10/9/13

Servicio por horas






Sé que puedo parecer un depravado por el oficio que ejerzo pero yo no lo creo así. Al cabo, uno ha de comer cada día y pagarse algún que otro capricho. Si, por algún designio desconocido de los dioses, me ha tocado en suerte ser apreciado por las mujeres, es casi una obligación cumplir con ese destino que me ha sido concedido.
Soy conservador, de modo que rechazo las redes sociales e Internet para publicitar mis servicios. Prefiero el clásico anuncio pequeño, por palabras, en el diario local. Es costoso, qué duda cabe, pero me da un prestigio que no tienen mis colegas y una respetabilidad que me permite cobrar un poquito más. Las señoras que me requieren piensan, con razón, que alguien que ha tenido el valor de presentarse en las oficinas del periódico, dictar el texto y pagar in situ es más de fiar que alguien que se parapeta en el anonimato de un módem.
Era otoño, casi invierno, y el día estaba grisáceo pero hermoso porque la luz del sol se filtraba por entre los nubarrones formando espirales de colores entre las ya desnudas ramas de los alisos. Acababa de levantarme. Había tenido un servicio toda la noche y me había acostado, con los ojos escocidos  y bostezando, casi cuando amanecía, de modo que todavía estaba desayunando mi zumo de naranja y unas tostadas untadas de mermelada de ciruela cuando la tarde ya comenzaba. Es lo que hay, este trabajo le cambia a uno los horarios aunque tampoco hay por qué quejarse ya que, finalmente, mis turnos de noche, si así podemos llamarlos, están mucho mejor pagados que los de cualquier obrero en una fábrica. Recuerdo que tenía el periódico entre mis manos cuando sonó el teléfono. Me sorprendió un poco la llamada porque, habitualmente, no es antes de las siete cuando comienzo a recibir solicitudes. Cierto es que, de vez en cuando, alguna señora con una urgencia  ineludible precisa de mis habilidades por la mañana y he de salir zumbando a su domicilio, pero no es normal que esto ocurra.
Noté enseguida, por el timbre vivo de su voz y el agitado declinar, que se trataba de una  joven, probablemente adinerada y, más aun seguramente, aburrida.
-        Serían cuarenta euros por hora- dije-, más doscientos adicionales si hubiera de pasar la noche. Los taxis a su cuenta.
Aceptó con ese desdén que da el dinero, ese saber estar por el que jamás se regatea ni se da importancia al precio.
-        A las ocho, sin falta – confirmé.
La mansión, en las afueras, al norte de la ciudad, era imponente. De piedra, con dos plantas y tejados de pizarra, estaba rodeada de un bello jardín bien cuidado y con la hierba recién cortada. Caminé por el sendero de piedra hasta la entrada principal y toqué el timbre. Enseguida, una criada me abrió la puerta. Vestía un uniforme que se me antojó anacrónico, negro y con un delantal blanco con puntillas, muy victoriano. Pregunté por la señora y la doncella dio a entender que estaba perfectamente al tanto de que yo llegaría. Mientras la seguía por el interminable corredor me atusé el cabello, me ajusté la corbata y me aseguré que los pantalones estuviesen en su lugar, ni muy abajo, ni muy arriba. Asimismo, tiré disimuladamente de la parte de atrás de la chaqueta para que las hombreras quedaran colocadas justo en el lugar preciso. Me llevé la mano a la cara para asegurarme que el rasurado era el correcto y después carraspeé ligeramente para aclarar mi garganta porque, por experiencia, sé que la voz debe estar limpia y prístina en el momento de la presentación.
-        Señora – dijo la sirvienta al acceder al salón-, el señor….
Me miró al percatarse de que no conocía mi nombre.
-        Jose Manuel- dije mientras mostraba mi mejor sonrisa.
La joven se giró entonces. Me pareció hermosa. Mejor así puesto que siempre es mucho más sencillo trabajar si la mujer es guapa. Era morena, el pelo ondulado en rizos artificiales, no llevaba maquillaje, al menos nada que llamara la atención, y vestía un modelito elegante pero nada ostentoso de chaqueta pantalón. Sus ojos eran castaños, sus pestañas cuidadas y su nariz pequeña lo que la hacía aún parecer más joven.
-        Hola, bienvenido- me tuteó- eres puntual.
-        Encantado de conocerte- le devolví el tuteo, aunque en este punto se ha de ser especialmente cuidadoso para no equivocarse. Me pareció que en esta ocasión procedía hacerlo.
-        Soy Paula- alargó su mano para saludarme y yo se la estreché. Es mejor dejarse llevar porque si te lanzas a darle dos besos quizá resulte ofensivo y si saludas con la mano quizá resulte frío.
-        Un placer- contesté mientras la miraba detenidamente. Era tan joven, apenas una niña.
-        Estate tranquilo, soy mayor de edad- dijo, pareciendo que leyera mi pensamiento y como debí parecerle que todavía dudaba, agregó- espero que no sea necesario enseñarte mi carnet de identidad.
-        No, por supuesto que no- afirmé- sin estar seguro de que no debía pedírselo. Uno puede meterse en un buen lío por estas cosas.
-        ¿Cuarenta, dijiste? – preguntó mientras se dirigía al ventanal – Tienes una voz muy sensual, creo que he acertado.
-        Sí, más doscientos si he de pasar toda la noche aquí- repliqué y le di las gracias por el cumplido.
-        Sí, creo que será necesario que te quedes – me miró fijamente y me repasó con la mirada de arriba abajo- me gusta tu voz, quédate.
-        Sin problema- sonreí.
-        Pero, antes de comenzar, he pensado que podemos cenar. He preparado algo ligero, tampoco es cosa de sentirse pesado en una noche así, ¿no? – sonrió angelicalmente.
-        Como quieras, será un placer.
La misma asistente que me había abierto la puerta fue la encargada de servirnos la cena. Una sopa de marisco que estaba realmente deliciosa y un rodaballo no menos apetitoso que acompañamos con un Sauvignon blanc. Me enteré, en la conversación que siempre fue amable y abierta, nada afectada, que su padre poseía una empresa naviera pero que, debido a sus múltiples ocupaciones, estaba la mayor parte del tiempo de viaje. En ocasiones, sobre todo en Navidad u otras fechas señaladas, ella misma se desplazaba- primera clase, por supuesto- para encontrarse con él y pasar algunas horas juntos: París, Dubai, Shanghai, Sidney o cualquier otra ciudad que les resultara conveniente dependiendo de en qué lugar se encontrara el progenitor. Su madre había fallecido siendo ella una niña y prefería no preguntar si su padre amaba a alguna otra mujer. O a varias.
Paula era educada, inteligente, algo aniñada para mi gusto- seguía preguntándome si de veras era mayor de edad- y de conversación interesante. Dijo que tocaba el piano y que nadaba asiduamente.
-        Precisamente- me dijo, ya en el postre, un extraordinario chocolat au champagne- había pensado hacerlo junto a la piscina.
Debió ver mi cara de temor porque, en noviembre, la temperatura nocturna del jardín no debía ser suficiente para pasarla al raso. Al entrar, había visto la gran piscina, ondulada en uno de sus lados y con dos estatuillas de porte griego al otro, y aunque seguramente disponía de calefacción me parecía demasiado osado.
-        No te preocupes – sonrío, sin duda, adivinando mis pensamientos.
-        Es noviembre- contesté, devolviendo la sonrisa.
-        Tenemos una pérgola cerrada en invierno. Allí será.
Estaba iluminada por unas velas que titilaban suavemente y vestían de amarillos la estancia. No sé qué sistema calefactor tendría pero la atmósfera era tibia y agradable. Olía a jazmín. A la izquierda, había un pequeño mueble con libros. Al fondo, otro con toallas, aceites de masaje y albornoces. A la derecha, dos hamacas de madera con colchones mullidos y cobertores de pluma. Habría algún altavoz escondido porque se escuchaban, muy suavemente, justo en el volumen adecuado, los preludios de Chopin.
-        Bien- me miró- creo que es hora de comenzar. Prefiero que elijas tú.
-        De acuerdo- confirmé y revisé el material del que disponía.
Ella se tumbó en una de las hamacas y se cubrió con el edredón. Estaba hermosa.
Me decidí y tomé del estante de los libros un ejemplar de poemas de Amado Nervo.
-        Empezaré por este- dije, mientras me sentaba en la otra hamaca. Acerqué y encendí una de las lamparitas para ver mejor y la coloqué entre nosotros. La sombras y los sentidos se intensificaron.
-        Perfecto. ¿Soy muy agraciada, sabes?- me habló como si se hablara a sí misma.
-        ¿Por qué?
-        Por poder pagarme estos lujos.
Sonreí y abrí el poemario. Efectivamente, no todos podían pagarse un lector de poesía por horas, un deleite reservado a algunos pocos afortunados. Engolé mi voz, me concentré para hallar el tono adecuado y comencé pausadamente, dando sentido a cada palabra. Serían seis o siete horas de lectura. Paula me miraba fijamente.

Todo amor nuevo que aparece
nos ilumina la existencia,
nos la perfuma y enflorece.

En la más densa oscuridad
toda mujer es refulgencia
y todo amor es claridad.
Para curar la pertinaz
pena, en las almas escondida,
un nuevo amor es eficaz;
porque se posa en nuestro mal
sin lastimar nunca la herida,
como un destello en un cristal.

Como un ensueño en una cuna,
como se posa en la rüina
la piedad del rayo de la luna.
como un encanto en un hastío,
como en la punta de una espina
una gotita de rocío...

¿Que también sabe hacer sufrir?
¿Que también sabe hacer llorar?
¿Que también sabe hacer morir?

-Es que tú no supiste amar...




 

 

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