La madre de Nick se llevó un disgusto cuando le dijo que se
iba a trabajar a Londres, sin Olga.
-
Es tan buena chica, yo me había hecho muchas
ilusiones- le había dicho la mujer con cierta pesadumbre en la voz. - ¿Y qué
vas a hacer tú en el extranjero? Si ni siquiera hablan como nosotros, por el
amor de Cristo.
Nick no trató de explicárselo. Seguramente, todas las madres
confían en ver a sus hijos casados con la formalidad que una familia
conservadora espera e intentar convencerla de que ambos anhelaban muchos más sueños
que los que les podía brindar aquella ciudad de provincias era inútil. Él deseaba salir de
aquella granja a las afueras en que su padre tenía un pequeño negocio de
cereales que marchaba lo suficientemente bien como para que él hubiera podido terminar
la carrera de ingeniero técnico y tener un Seat 131 de segunda mano que le
bastaba para llegarse cada día hasta el centro a divertirse con la cuadrilla o
a recoger a su amiga en el piso de la calle Martínez Soler.
Olga y él habían sido buenos amigos durante varios años, de
esa clase de camaradas íntimos que permanecen en la frontera entre la amistad y
el amor, con esporádicas incursiones en el sexo, una situación que siendo
inestable en sí misma, habían sabido sostener con increíble sosiego. A ello
había contribuido sin duda la nula ambición de comprometerse en una familia por
parte de cualquiera de los dos.
-
¿Tú quisieras tener niños?- le preguntó una
noche Nick mientras cenaban en el pequeño restaurante que habían abierto junto
a los cines Miramar- Dicen que todas las mujeres queréis hacerlo más tarde o
más temprano.
-
Tonterías- había replicado Olga con decisión-, yo
lo que quiero es ver el mundo, aprender idiomas, estudiar económicas, ver todos
los museos de Europa y vivir en una comuna de esas que dicen que hay en
Francia.
-
Ya veo- río él- lo que quieres es acostarte con un
tío cada noche y fumar hierba.
-
¿Y si así fuera?- contestó ella muy seria, hasta
el punto que Nick se quedó cortado preguntándose si realmente conocía a aquella
mujer.
-
Nada, era una broma. ¿Entonces, no te apetece
casarte?
-
¿Es que quieres proponérmelo?- preguntó ella con
una sincera mueca de preocupación en su rostro que se disipó en cuanto él
contestó que ni loco, que él también deseaba marchar a otro país, salir de
aquel pueblo- el siempre llamaba pueblo a su ciudad- y de dejar atrás la
agobiante disciplina que sus padres le imponían.
-
El matrimonio lo jode todo- había aseverado la
chica muy trascendente-, el amor pudre la amistad y si siendo amigos te llevas
de muerte, siendo esposos te llevas a matar- hizo un juego fácil de palabras.
-
Brindemos por no casarnos nunca- Nick alzó la
copa de rosado con la que acompañaban el lenguado al limón que ambos habían
elegido.
-
Pero seamos amigos siempre, ¿vale? – las copas campanillearon al chocar entre sí.
-
Eso siempre.
Se había apuntado a una beca de trabajo para primerizos cuyo
anuncio habían colgado en el tablón de la facultad poco antes de finalizar el
curso. Un trabajo sencillo en una fábrica de tractores en Bent Cross, al norte
de Londres. Un año, con posibilidad de renovar contrato si las cosas iban bien.
No es que pagaran mucho pero la expectativa de conocer otra vida y la vitalidad que
da la juventud le hicieron firmar sin leer el contrato. Tuvo suerte y en junio
le confirmaron que había sido admitido. Le pagaban el viaje en autobús hasta la
capital inglesa, una paliza de casi treinta horas a través de toda Francia y
cruzando el canal en un ferry.
La noche anterior a su partida durmió con Olga aprovechando
que los padres de ella habían marchado a Madrid e hicieron el amor con fiereza,
como si quisieran asegurarse de su juventud, de su fuerza, de sus ganas de
comerse el mundo y la vida completa, o quizá sólo para garantizar que se
recordarían. Apenas hablaron, de hecho casi nunca se hablaban cuando el sexo les
llamaba.
-
Nunca hables cuando follemos- le había pedido al
inicio Olga- . Si hablas mientras te acuestas con alguien, seguro que te sale
decir cariño, o cielo, o bien mío, o te quiero...eso sale porque es lo natural
en ese escenario. Y, si lo dices, todo está perdido, ¿lo entiendes?
No, Nick no la entendía pero tampoco le preocupaba lo más
mínimo lo que habría o no de hablar mientras ella le satisficiera y le dejara
experimentar lo que sus hormonas le demandaban. Se limitaba a disfrutar y a
hacerla gozar como buenamente podía.
La noche estaba aún cerrada cuando ella, desnuda, le rodeó
con sus brazos por la cintura.
-
¿Qué haces? ¿no duermes?- le preguntó. Él fumaba
un cigarrillo apoyado en la barandilla de la terraza, el pecho desnudo, con el
pantalón del pijama de ella y una luna gibosa asomando por encima de los
tejados del centro de la ciudad.
-
Insomnio. La emoción, me parece. Se me hace raro
dejar el pueblo, quizá hasta me da un poco de miedo pero, por otro lado, estoy
deseando que llegue mañana.
-
Yo también me iré pronto- musitó Olga,
apoyándose junto a él.
-
¿Qué nos espera en la vida? ¿Bueno o malo?
-
Si lo supieras no tendría emoción marcharte a
Londres. Imagina que supieras que llegas y te atracan el primer día y te dan
una somanta de palos. Perderías las ganas de marchar- le quitó el cigarro de
sus manos y dio una calada larga que terminó con una estela de humo azulado
recortada contra la noche.
-
Bueno, también puedo llegar y que me toque la
lotería- sonrío él-, no seas cuervo de mal agüero, joder.
-
Sé que te irá bien.
-
¿Tú qué harás?
-
Primero, terminar la carrera el año que viene.
Luego, ya se verá pero lo que sea habrá de ser lejos de aquí. Sin ataduras,
libre.
-
Prometamos encontrarnos en París, dentro de diez
años, tú una ejecutiva acaudalada y yo un ingeniero famoso- ahora fue él el que
fumó del común Chester.
-
Hecho. Venga, ven a la cama. Hagámoslo otra vez.
No sé cuándo tendré un tipo de confianza que me alivie las ganas- le dio una
palmada en el trasero a la vez que le sonreía con picardía. Él no se hizo de
rogar. La levantó en sus brazos y en dos zancadas cayeron sobre el lecho.
Nick encajó bien en el empleo. Su nivel de inglés mejoró en
muy poco tiempo y, ayudado por un par de jóvenes españoles que trabajaban en la
misma empresa, alquiló un apartamento coqueto, un estudio pequeño pero más que
suficiente para él, en un barrio tranquilo y en una calle que tenía un pub en
la esquina, el Mellows, donde pronto hizo amigos. Quizá
porque resultaba exótico, porque el sueldo le daba para pagarse caprichos o
porque, sin duda, era apuesto, lo cierto es que tuvo éxito con las mujeres. De
tanto en cuánto enviaba alguna carta a sus padres y, cada dos o tres semanas,
procuraba llamarles. Al principio se acordaba de Olga y le enviaba algunas
fotos de la casa, del parque y de su oficina en la fábrica pero, a medida que
Patt y Melissa fueron entrando en su vida, olvidó casi por completo la piel de
Olga y las confidencias que ambos se contaban cuando aún estaba en España.
Además, ella estaba bien y en su última carta le decía que se había apuntado a
la bolsa de trabajo de una empresa francesa que buscaba estudiantes en
prácticas. Si todo iba bien, marcharía a Lyon en mayo, con su licenciatura
recién estrenada y deseando comerse el mundo. Él le había contestado deseándole
toda la suerte del mundo y recordándole que debían verse en París en nueve
años.
Cuatro años después, Nick se casó con Melissa. Sus padres
vinieron desde España pero se sintieron perdidos en Londres, sin hablar el
idioma y con unos consuegros que les recordaban a Spencer Tracy y Katharine Hepburn. Su madre había disfrutado
de las compras en Oxford Street pero poco más y su padre ansiaba ya regresar
para encargarse de su negocio porque, como siempre decía, los cereales no
crecen solos. En verano, Melissa y él viajaron a España pero ella no se adaptó
bien. Decía que se aburría, que le faltaban la vida y el bullicio de Londres,
que las comidas eran pesadas y los desayunos escasos. Apenas aguantaron quince
días antes de volver a Inglaterra. En realidad, ella no se aburría sólo de la
vida española y Nick se percató de ello unos meses después. El matrimonio duró
poco y el divorcio fue de mutuo acuerdo, sin aspavientos, civilizado como deben
ser estas cosas.
Mientras progresaba
profesionalmente- había logrado un puesto de ingeniero jefe en una empresa que
fabricaba componentes para vehículos, bien pagado, cercano a la alta dirección
y estaba muy bien considerado- pasaron por su vida Rachel y Mona, rubia la
primera, morena la segunda, de pechos amplios ambas y poco dadas a compromisos.
Mejor para él, pensaba siempre, un matrimonio era más que suficiente y ni loco repetiría la experiencia. A veces,
cuando estaba solo, en alguno de los muchos viajes que debía realizar, se
acordaba de lo que Olga le decía.
-
El matrimonio lo jode todo, el amor pudre la
amistad y si siendo amigos te llevas de muerte, siendo esposos te llevas a
matar.
Quizá por estos recuerdos esporádicos o quién sabe por qué,
el hecho es que Nick sintió la tentación de saber más de ella. No tenía su
teléfono y su última carta databa de hacía casi un año. La vida les
había hecho saber el uno del otro anualmente, como si escribir más fuera
inoportuno. Estaba contenta o, al menos, lo aparentaba. Le contaba que había
progresado y ahora era directora de una sucursal de Amélie,
una agencia de publicidad bien posicionada en el mercado, con expectativas de
desarrollarse aún más en su trabajo y con buenos amigos en la capital francesa.
Había sido una carta larga, de seis o siete páginas. Nick no solía guardar las
cartas, las quemaba- algo que había visto hacer en una película y que le
parecía limpio tanto para el ambiente como para el corazón porque no hay nada
peor que atesorar recuerdos que algún día puedan doler- pero recordaba una de
las frases que Olga había escrito:
Vivo mi vida como quiero, con la libertad que
siempre ansié, sin tener que mirar a cada lado por si alguien me ve, sin
atender a los chismes y la gente, sin preocuparme por el qué dirán, con la
amistad cercana de buenos y leales amigos, como tú lo eras, satisfecho lo que
tú sabes de vez en cuando, sin compromisos que me aten y, sin embargo, no me
siento feliz, sigo sintiendo el hondo pozo que siempre sentí y que no se llena,
que sigue anhelando no sé qué secreto que probablemente nunca llegaré a
conocer.
Escribió un par de cartas que ella contestó pero, al igual
que había ocurrido en el pasado, la distancia se encargó de que el hilo que les
unía se quebrara pronto. Londres continuó absorbiéndole su tiempo y su
esfuerzo. Paris, los de ella.
Un día, tiempo después, mientras Nick tomaba un té con leche
en una terraza de Waterlow Park se dio cuenta que habían pasado más de nueve
años desde que se vieran por última vez. La última comunicación databa de hacía
más de dos años. Se le ocurrió que sería buena idea cumplir la promesa que se
habían hecho, bromeando, aquella noche en la casa de sus padres justo antes de
haberle hecho el amor. En diez años en París, habían acordado, ambos con
sus sueños cumplidos. Se preguntó cómo se vería ahora ella, tendría treinta y dos,
todavía joven y de buen ver a todas luces. Sí, le escribiría y le propondría
verse. Él podía tomarse una semana en Septiembre. Pidió allí mismo papel al
camarero y ordenó otro té. Escribió dos páginas de corrido, con la ilusión que
la idea del reencuentro le proporcionaba. Sólo cuando cerró el sobre se dio
cuenta de que no sabía a dónde dirigir la carta. No tenía dirección alguna y su
manía de quemar las de ella hacía imposible saber cómo localizarla. Dobló y metió
el sobre en blanco en el bolsillo del pantalón, desilusionado. Habría de
esperar hasta recibir alguna carta de Olga y que esta tuviese un remite. La
decepción le acompañó todo el día y durmió inquieto pero a la mañana siguiente
se llamó imbécil a sí mismo. Lo tenía. Llamaría a sus padres y estos podrían
contactar con los de Olga que a buen seguro conocerían de su paradero. Mientras
untaba mermelada de naranja en las tostadas sintió una cierta felicidad, una
bobada sin duda, pero el pensar en el encuentro con una amiga de la infancia le
hacía sentirse bien.
-
Hola, mamá. ¿qué tal estáis?- llamó desde la
oficina para que la llamada le saldría gratis.
-
¡Nick!, ¡qué alegría, hijo!, llamas tan poco...
Hablaron diez o quince minutos del trabajo, de cómo la
crisis estaba comenzando a hacer mella en el negocio pero tranquilizó a su
madre diciéndole que a él le iba bien, que en su fábrica no faltaban contratos.
Por supuesto, hubo de darle un reporte completo sobre su vida sentimental.
Mintió como siempre lo hacía al hablar con su madre y se inventó una novia,
buena chica, con propiedades en el campo, con la que quizá algún día pensara en
algo más serio.
-
Eres un cabeza loca- le espetó su madre- se te
va pasar la hora de tener hijos o cuando los tengas vas a parecer su abuelo.
-
Es que eres muy joven todavía para hacerte
abuela- bromeó.
-
Encima,
no te burles. Lo digo en serio. Ta ha llegado la hora de asentar la
cabeza. Tienes un buen empleo, un buen sueldo, eres buen mozo y hasta donde yo
sé te gustan las faldas- rio entre dientes-, así que ya es tiempo de que hagas
caso a tu madre. Y tu padre también lo desea.
-
Por cierto, mamá- Nick vio la oportunidad de
preguntar por lo que realmente estaba llamando-, hablando de novias, el otro
día me acordé de Olga. ¿Te acuerdas de ella?
-
Claro, cómo no me voy a acordar.
-
Me gustaría saber qué fue de ella pero no sé
dónde vive. Creo que en Francia, ¿no?
-
¡Qué va a vivir en Francia si lleva aquí más de
un año!
-
¿Cómo
dices?- Nick se quedó cortado, perplejo. Él sabía que ella estaba en París
o al menos lo estaba hacía dos años y medio. Y, hasta donde conocía, le iba
bien.
-
Regresó
hace unos meses. Ya te contaré. No conozco los detalles pero se casó con
un tipo y parece que no acertó. Divorciada, por lo que me han contado.
-
¿Se casó?
-
Ahora vive en la granja que fue de Jacinto, seguro
que la recuerdas. La alquiló y creo que lleva algunas cuentas para ganar algo
de dinero aunque según dicen sus padres, tiene ciertos ahorros de cuando vivía
en Francia.
Nick mantuvo la conversación durante algunos minutos más,
aun confuso por las noticias que recibía. Luego, colgó y durante un cuarto de
hora se quedó sentado en su silla, sin atender a los clings
de cada correo entrante en el Outlook. Aquel día, las nubes cubrieron Londres y
llovió persistentemente durante toda la tarde.
No tenía ganas de cenar. Colgó el traje en el armario y sacó
una cerveza del refrigerador mientras se fumaba un cigarrillo y en la
televisión las noticias hablaban de cierta ley controvertida y de disturbios en
Northampton. No atendió y en cuanto terminó el vaso se tumbó en
la cama, en camiseta y calzoncillos, mirando al techo, dando una calada al
cigarro cada cierto tiempo. Intentó pensar en las tareas del día siguiente, en
el contrato que había que discutir con la Emmerald
Components, pero muy a su pesar sus pensamientos se centraban en
Olga. No la había visto en diez años pero, por alguna causa desconocida, sentía
una emoción no exenta de angustia que se le aferraba a la garganta, que le daba
sed, que le resecaba la boca. Alguna vez ocurren cosas así, que de pronto uno
se da cuenta de que debe hacer algo inexorablemente, ineludiblemente, por
encima de todo y cueste lo que cueste. Y él, sin siquiera visualizar ese
pensamiento en su cerebro, sabía que debía hacerlo. Aguantó unas horas en vela
buscando excusas para esquivar aquel anhelo, que si el contrato, que si el trabajo,
que si pedir ahora unos días libres era inapropiado. La cajetilla de tabaco fue
terminándose sobre la mesilla al tiempo que el cenicero se llenaba de colillas
y las agujas del despertador se acercaban a las seis que era cuando sonaba la
alarma. Para cuando el ring ring se oyó había ya vencido el pánico no
reconocido que le atenazaba y decidido lo que iba a hacer.
Aterrizó en Madrid un poco antes de las tres de la tarde.
Hacía calor y se quitó la chaqueta. La tarjeta oro de Hertz le permitió
saltarse la cola y poco después estaba conduciendo por la autopista recién
construida y con poco tráfico por el alto precio del peaje. Primero, condujo
rápido, saltándose las señales y haciendo caso omiso de las indicaciones pero a
medida que se iba acercando a su ciudad, a la de sus padres, a la de Olga, fue
aflojando instintivamente el pie del acelerador. Se daba cuenta de que no sabía
nada, que se había dejado llevar por un instinto, que en realidad su madre no
le había dado detalles. Divorciada no significa estar sola. La recordaba
hermosa y podía estar con alguien, era atractiva a los hombres. Se había
precipitado pero sólo ahora se percataba de ello.
A pesar de los temores que le invadían, pasó de largo por la
avenida Campos y dejó a la izquierda la casa de sus padres para adentrarse por
la comarcal seis hacia la granja de Jacinto. La recordaba bien, había jugado
muchas veces en ella de niño, junto al molino de viento que por aquel entonces
era el único que quedaba en la zona. Probablemente ya estaría derruido pero eso
ya no importaba porque la niñez había quedado muy atrás.
El sol comenzaba a caer sobre unas nubes anaranjadas cuando
vio la casa. Las ruedas del coche alquilado creaban una polvareda sobre la
camino árido que estaba convencido que se vería desde kilómetros. Si Olga estaba
en casa ya habría observado su llegada. Condujo con cuidado, en realidad con
miedo a llegar.
La vio cuando se encontraba a unos doscientos metros. Estaba en el porche y parecía estar plantando flores en los tiestos que lo adornaban. Dos magnolios en flor enmarcaban la entrada y, en el pequeño jardín, un niño pequeño jugaba con una pelota. Le calculó no más de dos años. Así que ella lo había hecho finalmente, pensó, a pesar de negarse a ello, a pesar de todas sus convicciones y de todas sus cartas.
La vio cuando se encontraba a unos doscientos metros. Estaba en el porche y parecía estar plantando flores en los tiestos que lo adornaban. Dos magnolios en flor enmarcaban la entrada y, en el pequeño jardín, un niño pequeño jugaba con una pelota. Le calculó no más de dos años. Así que ella lo había hecho finalmente, pensó, a pesar de negarse a ello, a pesar de todas sus convicciones y de todas sus cartas.
Aparcó al borde del camino, salió sin cerrar el coche y
caminó los pocos metros del jardín directamente hacia la mujer. El niño corrió
inseguro hacia Olga y esta le alzó en sus brazos y le dio un beso en la
mejilla. Aparentemente, no había nadie más en la casa. Se escuchaba música que
provenía de algún estéreo y que se filtraba al jardín a través de la ventana
abierta. Reconoció el piano de Bill Evans. Se detuvo frente a ella, sin decir
palabra porque no sabía qué decir.
Si durante estos años la recordaba hermosa tuvo que aceptar
que el tiempo es mal consejero en cuestiones de belleza. Esperaba encontrarla
como la había dejado hacía diez años y la hallaba con una belleza madura, sensual,
plena de personalidad y modelada por la vida, las esperanzas y los desconsuelos,
una belleza que era mucho más completa que la anterior, una hermosura que le
hablaba sin palabras, uno de esos rostros que se desea encontrar al despertar cada
mañana y que se necesita explorar con ansia por muchos años. Tenía el pelo
recogido en una coleta, vestía una blusa azul pálido y unos pantalones ceñidos
que demostraban que Olga seguía siendo una mujer sensual. Ella le miraba y
sonreía.
-
Hola Nick- dijo, sin aparentar sorpresa.
-
Había venido para ver a mis padres- mintió- y al
saber que estabas por aquí....
-
Este es Maurice- dijo, mientras le besaba
nuevamente con fuerza. El chiquitín acarició con su manita la cara de Olga-
está aprendiendo a hablar ahora...
-
Hola, Maurice- Nick hizo una mueca graciosa que
hizo sonreír al pequeño.
-
¿Te apetece un café?
-
Bueno,...
-
¡Ah!
Lo olvidaba, el señor se habrá acostumbrado al té en Londres- Olga sonrió
y Nick sintió que la vida aún no le había preparado para entender por qué una sonrisa
puede volverle a uno del revés sin que se sea capaz de evitarlo.
Nick se quedó inmóvil, las manos en los bolsillos,
mientras se esforzaba en recomponer todas sus convicciones en la vida.
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