Tras los rascacielos ingrávidos de acero y cristal que dan a
Pudong ese aire cosmopolita de cualquier ciudad moderna, se esconde el Shanghai
tradicional. En una de sus esquinas, antaño de recoleta tranquilidad entre
parterres de jazmines y cuidados setos que separaban la terraza de la calle,
abrió sus puertas un café de impronunciable nombre en chino pero cuyo cartel
informaba de la traducción aproximada: “Once and Forever Restaurant”. Entonces,
la ciudad comenzaba a crecer pero aún no lo hacía descontroladamente, la vida
fluía con el mismo ritmo calmo del río Huangpu y uno todavía podía apoyarse
sobre el barandado que enmarca el meandro para ver pasar las barcazas de
transporte y los pequeños botes a vela de los pescadores. Eran tiempos de
sueños y esperanzas, y una de ellas fue ese restaurante que nació con vocación
de eternidad, de estar allá “forever”, un trabajo que permitiera vivir
dignamente a sus dueños y un punto de
encuentro para una tarde con los amigos, o una charla con quien se ama. Así
empiezan tantas cosas en la vida, con ilusión ingenua, con fe ilimitada en el
futuro. Así, prometemos tantas veces, amar para siempre, “forever”, sentir pasión
eternamente, permanecer ilusionados hasta el fin del mundo.
Pero la vida es cruel, o simplemente es ajena a lo que los seres humanos maquinan y sueñan. Al cabo, la vida no nos necesita, es mucho más que nosotros, el azar es más poderoso que cualquier voluntad, somos simples peones en su devenir y en su permanente transformación. Somos sustituibles por mucho que nos duela comprender nuestra insignificancia y cualquier idea es perecedera, cualquier sueño se intercambia por otro sin que el universo note el más mínimo temblor. Así, le ocurrió también al “Once and Forever Restaurant”, hoy cerrado, sus cristaleras cubiertas de anuncios de fiestas, señoritas de compañía y pisos en venta; sus paredes manchadas por la humedad y el óxido, sitiado por grúas y martillos neumáticos que taladran la esquina rompiéndola y recomponiéndola sin que nadie sepa el porqué. Las conversaciones que hubieron lugar en su terraza, las miradas cariñosas, las tardes cálidas, los humeantes tés con limón, los petirrojos que se escondían entre las ramas de los árboles que daban sombra a la calle, han desaparecido. El azar fluye riéndose de nuestras ansias de pervivencia. Todo acaba. Como los sueños, como los anhelos, como las promesas eternas que hacemos y que, un día, arrastrados por los aluviones de la vida, simplemente se evaporan sin dejar rastro.
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