Las oficinas de Seguros Hengasa ocupan la quinta y sexta
plantas de un rascacielos en medio de la gran ciudad. Es una empresa
renombrada, que emplea a centenares de personas en la capital y que tiene casi
treinta oficinas en el resto del país. Su especialidad son los seguros inmobiliarios
y a pesar de que el mercado está un tanto deprimido, consiguen buenos
beneficios. Las oficinas son amplias pero no espaciosas porque las mesas están
apretadas las unas contra las otras, quizá con algún biombo de color vino separando
ciertas secciones, con pasillos estrechos y luz suficiente pero demasiado
blanca, impersonal, de clínica. Cada puesto de trabajo parece un clon del
anterior. Mesa de formica, silla de polipiel con rueditas, teléfono de rueda
que nadie usa porque todos tienen sus propios celulares, ordenador HP con
pantalla plana de quince pulgadas, cestillo para documentos y cajones en el
lado derecho. Algunas se diferencian por tener un marco con la foto de un
cónyuge o de unos niños que sonríen a no se sabe qué.
Néstor mira la imagen de Carmen, su mujer, que le observa
desde la playa de Fuerteventura donde hicieron aquella foto que empieza a decolorarse
con el tiempo. A lo mejor no ocurre nada, se está comiendo la cabeza por nada,
se dice a sí mismo.
-
Néstor, hay que ir a la notaría a recoger los
documentos de Fincas Velázquez. Asegúrate que han redactado bien la cláusula
del arbitraje- quien le habla es Tamames, el jefe de sección, un trepas que ha
subido lamiendo culos y sonriendo a los del Consejo pero que tiene tanta idea
del negocio como un lagarto. Le cae mal pero se cuida muy mucho de que lo note.
-
¿Ahora?
-
Claro que ahora. Tengo que tenerlo en un par de
horas.
El ascensor, como siempre, está saturado. Demasiados vecinos
y visitantes en el edificio para sólo dos elevadores. Pulsa repetidamente el
botón de llamada que hace mucho que tiene el indicador fundido por lo que nunca
sabe si el ascensor viene o no. Se escucha un cling metálico que indica que por
fin llega. Las puertas se abren, va bastante lleno pero aún hay espacio y
entra. Sus paredes están cubiertas de una formica que empieza a despegarse y
hay un par de pegatinas de publicidad adheridas al techo. En cada piso se
detiene y entran y salen personas que sólo emiten un murmullo a modo de buenos
días o adiós. La mayoría, mientras esperan, miran al techo o fingen leer las
instrucciones de emergencia marcadas en el frontal.
El hall es lujoso, como corresponde a cualquier edificio de
negocios. Mármol perla en las paredes, una gran cuadro en la pared con motivos
marinos y plantas auténticas bordeando el pasillo. Hay una alfombra de moqueta
azul que marca el camino al exterior.
Una puerta corrediza de cristal se abre y se encuentra en la
avenida. Llueve a cántaros. Se ha olvidado de bajar un paraguas, así que se
levanta el cuello de la gabardina intentando protegerse. La notaría está en el
otro extremo de la ciudad y necesita un taxi pero todos los que pasan llevan el
piloto verde apagado. Levanta el brazo
dos o tres veces intentando atraer la atención de alguno de ellos pero ninguno se
detiene.
-
Hombre, Néstor- le sorprende una voz a su
espalda. La reconoce. Es Jaime, el único que no quería ver en este momento.
-
Jaime...- mira para otro lado, buscando un taxi.
-
Ya sabes que tenemos que hablar- baja la voz a
propósito.
-
Otro día Néstor, ahora me ha mandado Tamames a
la notaría y tengo que apresurarme.
-
Ya, ya, pero tenemos que hablar de lo que tú
sabes.
Tiene suerte porque un taxi se
detiene frente a la puerta. Un coche pequeño, un Polo blanco que frena en seco
frente a Néstor. Este abre la puerta y entra rápido.
-
¡Te espero!- grita Jaime- ¡hoy hablamos!, ¿ok?
Néstor no contesta y se limita a
indicarle al chófer la dirección de destino. La ciudad está atestada de
vehículos y los semáforos parecen no sincronizados para incrementar el caos de
cualquier día con chubascos. El limpia gira rápido pero aun así no es capaz de
evacuar todo el agua, o quizá sea que el vaho entorpece la visión. El conductor
le habla del partido de ayer, que si el árbitro fue un cabrón, que el gol había
sido en fuera de juego, que está hasta las narices de los guardias urbanos que
persiguen a los taxistas como - afirma- todo el mundo sabe. De tanto en cuánto,
la radio vomita algún recado de un compañero.
-
Estoy bajando la rambla, ¿me oyes sevillano?-
vocean.
-
Llevo a un pasajero a Almeida, copio. ¿Te tomas
un vermú al mediodía?
-
Claro, copio. Ten cuidado con la lluvia y con
radar que han plantado en Arboledas.
-
Copio.
Néstor no escucha. Mira las gotas
deslizándose por el cristal, formando caminos ondulados y quiebros inesperados
a medida que caen hacia la gomita que aísla el vidrio de la puerta. Como los
quiebros de la vida que siempre son para caer. Piensa en Jaime. Está seguro que
lo vio, es uno de esos tipos cenizos que espía a los compañeros. Lo había visto
en sus ojos cuando le abordó anteayer.
-
Hola, Néstor. Me alegra verte porque estaba
deseando tener dos palabras contigo- le había dicho con esa sonrisa de tontolaba
que se gasta.
-
Tú dirás- le había replicado secamente.
-
¿Qué tal en la planta sexta?, te vi ayer por
allí y no es frecuente que los de la quinta subáis.
El muy cretino no había dicho nada más, pero era suficiente.
Néstor rememora los acontecimientos. Vaya desastre. Diez años en la empresa y
ahora esta mierda. Jaime no había hablado más pero a buen entendedor pocas
palabras bastan, porque cuando él subió a la sexta no había nadie a excepción
de él mismo y Quesada, el constructor ese; que maldito sea el día en que le
conoció. Estaban solos, bueno ahora sabía que no lo estaban porque, si no, de
qué cojones Jaime iba a saber que había subido a la sexta.
Había sido tentador, ya se sabe cómo son estas cosas. Si
todo marchara bien con Carmen, ni se lo hubiera planteado pero, ahora, con ella
pidiendo el divorcio y los gastos de abogado y la espada colgando sobre él de
tener que pasarle una pensión sustanciosa... tres mil al mes, le ha dicho su
abogado, en el peor de los casos. ¿Pero de dónde saca él tres mil?
Sí, tentador. Era fácil.
Cómo supo Quesada que él andaba escaso de pasta, no lo sabe. Pero era
sencillo de hacer. Modificar un par de formularios del seguro, que pareciera
que el valor catastral de un par de inmuebles fuese mucho menor para que ellos pudieran
hacerse con la propiedad a menor precio. No más de media hora de trabajo. Tocar
un par de teclas en el ordenador, un par de firmas electrónicas y ya está.
Cincuenta mil en cash. Se los había dado en un sobre amarillo y él le había
entregado la carpeta con los documentos falsificados. Ni cinco minutos en la
sexta, a las nueve de la noche, cuando todo el mundo se había largado ya.
Maldita sea, no todo el mundo. Si no, ¿de qué quiere hablar con él, ese imbécil
de Jaime?
-
Son treinta y dos euros- le dice el taxista
mientras le hace un recibo con letra que ni se entiende y grita a su colega que
ya va a tomar el vermú.
Tiene que esperar en la notaría. Hay
cola. Coge una revista de esas que hay en las notarías, que siempre son de oportunidades
de negocios en Singapur o de viajes. Si, al menos, fueran las que hay en la
peluquería, de cotilleos o el Interviú. No lee, solo hojea como si fuera un
autómata. Piensa en Carmen. No recuerda cuándo las cosas comenzaron a torcerse,
parece mentira que todo se rompa en tan poco tiempo. Dos años de noviazgo
feliz, boda en San Silvano, sesenta invitados y luna de miel en Florencia. Luego,
una mierda. Quizá si hubieran intentado tener hijos la cosa se hubiera
arreglado. O no, quién sabe nada. La cosa es que la había pillado entrando al
hotel con aquel hombre cuarentón pero bien plantado, abrazados y dándose un
pico. Joder, qué mierda. Y encima, todo con bienes gananciales y ella le acusa
de maltrato sicológico aconsejada por la bruja de su abogada. Cornudo y
apaleado, piensa.
-
Costará dinero conseguir un buen acuerdo- le
había dicho muy serio, bajándose las gafas hasta media nariz, Recues, su
abogado.
Y el, como un gilipollas, se había asustado, se había dejado
convencer por Quesada. Quién sabe, hasta puede ser que Recues y el constructor
estén compinchados y que cuando uno sabe de un desgraciado en apuros, el otro
aproveche la ocasión.
El notario le hace pasar. Son
diez minutos y cuatrocientos euros. Comprueba la cláusula de arbitraje y ve que
es correcta. Se despiden con amabilidad.
Esta vez, hay taxis en la parada
porque ha cesado momentáneamente de llover. El cielo está encapotado, con
nubarrones oscuros que se arremolinan hacia lo alto. A ratos, algún rayo del sol se cuela por
entre ellos y crea pequeños arco iris. Se ha levantado viento y el aire
arrastra las hojas de los falsos plataneros por las aceras. Los transeúntes caminan
acelerados, cuidando que sus paraguas calados no les mojen, algunos arrastrando
bolsas de centros comerciales y otros paquetes envueltos en plástico. Le pilla
el atasco de la calle central pero no es una sorpresa porque en ese punto
siempre reina el caos. El chófer es hábil, sortea un par de automóviles, se
salta una luz que acaba de ponerse en rojo y continúa hacia la oficina. Confía
en que Jaime se haya marchado, no quiere verle. Quizá sea todo fruto de su
imaginación, quizá se refiere a otro día porque hace tres o cuatro semanas
también subió a la sexta para alguna gestión. Sí, seguro que es eso, no debe
preocuparse.
El taxi patina ligeramente al
frenar sobre el pavimento húmedo. Pide recibo y le dice al conductor que se
quede con el cambio porque son sólo unas monedas. Cierra de un portazo y entra
en el hall. Joder, mala suerte. Allá está Jaime. Da la impresión de que le
estaba esperando. Intenta esquivarle, continua andando hacia el ascensor cuando
pasa a su lado sin saludarle, pero el otro se le pone a su lado y camina con
él.
-
¿Todo bien en la notaría?- abre la conversación.
-
Oye, de veras, que no tengo tiempo, ando muy
liado.
-
Yo creo que sí deberías tener tiempo para mí
porque a la tarde tengo una reunión con Tamames. Ya sabes, seguimiento de
clientes, pero en esas sesiones se habla de todo un poco.
Néstor se detiene en seco, se
vuelve hacia él y le mira. Espera a que no haya nadie cerca.
-
Bien, ¿Qué cojones quieres?
-
Cincuenta por ciento – dice el otro sin
molestarse en continuar con la pantomima.
-
No sé de qué me hablas.
-
Por eso, no sabemos de qué hablamos. Pero cincuenta
por ciento.
-
Diez- Néstor es consciente de que Jaime conoce
el asunto, que está en juego su carrera, su vida, que Carmen va a decirle eso
que ya le ha repetido, que ya sabía ella que era un mangarrán, un estúpido, que
qué ciega había estado. No merece la pena hacer más teatro.
-
Cincuenta
-
Veinte- alza un poco la voz.
Sergio, un compañero de trabajo se acerca sonriente. Parece que les ha oído.
-
¿Quién tiene veinte? ¿la nueva becaria? ¿Guapa,
eh? Sois unos viejos verdes.
Néstor y Jaime disimulan y hacen un chiste malo. Sergio se
pega a Néstor mientras le dice:
-
Subes, ¿no? Aprovecho para contarte lo de Fincas
Morales que está algo chungo.
-
Sí, claro- contesta Néstor que ve el cómo separarse
de su chantajista.
-
Cuarenta es lo mínimo- le dice muy bajito Jaime
antes de despedirse.
Entrega a Tamames los documentos
visados en notaría y este le da las gracias. Le cuenta que por la tarde lo
mirarán en la junta de dirección.
-
Será una sesión larga- suspira con resignación-,
tenemos muchos marrones. Aunque también alguna cosa buena, como por ejemplo que
Quesada y Asociados quiere darnos nuevos encargos, parece que está contento con
nuestros servicios.
Tamames se aleja por el corredor. Néstor se sienta en su
mesa y saca el sándwich que se ha traído para almorzar. Jamón y queso. Mientras
come, reflexiona. Finalmente, toma el teléfono y marca el 6711. Alguien
descuelga al otro lado.
-
¿Treinta?
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