meses hasta que sus dueños, cansados de fiarle, comenzaron a no dejarle entrar. Se hizo amigo de la luna que alumbraba su vagar sin rumbo, conoció a las prostitutas que discutían con sus chulos, siguió con la vista las decenas de ambulancias que cada noche trasladaban la muerte de barrio en barrio, sintió el frío del otoño que llegaba y amigó con los marinos que desembarcaban en el puerto. Desperdició las horas observando cómo los rascacielos iluminados se recortaban contra la calima que subía desde el río, recorriendo una y otra vez, infinitas veces, su silueta. Lo prefería a tener que enfrentarse a los espectros de su habitación.
Una noche en que llovía finamente y las luces amarillentas de las farolas dibujaban recuerdos agrios de aquella mujer, recordó su violín que hacía años que no tocaba. Su madre se había empeñado en que diera clases cuando era pequeño y no lo hacía mal. Lo había olvidado por completo durante años. El recuerdo del hogar cálido y protector le hizo desear aquel violín que le traía recuerdos que le confortaban. Al llegar a su casa, lo buscó. Le costó encontrarlo y, cuando lo hizo, le fue casi imposible afinarlo. Aún así, tomo el arco, curvó sus dedos huesudos y apretó las cuerdas. Fue más un chillido molesto que una nota pero él continuó arrancando sonidos del instrumento hasta que los vecinos empezaron a gritarle que no eran horas y que se fuera al infierno. Por algún motivo, aquella noche durmió mejor. Repitió sus intentos al día siguiente y al día siguiente y al día siguiente, entre la cada vez mayor indignación de los inquilinos de los otros pisos.
Poco a poco, noche a noche, los ruidos estridentes fueron desapareciendo y sus manos y su pulso tornaron a encontrar el lugar exacto en el mástil, el arco fue girando hasta el ángulo apropiado y las cuerdas comenzaron a vibrar obedeciendo a las leyes de la armonía. Sonaba bien el violín de Harald. Dejó de oír protestas y dejó de flirtear con el ron. Desarrolló un inusitado temor de perder el instrumento o de que se lo robaran, o de que algo le ocurriese a sus manos o a sus brazos. Tanta era su obsesión que llevaba el violín consigo a todos lados. Algunos días en que las borrosas imágenes de ella volvían a acercarse, no esperaba a llegar a casa y, en cualquier esquina, lo extraía del ajado maletín y, simplemente, interpretaba lo primero que a su mente se le ocurría. Algunos transeúntes, incluso, le echaban algunas monedas aunque él nunca pedía. No vendía su música a los demás. La necesitaba para sí mismo.
Una tarde, sentado en la esquina de la cuarenta y tres con la sexta, intentaba que un scherzo de Schubert fluyera melodioso. Era difícil. Al menos para su talento que sabía que no era mucho. Así que se sorprendió al comprobar que oía armónicos, dobles notas, contrapunto y acordes puros que sostenían su melodía. Abobado, miró al violín y miró sus dedos.
- No mires a tus dedos – oyó a su derecha- ¿puedo acompañarte?
Se llamó idiota a sí mismo en una décima de segundo. A su lado, había otro hombre, modestamente vestido, tocando otro violín. Y, a todas luces, aquel otro individuo era más hábil que él mismo. Harald, aún no repuesto de la sorpresa, no supo que contestar y se limitó a seguir tocando. El otro hombre intuyó que eso era un sí y le acompaño en la segunda voz. Y, por Dios, que juntos sonaban maravillosamente.
- ¿Una mujer? – preguntó el otro.
- Una mujer- respondió Harald.
No hablaron mucho nunca. No era necesario. Sólo podían contarse mutuos y similares desamores, abandonos y pérdidas. No hacía falta hablar del ron o del brandy, del mal llegar a final de mes o de las tabernas malolientes. Ni de las table dance donde por diez dólares una plastificada bailarina intentaba levantarles el ánimo sin derecho alguno a roce. No hablaron nunca de aquellas dos mujeres ni de cómo eran ni de lo bellas que seguían viéndolas en sus recuerdos agitados. Sólo llegaban a la misma hora a aquella esquina que ya era suya. Apoyaban su barbilla sobre la madera, se miraban y afinaban con un la. Uno, cualquiera, tocaba un tema, el otro le seguía y a los pocos minutos habían marchado ambos a otro mundo, a un teatro de la vida donde aquellas mujeres no podían hacerles mal.
Una noche en que llovía finamente y las luces amarillentas de las farolas dibujaban recuerdos agrios de aquella mujer, recordó su violín que hacía años que no tocaba. Su madre se había empeñado en que diera clases cuando era pequeño y no lo hacía mal. Lo había olvidado por completo durante años. El recuerdo del hogar cálido y protector le hizo desear aquel violín que le traía recuerdos que le confortaban. Al llegar a su casa, lo buscó. Le costó encontrarlo y, cuando lo hizo, le fue casi imposible afinarlo. Aún así, tomo el arco, curvó sus dedos huesudos y apretó las cuerdas. Fue más un chillido molesto que una nota pero él continuó arrancando sonidos del instrumento hasta que los vecinos empezaron a gritarle que no eran horas y que se fuera al infierno. Por algún motivo, aquella noche durmió mejor. Repitió sus intentos al día siguiente y al día siguiente y al día siguiente, entre la cada vez mayor indignación de los inquilinos de los otros pisos.
Poco a poco, noche a noche, los ruidos estridentes fueron desapareciendo y sus manos y su pulso tornaron a encontrar el lugar exacto en el mástil, el arco fue girando hasta el ángulo apropiado y las cuerdas comenzaron a vibrar obedeciendo a las leyes de la armonía. Sonaba bien el violín de Harald. Dejó de oír protestas y dejó de flirtear con el ron. Desarrolló un inusitado temor de perder el instrumento o de que se lo robaran, o de que algo le ocurriese a sus manos o a sus brazos. Tanta era su obsesión que llevaba el violín consigo a todos lados. Algunos días en que las borrosas imágenes de ella volvían a acercarse, no esperaba a llegar a casa y, en cualquier esquina, lo extraía del ajado maletín y, simplemente, interpretaba lo primero que a su mente se le ocurría. Algunos transeúntes, incluso, le echaban algunas monedas aunque él nunca pedía. No vendía su música a los demás. La necesitaba para sí mismo.
Una tarde, sentado en la esquina de la cuarenta y tres con la sexta, intentaba que un scherzo de Schubert fluyera melodioso. Era difícil. Al menos para su talento que sabía que no era mucho. Así que se sorprendió al comprobar que oía armónicos, dobles notas, contrapunto y acordes puros que sostenían su melodía. Abobado, miró al violín y miró sus dedos.
- No mires a tus dedos – oyó a su derecha- ¿puedo acompañarte?
Se llamó idiota a sí mismo en una décima de segundo. A su lado, había otro hombre, modestamente vestido, tocando otro violín. Y, a todas luces, aquel otro individuo era más hábil que él mismo. Harald, aún no repuesto de la sorpresa, no supo que contestar y se limitó a seguir tocando. El otro hombre intuyó que eso era un sí y le acompaño en la segunda voz. Y, por Dios, que juntos sonaban maravillosamente.
- ¿Una mujer? – preguntó el otro.
- Una mujer- respondió Harald.
No hablaron mucho nunca. No era necesario. Sólo podían contarse mutuos y similares desamores, abandonos y pérdidas. No hacía falta hablar del ron o del brandy, del mal llegar a final de mes o de las tabernas malolientes. Ni de las table dance donde por diez dólares una plastificada bailarina intentaba levantarles el ánimo sin derecho alguno a roce. No hablaron nunca de aquellas dos mujeres ni de cómo eran ni de lo bellas que seguían viéndolas en sus recuerdos agitados. Sólo llegaban a la misma hora a aquella esquina que ya era suya. Apoyaban su barbilla sobre la madera, se miraban y afinaban con un la. Uno, cualquiera, tocaba un tema, el otro le seguía y a los pocos minutos habían marchado ambos a otro mundo, a un teatro de la vida donde aquellas mujeres no podían hacerles mal.
1 comentarios :
me ha gustado mucho. Enhorabuena
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