La noticia llegó a Sansanera unos dos días después de que se
produjera. La trajo un arriero que se detuvo en la posada de los franciscanos,
a un par de leguas del pueblo.
- Habrá que decírselo al señor Emerson – le dijo, en voz
baja, Lucas a Engracia.
-
Tú no te metas en líos. Eso es cosa de ellos –
contestó ella con tono agrio mientras se volvía al fogón y revolvía las gachas
que estaba cocinando en la lumbre.
-
Alguien se lo dirá, de cualquier modo.
-
Pues que sea así, pero no tienes por qué ser tú –
se llevó un poco del cocido a la boca con la cuchara de palo, sopló un instante
y tras probarlo, echó dos pizcas de sal al puchero.
Por aquel entonces, Sansanera tenía trescientos tres habitantes
y se conocían todos. Para ser exactos, los habitantes eran uno, más cuatro, más
dos, más doscientos noventa y seis. El uno era Emerson Somosanto, el amo del
lugar, el patrón que daba trabajo, un hombre hecho a sí mismo, de cincuenta y
cuatro años, bebedor sólo los sábados y sólo ron, devoto de la virgen de
Guadalupe y propietario de las cosechas y los ganados que podían verse desde el
río Marañón hasta la cordillera. Un tipo duro, curtido en mil batallas, pero no
insensible. Era ávido lector de novelas policiacas, asistía a la ópera de la
ciudad cada invierno intentando cogerle el gusto aunque no lograba que aquellos
gorgoritos significasen algo para él, e incluso había sido cariñoso dentro de
los muros de la familia tiempo atrás. Sentía por su mujer un deseo primario a
medio camino entre el amor despechado y los celos perniciosos. En el trabajo y
en los negocios era estricto porque así había logrado amasar su fortuna. Cierto
que sus deseos en Sansanera eran ley pero se tenía por hombre juicioso con sus
peones.
Los cuatro siguientes eran su esposa, doña Aureliana Batista,
de cuarenta y siete años de edad, mujer hermosa de una belleza que aun siendo
serena alteraba la conciencia de los hombres como si su cuerpo frágil, ya
maduro pero siempre sensual, contuviera todas las llamadas a la pasión del
mundo. Aunque en realidad nunca había dado motivos para las habladurías desde
que todo aquello ocurriera, el pasado siempre rondaba la finca donde habitaba
con Emerson y sus tres hijos varones, los que completaban los cuatro antes
señalados, Reinoso, Quintín y Jacinto, de veintisiete, veinticinco y veinte
años respectivamente, buenos trabajadores, nobles pero algo juerguistas, los
cuales cada viernes a la noche tomaban sus caballos y cabalgaban tres horas hasta
la ciudad para no regresar hasta altas horas del domingo.
Los dos siguientes de la lista eran Lucas y Engracia, el
primero capataz de la hacienda y la segunda su esposa aburrida y hastiada de
una vida gris e irrelevante. Durante años había intentado que Lucas abandonara
aquel lugar para marcharse juntos a la ciudad, a hacer fortuna, a intentarlo
cuando menos, pero tras muchos disgustos y discusiones había echado la toalla
convencida que su marido sólo tenía agallas para domeñar a los peones
indefensos que contrataba el señor Emerson pero no para llevar las riendas de
su propia vida.
El resto, los doscientos noventa y seis, tenían por supuesto
sus nombres y sus apellidos pero daría lo mismo si no los tuvieran. Sólo
contaban para trabajar en las tierras, abrevar el ganado y servir a los
Somosanto. No podían quejarse del salario que, siendo escaso como lo eran los
sueldos en todo el país, no era peor que en otras haciendas u otras regiones. El
patrón no era hombre de bromas ni de sentimentalismos pero, aunque era exigente
en la labor, no era un déspota de modo que cada uno llevaba su vida como
buenamente podía. En lo único en lo que el Somosanto era un tirano declarado
era en la política. Cuando llegaban los congresistas desde la capital, cada
cierto tiempo, cuando se convocaban elecciones, estos hablaban únicamente con
don Emerson al que le entregaban las papeletas de votación. Somosanto, en esto
de la política, era un ciudadano concienciado y no se casaba con nadie de modo
que sopesaba cuidadosa y largamente cuál era la mejor candidatura, estudiaba
por las noches los programas políticos y se hacía traer desde la ciudad los
periódicos más influyentes. Una vez que tomaba la decisión ya nadie podía
cambiársela. Entonces, tomaba las papelinas del partido que había seleccionado,
trescientas dos, y las repartía entre
toda la población advirtiendo severamente que esperaba que cuando se abrieran
las urnas hubiera precisamente esos más el suyo propio- ni uno más, ni uno menos- votos para el
partido que él había elegido. Nunca nadie le había fallado.
El día del Corpus amaneció nublado y don Roque, el cura,
llegó en su carro justo a tiempo para la misa solemne que se celebró en la
plaza y a la que asistieron trescientos tres personas para satisfacción del
padre que, una vez acabado el servicio, se aceró a saludar a Emerson.
- Doy las gracias al Señor porque usted sabe
mantener la devoción, don Emerson. Tenga mi bendición – e hizo la señal de la
cruz ante un Somosanto que no agachó la cabeza puesto que había jurado no
hacerlo sino ante Dios y este no iba a aparecer.
Tras la comida, como era su costumbre, Emerson salió a
pasear por los aledaños de la masía mientras se fumaba un habano. Su recorrido
le llevó hasta el pantano y los cañaverales, caminó por la linde de la olmeda y
acabó entrando en la casa del capataz que estaba sentado en el porche, medio
dormido sobre una hamaca que chirriaba con cada bamboleo.
-
¿Qué tal, Lucas? – le gritó mientras exhalaba
lentamente una vaharada azul de humo.
-
Señor … - balbuceó el capataz, sobresaltado. Se
levantó inestable y bajó el sombrero en señal de respeto.
-
¿Todo bien? – preguntó, sonriente- descansa hoy
como manda el Señor pero mañana ya sabes que tenemos mucha faena.
-
Lo sé señor, los hombres están ya avisados.
-
Será un buen año. Las cosechas serán buenas y
los precios están subiendo. Parece que todo marcha bien, todo bien. – volvió a
saborear el buen tabaco.
Una bandada de estorninos cruzó el aire dibujando sombras
negras entre las nubes. Se había levantado aire y quizá lloviera por la noche.
-
¿Te pasa algo, Lucas? – Emerson era buen
observador y sabía leer la cara de los hombres.
-
¿No se ha enterado? – la pregunta se le escapó,
para arrepentirse al minuto siguiente.
-
¿De qué? – miró seriamente al capataz.
-
No, nada.
-
¿Enterarme de qué, Lucas?- su tono no dejaba
lugar a las dudas. Quería una respuesta y la quería ya mismo.
-
Perdóneme señor Emerson, creí que ya lo sabría-
balbuceó el otro.
-
Maldita sea, Lucas- se exasperó- suéltalo ya.
¿Ocurre algo con el ganado, con las cosechas?
-
No, no, no. No es nada de eso. Se trata de la
noticia que trajo un arriero ayer.
-
¿Qué noticia?
-
Fidel se dio a la fuga en la prisión.
Emerson Somosanto no dijo nada. Tiró su cigarro, lo pisoteó
con rabia y, a grandes zancadas, regresó a su casa. Se sirvió una copa de ron y
llamó a su esposa con calma.
- ¿Por Dios, no podré nunca olvidarme de todo
esto? – Aureliana miraba por la ventana con la vista perdida en los picos
nevados de la cordillera lejana.
- Vendrá con ánimo de venganza, lo sé. Hemos de
prepararnos. Haré que monten guardia. A mí no me importa enfrentarme a él pero
no quiero que se cruce en tu vida. – hablaba con serenidad.
-
¿En qué piensas?
-
¿Y tú, Aureliana? ¿En qué piensas tú?
-
¿De veras quisieras saberlo?
No contestó. Bebió un sorbo del licor y no pudo evitar que
su mente rememorara con rapidez los acontecimientos. Había pasado ya mucho
tiempo, casi diez años. Fidel Hungría, así se llamaba el hombre, era ingeniero
de minas del gobierno. Llegó a Sansanera una mañana de verano en automóvil, uno
de los pocos que se habían visto en la región, con un traje de lino recién
estrenado, un sombrero elegante y zapatos importados. Era joven y apuesto,
manejaba dinero y sus modales eran refinados. Sin duda, era culto porque trajo
consigo una imponente biblioteca y un gramófono con una caja de discos. Alquiló
una buena casa no lejos de la de Somosanto y, cada día, se sentaba escuchando
música al atardecer, frente al sol que se ocultaba. Sus preferencias eran
Schubert y Chopin y, según dijo en varias ocasiones, no era mal intérprete de
piano.
- Aunque mis dedos no tienen agilidad para ajustar
el metrónomo a más de ciento diez pulsos- le dijo con una sonrisa encantadora a
Aureliana la noche que le invitaron a cenar como buenos vecinos.
Cómo había ocurrido todo, no lo sabía. Ni siquiera podía
asegurar que hubiera sucedido algo. Lo cierto es que Emerson fue notando, día a
día, noche a noche, como su esposa se alejaba de él y cómo, al mismo tiempo, se
iba dejando seducir por aquel ingeniero papanatas recién llegado. ¿Y qué podía
hacer él? Imposible competir con un joven culto, de la ciudad, conocedor de
todos esos cotilleos que encantan a las mujeres, familiarizado con las fiestas
y las cuitas de los viejos ricos, pianista, ducho en matemáticas y cálculos,
buen conversador, apuesto, probablemente excelente amante. Un peligroso roba
corazones, se dijo una y otra vez.
La estancia de Fidel Hungría se fue alargando y, con ella,
la amistad con Aureliana se hizo más intensa. Comenzaron las discusiones y
ella, negándolo todo con la boca, no podía ocultar el brillo de sus ojos ni la
sonrisa disimulada que le alumbraba el rostro cuando le miraba. A Emerson le
hervía la sangre cuando los veía y supo que tenía que actuar. No hacen falta
pruebas cuando uno siente que la traición ya le ha mordido el alma. Fue
sencillo, que para eso él era el patrón de todas aquellas tierras e influyente
miembro de la ciudad. Primero, le dijo a Lucas que le habían desaparecido unas
joyas de casa y le ordenó que registrara todas las cabañas de los peones. No se
encontró nada porque nada había sido robado pero, en el tumulto y cuando Fidel
había ido a explorar las cuevas de mineral, le fue fácil ocultar el oro en la
casa del forastero.
- ¿También la casa del ingeniero? – le había
preguntado Lucas aquel día.
-
Claro, todas. Aquí ha habido un robo y hay que
encontrar lo robado.
Lucas lo encontró y el plan funcionó a la perfección.
Avisado el comisario de la ciudad, este interrogó a Lucas que honestamente
contó su verdad. Cuando Fidel regresó dos días después, fue arrestado. Lo negó
todo pero las pruebas eran incontestables. Emerson trabajó con intensidad
aquellas semanas pidiendo favores para que – como decía compungido- se le
hiciera justicia. Y, sea porque sus demandas parecieran legítimas o porque le debían
muchos favores, Fidel Hungría fue condenado a diez años por robo y eso
gracias a que el botín se había recuperado.
El día que le vio salir, escoltado por dos guardias, se sintió feliz, sonrió y
regresó satisfecho a casa. Aquella noche tuvo que emborracharse. Aureliana
estaba desconsolada y lloraba. No le dijo nada, no le recriminó nada, pero sus
ojos le mostraron con toda la claridad del mundo el odio que albergaban contra
él. Ambos se volcaron en los niños, en la finca y en la casa y nunca más se habló de aquello. Los dos
estaban de acuerdo, además, en que los chiquillos no debían saber nada.
Le había costado muchos años recuperar, si no su amor, sí
al menos una convivencia educada. Sus contactos íntimos eran muy esporádicos y ella se
entregaba con frialdad mortal, por imperativo conyugal, de modo que él se
desfogaba las más de las veces en la ciudad. Con todo, seguía deseándola como
el primer día.
Y, ahora, aquel hombre regresaba y sólo podía hacerlo para
vengarse de la falsa acusación. Como él mismo lo haría si las tornas estuviesen
cambiadas. Bien, se defendería. Quizá no había robado las joyas pero sí había sustraído
algo que le era mucho más preciado, el amor de Aureliana, su honor, su vida
completa.
Salió de la casa y organizó las guardias. A sus hijos les
explicó que habían alertado de la presencia de fugitivos peligrosos.
-
A matar- ordenó con severidad a los hombres
armados- cualquiera que quiera entrar en la hacienda es un intruso y la ley
permite que nos defendamos de forajidos.
Habían transcurrido dos semanas desde que Lucas le diera la
noticia y nadie había visto a Hungría. Estaba confirmado que se había dado a la
fuga pero le buscaban con perros y partidas y lo más probable es que estuviese
ya lejos, quizá cruzando la frontera. Las medidas de defensa en la casa no eran
necesarias y los hombres se necesitaban en otras laboras más urgentes e
importantes. Calmado ya, más del resquemor que del miedo, dio instrucciones para
que las cosas volvieran a su cauce.
-
Ese no osará ni acercarse. Estará ya muy lejos.
Volvamos a nuestra vida- le había dicho a Lucas, mientras Engracia les servía
un vaso de limonada y los observaba con recelo.
Lo único que le alteraba el ánimo era la actitud de su
esposa. Desde que se supiera de la fuga de Fidel estaba distinta, curiosamente
distinta. Eran sólo detalles ínfimos, apenas perceptibles, totalmente
desapercibidos para cualquier otro. Pero él la conocía bien. Sus ojos estaban
más vívidos, su pelo mejor peinado, sus ropas mejor planchadas, sus movimientos
eran más alegres, como si un sentimiento nuevo le ocupara el corazón.
Tonterías, pensó. Si algo ocurrió, fue hace mucho tiempo. Si alguna esperanza
queda, se desvanecerá en cuanto le atrapen o en cuanto pasen tres o cuatro
meses.
La vida, poco a poco, regresó a su ser; los trabajadores a
los campos, los vaqueros a los rebaños, Emerson a los negocios y la rutina
familiar se restableció en su totalidad.
Era viernes y, como era habitual, los tres muchachos habían
partido a la ciudad. Aureliana leía sentada en el porche a la luz de una
lámpara pequeña de amarillenta luz, como a ella le gustaba hacerlo. Se
escuchaba el martilleo de los grillos y las luciérnagas moteaban de luz el
prado. La luna, gibosa y nacarada, acababa de asomar por el horizonte y se
cruzaba en su vuelo con nubes estiradas y tranquilas. Emerson leía el diario en
el salón, se acercaban nuevas elecciones y analizaba con detenimiento cada
propuesta y las repercusiones de los programas en sus propios negocios.
Que se trataba del traqueteo del motor de un automóvil fue
evidente desde que ambos escucharon el sonido. Era extraño, no llegaban muchos
autos hasta allá. Somosanto pensó en algún político pero era demasiado tarde
para ello. Sus hijos no podían ser porque no regresarían hasta el domingo,
quizá fuese la berlina de la policía. Sólo cuando vio a Aureliana de pie en el
porche, el libro caído en el suelo, comprendió lo que ocurría. Como empujado
por un resorte se levantó y se acercó a la puerta.
Fidel Hungría estaba delante de la casa, en pie, sereno, con
el mismo traje elegante y el mismo sombrero caro con el que llegara hacía diez
años. Miraba a la mujer y esta miraba al hombre. No hacían falta palabras. Si
el silencio pudiera escucharse, Emerson Somosanto estaba seguro que hubiese
oído las más bellas frases de amor. No pudo contenerse. Ocurría en su propia
cara, en su propia casa, en su propiedad, en su territorio, nuevamente, con arrogancia,
con descaro. No bastaba con mandarlo a la cárcel, no era suficiente.
-
Te traigo una carta, Emerson- Fidel alargó un
sobre en su mano, mirando a Emerson con tranquilidad.
Emerson Somosanto no escuchaba. Su corazón era un tumulto, su
cabeza estaba llena de sangre e ira, sus manos apretaban la escopeta.
- Me voy ahora mismo- había dicho Fidel, pero los Somosanto
ya no pudieron escuchar estas palabras porque la detonación del disparo ocultó
todos los demás sonidos.
Cayó de bruces, mirando con incredulidad a ambos, los ojos
bien abiertos, el traje de lino bien planchado llenándose de sangre roja.
-
¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho?- gritó
Aureliana- ¿Qué has hecho?
La vio correr hacia el muerto, sin disimulo, era ya tarde
para ocultar nada, la vio llorar abrazada al cuerpo inerte, le escuchó decir te
quieros y te amos, cariños y adorados. La vio gemir y gritar, la vio cómo le
juraba odio, la vio levantarse por fin y llamar
a dos criados. Supo que se iba para siempre, que jamás la volvería a
ver.
Se sentó junto al cadáver del que todavía escapaba un hilo
de sangre. La mano aún extendida hacia él, con aquel sobre.
Lo tomó y, tras demorarse unos instantes, lo abrió. Era una
carta manuscrita. Reconoció su letra, aquella pulcra caligrafía con la que redactaba
los informes mineros. Tardó en leer pero, cuando lo hizo, tuvo que releer el
final varias veces.
Amo a Aureliana, la amé el día que la vi y la sigo
amando. Y sé que ella me amó aunque no sé si todavía pervive aquel sentimiento.
Más sé que no es justo que la reclame y sé que no puedo darle un futuro por
mucho que mi amor sea infinito. Soy un convicto, injustamente condenado, lo
sabéis, pero reo al fin. Me marcho de Sansanera, nunca más os molestaré. Voy muy lejos, a
otro país. Adiós para siempre. Sólo deseaba verla una vez más y no dejar
enemigos tras de mí.
Dejó caer la carta mientras el ulular de la sirena del coche
de la policía llegaba desde detrás de los setos.
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