Alquiló la casa cuando se vino a trabajar a la ciudad.
Soltero y no muy convencido de que aquel empleo era el de su vida, ni siquiera
pensó en poder adquirir una vivienda cuando con su sueldo podía rentar un
apartamento con comodidad y mudarse cuando le surgiera una mejor oportunidad.
Ahora comprendía que se equivocó al hacerlo. Mientras pulsaba el botón rojo que
colgaba al lado de la cama del hospital, rememoró los acontecimientos.
Se había instalado rápido. Sus pertenencias se reducían a
dos maletas y un baúl que se había hecho mandar desde el pueblo. La casa estaba
amueblada de manera frugal pero suficiente para sus necesidades. La alcoba
disponía de una cama amplia, una cómoda y un armario con grandes espejos que
daba más luminosidad y espacio a la estancia. La cocina disponía de lo básico,
una cocina de gas, un frigorífico y una lavadora automática, máquina que había
jurado no utilizar mientras pudiera pagarse la tintorería. El baño, con una
ducha, un lavabo de loza y un inodoro,
le era suficiente. Por fin, el saloncito tenía una mesita baja, un mueble para
colocar una docena de libros y un sillón junto a una lámpara. Lo mejor, era el
amplio ventanal por donde el sol de la mañana penetraba franco y poderoso en
los meses de verano. Incluso, colocó tres o cuatro macetas de geranios que, por
falta de riego y atención, se le murieron pronto. La renta era baja. Según le
dijeron en la agencia llevaba tiempo sin alquilar, no acababa de gustar a
ningún potencial inquilino quizá porque sólo disponía de una habitación.
A decir verdad, tampoco paraba mucho por el apartamento.
Salía a las siete hacia el trabajo y raro era el día que regresaba antes de las
ocho. Pero, con todo, estaba contento y había hecho de aquel piso de soltero su
hogar.
Los problemas comenzaron un viernes de otoño. Lo recordaba
bien porque había disfrutado de una cena con los compañeros de trabajo, estaba
alegre tras la botella de Rioja que se había tomado y llegó a casa junto cuando
descargaba una tormenta eléctrica y de lluvia recia. Se despojó de la ropa
mojada, se dio una ducha rápida y se metió a la cama con la intención de no levantarse
hasta el domingo. No recordaba cuánto durmió pero sí que se despertó sudando y
agitado cuando aún estaba muy oscuro. Por encima del tronar de la tormenta que
no cesaba escuchó ruidos extraños en el salón. El que un ladrón entrara en un
piso que tan pocas propiedades incluía no entraba en sus cálculos. No era de
ánimo aguerrido y no tenía ningún arma, ni siquiera un paraguas de punta
afilada, para poder defenderse. Se arrebujó entre las mantas confiando en que
el intruso nunca entrara en la habitación, temblando de miedo y rezando las
cuatro oraciones que conocía. Sus plegarias debieron llegar al destinatario
porque, al rato, los pasos cesaron y el silencio volvió a reinar. Incluso, la
tormenta amainó. No logró conciliar el sueño nuevamente pero no se atrevió a
levantarse hasta ya bien clareado el día. Entonces, asegurándose que no escuchaba
ningún sonido, se aventuró en el salón para comprobar que todo parecía en orden,
que aparentemente no faltaba nada, hasta en el frigorífico miró por si le
habían robado la comida pre-cocinada. Nada, todo estaba intacto al punto de que
llegó a pensar que todo debía haber sido un sueño, fruto de la bebida de la
noche anterior. Se rio para sí, maldiciendo el reserva del noventa y ocho,
cuando se dio cuenta de algo que le hizo temblar. Sobre la mesita de la sala
había un ramo de flores. Un ramo discreto, de un par de rosas con siemprevivas
blancas. En un movimiento de puro instinto, de ese miedo que a veces a uno le
inunda hasta los huesos, tomó el ramo y
lo lanzó por la ventana. No había sido el alcohol ni una pesadilla. Alguien
había merodeado por el apartamento para dejar un ramo de flores, un hecho tan
inquietante como ridículo.
Dudó si acudir a la comisaría a denunciar el hecho pero
pensó que le tomarían por un chiflado, así que desistió de hacerlo. Cuando
llegó la noche, cerró con llave por dentro la puerta, se cercioró de que todas
las persianas estaban bajadas y las ventanas bien cerradas, colocó un par de
sillas junto a la puerta y metió un cuchillo en el cajón de la mesilla. Se
acostó con recelo pero la tensión acumulada hizo que se durmiera poco a poco.
Se despertó cuando aún estaba muy oscuro. Se escuchaban
ruidos extraños en el salón, idénticos a los de la noche anterior. Maldijo su fortuna. Que te roben un día es mala
suerte, que lo hagan dos días seguidos es ya ir a por uno. Respiró
profundamente y sintió el miedo recorriéndole la espalda pero esta vez estaba
preparado. Sacó el cuchillo y se levantó procurando no tropezar con nada.
Comprendía que la sorpresa era su mejor baza. En el momento justo dio un salto y
prendió la luz de la sala. Una figura de mujer, fluida, azulada, casi
transparente salía por el ventanal a pesar de que las persianas estaban bien
bajadas y un ramito de flores, idéntico al del día anterior, estaba en la mesa.
Las sillas bloqueaban la entrada. Las ventanas permanecían cerradas.
Se sentó temblando, muerto de miedo. Él nunca había creído
en fantasmas ni en presencias del más allá. Todo era cosa de charlatanes, de
locos, de timadores. Y, sin embargo, allá estaban aquellas flores. No sabía qué
hacer, a quién dirigirse. No osó volver a la cama, tomó una manta y se abrigó
con ella sentado en medio del salón, sin saber qué pensar, sospechando que se
había vuelto medio loco o loco completo.
Por la mañana se percató de que llevaba más de un día sin
comer y picó de una ensalada de hongos que había comprado en el súper, uno de
esos platos precocinados que venden por cuatro euros. No le gustó, tenían un
sabor rancio y apenas probó bocado. Pasó el día vagando de aquí para allá, sin
atreverse a salir de la vivienda por temor de que al regresar se encontrara con
más fantasmas o más alucinaciones. Por matar el rato, prendió la televisión en
el justo momento en que daban las noticias de la noche. Se le iluminó el rostro
y se echó a reír de forma alocada. La locutora estaba informando que habían
sido detectados platos preparados contaminados con ciertos hongos alucinógenos
y que las autoridades de Sanidad habían abierto una investigación. Cierto que
hablaban de unos súper en Canarias, a miles de kilómetros, pero debía ser eso.
Iría al médico el mismo lunes y le curarían.
La noche del domingo se acostó tarde y durmió pocas horas
hasta que los mismos ruidos que las noches anteriores le despertaron. Esta vez
no se molestó en levantarse, sabía el motivo, necesitaba cuando menos un lavado
de estómago. Tampoco vio hasta la mañana que un nuevo ramito de rosas adornaba
la salita.
-
Sí, hemos oído del asunto pero aquí no se ha
dado ningún caso. Sería usted el primero- le dijo el médico, un tipo regordete
y con gafas que le miraba con media sonrisa.
-
Le juro que lo he pasado mal, todo parece tan
real.
- No se preocupe, así son este tipo de
intoxicaciones. Seguramente ya se le habrán pasado los efectos de forma natural
pero por si acaso le ingresaremos ahora, le haremos un par de pruebas y, aunque
no es agradable, le sugiero que nos permita hacerle un lavado de estómago. Por
su seguridad, ya sabe. Para el mediodía estará usted en la calle.
-
Por supuesto, cualquier cosa menos volver a esa
pesadilla- afirmó convencido.
Una hora después le hicieron un análisis de sangre- todo
perfecto, dijo el galeno- y hacia las once le amodorraron para que no sintiera
el tubito que le metieron por la garganta.
Despertó sediento, solo en la habitación. Necesitaba beber
algo y pulsó el timbre rojo para que viniera la enfermera. Se llamó imbécil por
no tener una vida más ordenada, comiendo platos sanos, ensaladas o fruta, quizá
un pescado a la plancha, no esa mierda de precocinados envenenados. Pondría una
denuncia en el cuartelillo al salir del hospital. Mientras esperaba
que la enfermera llegara vio el informe en su mesilla.
-
Contenido estomacal normal. El análisis no
detecta ninguna sustancia extraña- concluía el texto.
Volvió a pulsar el timbre y la puerta se abrió. Una figura
tenue, azulada, de mujer hermosa entro casi levitando en la habitación y
depositó un ramito de rosas en la mesilla. Le sonrío y, mientras salía ingrávida, musitó:
-
Te voy a cuidar siempre.
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