Durante años, a la mayoría de nosotros, al menos a todos los
que no sufrimos un zarpazo cruel e injusto a destiempo en la vida, los primeros de noviembre nos traen aires
festivos, escenas como de un lejano día de campo, ausencia de tareas y jornada
de disfrute. En la infancia, acompañamos a nuestros padres a comprar ramilletes
de flores y vamos con ellos a los camposantos en un ritual que no comprendemos
y del que sólo recordamos que no hay colegio. Más tarde, de jóvenes, la fecha
nos resulta ajena y propia de vejestorios, no tenemos tiempo para perderlo en
sentimentalismos, estamos tan llenos de
vida que apenas percibimos que esta puede cesar, inmersos en un futuro que es
limpio y nuestro.
Pero, algún día, de pronto, sin anuncio, más tarde o más temprano,
la muerte se presenta en casa, se cuela por las ventanas, traicionera, nos toca
con su mano gélida y nos desgarra el alma con su daga invisible. Llegan entonces
el desconsuelo, la rabia y las preguntas. ¿Por qué se llevan al ser que amo y
no al asesino cobarde?, ¿por qué arrancan el aliento al más bueno del mundo
mientras tantos infames viven en la
opulencia, mientras tanta gentuza camina altiva e intocable? ¿Por qué tanta
injusticia cósmica? ¿Por qué Dios es siempre un ser sordo y ausente?
Llega también el sentimiento triste de los noviembres, la
necesidad de creer en algo para vencer la melancolía, para ahuyentar el miedo
que produce el pensar que la ausencia será para siempre. Nos abrazamos a una
esperanza de más allá, envuelta en muchas dudas y pocas certezas. Nos detenemos junto al nicho silencioso, la tierra que
recogió las cenizas o el mar que mortajó los cuerpos junto a pecios y corales,
y esperamos. Esperamos el milagro, el reencuentro, la justicia. Lo hacemos por
necesidad, porque la piel y el corazón no se resignan y llaman a la otra piel
que un día fue tan deseada, a las otras pupilas que reflejaban nuestro ser, al
beso que nunca debió de deshacerse. Sí, ansiamos la resurrección de la carne,
no nos vale con volvernos espíritus luminosos, ni sirve que nos crezcan alas de querubín ni nos conformamos con la
paz celeste y aburrida de las almas. Queremos volver a tocar al que se fue,
estrecharlo en un abrazo largo y apretado, contarnos cosas, reír y sentir juntos
el calor del mediodía asidos de la mano. No buscamos consuelo. Ansiamos
revancha.
Los primeros de noviembre colocamos crisantemos o claveles
en búcaros de fortuna, visitamos lugares solitarios escuchando el viento por si
trae alguna palabra del más allá, nos sentamos mirando al suelo por si percibimos
una sombra que nos alivie el desconsuelo, confiamos en que hemos perdido una
batalla pero no la guerra.
Ocurre que los primeros de noviembre nos negamos a decir
adiós.
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