Yo pienso que deberían estudiar nuestras noches. No sé si
hacen falta sensores electrónicos o druidas o científicos avezados en detectar
energías sutiles. Pero, algo hay cuando cenamos juntos en casa, en nuestra
casa, un embrujo hechizante, un romance irresistible que me envuelve y me aísla
de toda preocupación, de toda ansiedad, de cualquier inquietud.
Y eso que no hacemos nada especial ni la cena es
sofisticada. El otro día, por ejemplo, compartimos dos pechugas de pollo con
patatas fritas y un vino blanco. Los únicos adornos eran la llama que titilaba
en una vela con aromas de vainilla y el tic-tac del reloj de pared. Era muy
tarde pero no importaba. Se nos alargó la sobremesa, tú en camisón, yo en el
cielo. Sólo charlábamos, me contabas cosas, fumabas un cigarrillo despacio,
disfrutándolo, yo acariciaba tu pierna cautivo de tu piel. Y, por encima de todas las cosas, del
mundo, del universo completo, la expresión de tu rostro, tu sonrisa, tu belleza
infinita, tus ojos enredados en los míos. Hay algunos momentos en que sé que tu
expresión es especial y sólo para mí, un gesto, una quimera, que son sólo para mí.
Me haces sentir especial, un elegido, un privilegiado, me haces sentir que sé
qué hago en el mundo, a qué he venido, a tenerte.
De tanto en cuanto, me sonreías, te inclinabas hacia mí y me
besabas tras mirarme con tanta dulzura, con esa sonrisa que Dios a veces pone
en tu boca, que no pude imaginar una vida en la que no estuvieras tú dirigiendo mi
nave. Es el viaje contigo lo que me es precioso, la colección de instantes que
me regalas, mis recuerdos llenos de ti, tu silueta ansiada vibrando a la luz de
la vela. A dónde vamos, no me importa.
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