La guerra, siendo horrible, no había sido lo peor. Tras la
batalla de Mersenfel, la contienda estaba decidida y quedó claro hasta para los
dirigentes de ambos bandos que ninguno la ganaría. La emisión de radiación había
sido inmensa y las nubes radioactivas vagaban por el planeta sin control. Sería
cuestión de tiempo hasta que la tierra quedara estéril y desértica. Con todo,
algunos grupos intentaban escapar dirigiéndose a las montañas más altas que era
el único lugar donde se decía que podía haber aún aire respirable. Los que
habían huido al Ártico o a los desiertos- amén de la dificultad enorme de
alcanzarlos- habían perecido porque las olas de rayos gamma habían barrido los
trópicos y los polos. Fue sólo cuestión de tiempo, de poco tiempo, apenas seis
o siete meses. Los ejércitos siguieron peleando, no sabían ya hacer otra cosa,
hasta que el último cartucho fue disparado, el último misil explotó entre una
esfera de fuego y el último general expiró. La guerra había sido terrible,
extenuante, asfixiante. Pero, a pesar de todo lo pasado, lo más insufrible quedaba
por llegar.
Para él, lo más horrendo había sido ver cómo, uno a uno,
todos los seres humanos iban muriendo a su alrededor y cómo el silencio se iba
apoderando del mundo a medida que las máquinas se quedaban sin energía, que las
luces se apagaban, que las aves desaparecían, que las voces eran cada vez
menos. Y, por fin, un verano de cielos azulado-marrones, un efecto de la
radiación que él no sabía comprender, dejó de escuchar cualquier sonido que no
fuera el viento o el rumor de aguas lejanas. Ni un pájaro, ni un animal, ni
siquiera el frotar de las alas de los insectos, sólo un silencio tan profundo que
podía escuchar el propio latir de su corazón. Era el último hombre, el último
ser vivo en la tierra aunque no sabía qué de su metabolismo le había protegido.
Comida liofilizada había de sobra porque, durante el conflicto, se habían
fabricado cantidades ingentes. Agua, también. Contaminada, sin duda, pero a él
no parecía afectarle. Además, no enfermaba porque no había ni bacterias ni
virus, también exterminados en la guerra. Sólo la vejez le mataría si es que la
radiación no había matado también a la muerte.
Hacía mucho tiempo que todo permanecía inalterado, apenas
mutado por la erosión del polvo que arrastraba el aire o las lluvias
ocasionales. No había plantas que cubrieran los edificios, ni una brizna verde
en todo el planeta. Los colores eran gris y siena, todo igual, como si el mundo
fuera una acuarela gigantesca y uniforme difuminada por el agua. Había días que
creía que enloquecería, un par de veces pensó en el suicidio pero desechó la
idea. A veces, cantaba con fuerza sólo por el placer de escuchar un sonido pero
iba olvidando las canciones e incluso su propio idioma. Se esforzaba en leer
los letreros que encontraba por las calles pero ya no los comprendía. Perdió la
noción del tiempo ¿Hacía cuántos años había finalizado la guerra? Recordaba que
llevó la cuenta hasta quince años
después. ¿Cuántos años habrían pasado ahora? ¿Veinticinco? ¿Treinta? El atardecer
era cada día más marrón por lo que deducía que la radiación seguía presente y
activa. Se había acostumbrado al silencio aterrador, a la rutina, a la nada que
le rodeaba. Vivía en las ruinas de lo que antaño, muy antaño, había sido un palacio.
Iba a dormirse escuchando sólo el fluir de su sangre y el
latido de su pulso, como cada día, como cada noche. Entonces, oyó algo abajo en la calle pero no reconoció que era una voz gritando su nombre.
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