Libertad (Salamandra, 2011) de Jonathan Franzen está siendo jaleada como la mejor novela de la narrativa americana del siglo XXI. Dejémoslo en que es una novela interesante, brillante a veces, algo pesada en otras, notable en su escritura, decepcionante en su conclusión social. Un mosaico de visiones de la sociedad americana a través de las vicisitudes de las vidas de los Berglund, una familia estadounidense de clase media, y de sus amigos que se debaten entre sus contradicciones y sus ilusiones. Una novela que impone, no sólo por su tamaño (más de 600 páginas) sino por su, en ocasiones, estilo denso y poco puntuado. Así, la extensísima única frase del inicio del capítulo cuarto, con más de una página sin un solo punto y decenas de conjunciones y preposiciones, apabulla al lector más expe- rimentado.
Libertad está escrita en un estilo realista (con guiños transversales a Tolstoi a lo largo de toda la historia) pero fragmentando el relato con secciones de narrativa directa, otras en forma de autobiografía y otras en retrospectiva, saltando de la relación principal entre Patty y Walter a la de sus hijos o a la de aquellos con los amigos que ponen patas arriba su vida, en particular el rockero Katz. Una arquitectura intrincada en la que, sin embargo, nuestro cerebro encaja las diversas piezas sin dificultad. Una composición formal que resulta muy interesante porque, a medida que avanza la lectura, el universo de los personajes se completa en un todo evidente y coordinado a partir de esas secciones inconexas. Aun así, globalmente es una estructura clásica con un desenlace que cierra la tensión entre deseos y deberes, libertad individual versus libertad social de la manera más tradicional.
En efecto, la novela oscila entre un cierto progresismo estándar, casi de manual, (ecología extrema, crítica al gobierno, desprecio de las grandes corporaciones, rechazo al capitalismo salvaje, el descrédito de los políticos, peligros de la globalización, escasez de recursos, sobrepoblación, precaución ante la religión, etc.) con lo más tópico del credo americano conservador cual es la defensa de la familia, el pragmatismo de anteponer el dinero a las convicciones y la idea de que la auténtica libertad está en el concepto más tradicional de amor conyugal que, al cabo, termina triunfando y devolviendo las cosas a su ser. De hecho, mientras que en buena parte de Libertad los protagonistas se muestran muy críticos contra la administración Bush, con la sociedad americana dominada por el dinero, la guerra de Irak, el cinismo de las grandes empresas y persiguen su propia libertad, la satisfacción de sus deseos, de sus anhelos o de sus sueños, acaban determinando que la solución es precisamente la familia conyugal de toda la vida y la existencia más tradicional (mandando fuera de juego a los amantes inoportunos, bien lejos o bien al cementerio); concluyendo que finalmente la libertad individual, el vivir la propia vida con sus sueños, sus errores, sus aciertos y sus fracasos no otorgan la felicidad. El matrimonio restituido, los hijos al redil, los sueños aparcados, el engarce con los vecinos en buena armonía representan el final del camino.
Una conclusión moral totalmente cerrada y conservadora. En este sentido, el título de la novela resulta decepcionante porque la reflexión sobre la libertad no se da en referencia a los grandes problemas sociales, al dilema entre seguridad y libertad, al gran hermano en que se convierten los estados, en la búsqueda de un mundo mejor, en la libertad para todos, en la justicia, sino que se da en las necesidades individuales de andar por casa, en las más banales libertades de una clase media occidental estándar: el deseo sexual insatisfecho de Patty, las ganas de vivir solo del hijo y de desafiar la autoridad paternal, el que a Katz le dejen vivir picoteando a su aire… para que una vez que los personajes alcanzan esa libertad que da la soledad asumida, se desmoronen y regresen al trillado camino social habitual. Sus preocupaciones éticas sobre la corrupción, acerca del poder, sobre el olvido de la moral, la búsqueda de una sociedad más justa, que pululan a lo largo de buena parte de la novela quedan simplemente arrinconados al final, aceptando con resignación – y, aún peor, con convicción- que son insolubles y que más vale preocuparse sólo de nuestras pequeñas cuitas y sentimientos. Finalmente, nos queda una historia de amor de lo más dieciochesca.
En mi opinión, en la novela hay que destacar lo natural de los diálogos (Franzen resulta espléndido creando diálogos) y los escenarios, así el cómo Franzen logra interesar aun cuando narra hechos anodinos, del día a día más común. Uno diría que a los personajes se les conoce de toda la vida, que hablan como hablamos, que piensan como pensamos que tienen una vida compleja pero de lo más ordinaria en su complejidad, siempre salvando las distancias entre los Estados Unidos y nuestro país. Unos caracteres que sorprenden precisamente porque no sorprenden, porque son tan creíbles (con alguna excepción como por ejemplo Lalitha, un personaje bastante increíble en sus convicciones, su ceguera y su amor inverosímil) como el vecino de al lado. Situaciones que se parecen a muchas que hemos podido vivir en propia carne, con sus cuitas familiares, con sus deseos insatisfechos, con la rutina que arruina las expectativas, por la incomprensión entre padres e hijos. Entornos de hoy, contemporáneos, repletos de referencias a dispositivos electrónicos, cachivaches que utilizamos, revistas que leemos, programas que vemos en televisión, apresuramiento cotidiano en el trabajo y en el hogar, formas de vida a las que estamos habituados en occidente. Tramas que recuerdan a realidades cercanas (la similitud, por ejemplo, entre los turbios negocios en los que se mete Joey y el caso de la empresa Halliburton es evidente).
Franzen disecciona muy bien sicológicamente a sus personajes, profundiza en sus contradicciones, en sus sentimientos, en sus frustraciones, en sus propias mentiras, y aprovecha para ir encajando reflexiones propias sobre política, medio ambiente, sexo, religión, familia y dinero con lo que, simultáneamente, sitúa el microscopio sobre la sociedad americana y sobre nuestras conciencias. En ocasiones, estas reflexiones son un tanto forzadas y alargan la novela innecesariamente. Son disertaciones que se vuelven cansinas y que aportan poco al desarrollo general de la historia. Franzen, asimismo, introduce regularmente escenas con sexo, probablemente para recentrar la atención del lector.
La narrativa es siempre mejor, más emocional, más verídica, cuando regresa a los Berglund y más artificiosa y aburrida cuando se aleja hacia otros personajes. Una prosa sobria, directa, que sólo se salpica de lírica en algunas descripciones muy particulares.
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