La orden de movilización general se promulgó el seis de mayo,
un día azul bañado por un sol hermoso, de atmósfera límpida, que contradecía lo que estaba sucediendo. Miles de
ciudadanos salieron a las calles enardecidos de orgullo y proclamas, hubo
desfiles por las avenidas del centro y el presidente dirigió una fervorosa
alocución a la nación en la que recalcó cómo Dios se hallaba de nuestra parte. Aquella tarde, mi padre volvió pronto del
ministerio en donde ocupaba un cargo de cierta importancia.
-
Será un paseo militar, es lo que dicen todos –
declaró - Así lo ha confirmado el mariscal. Doce divisiones están ya
en la frontera dispuestas a acabar con el enemigo.
-
Pero la guerra siempre es horrible- protestó mi
madre que se había sentado apesadumbrada
en la cocina.
-
Lo sé, pero una vez que hemos entrado en el
infierno, o salimos victoriosos o nos quedamos en él. Ahora que la han
desatado, sólo queda ganarla, me temo.
Encendió la televisión y escuchamos durante horas las
noticias. Un buen puñado de analistas demostraban, más allá de cualquier duda
racional, que el país vecino no era enemigo para nosotros, que nuestros carros
de combate eran mucho más maniobrables y poderosos, que nuestros aviadores eran
capaces de las más memorables hazañas.
Aquel entusiasmo duró apenas cuatro meses, justo hasta que
comenzaron a llegar las notificaciones a las familias de los caídos y los
funerales tristes llenaron el país por completo. Las cartas que los
combatientes mandaban a sus esposas y a sus padres estaban repletas de espanto.
Nadie entendía cómo con toda la tecnología militar de que disponíamos, con el
avance de la técnica y la movilidad de las armas modernas, la batalla se había
convertido en una contienda de trincheras, al más puro estilo de la gran
primera guerra. Al contrario de lo que los generales habían asegurado- el Jefe del
Estado Mayor había augurado que sería una operación de dos o tres semanas -,
el frente se estancó muy dentro de nuestro territorio y el flanco derecho de nuestros ejércitos se vio
seriamente amenazado de ser envuelto, por lo que se hubo que recurrir a unas
llamadas a filas que no estaban previstas, de jóvenes imberbes. Y entre estos
casi adolescentes me encontraba yo mismo.
- Lo matarán y matará – le escuché decir a mi
madre mientras hablaba bajito con mi padre- Lo matarán y matará. Tienes que
hacer algo. Un chiquillo como él no debe cargar toda su vida con tantos muertos
o perder la vida para no recordar lo que hizo.
-
¿Y qué quieres que haga?- él mantenía la cabeza
gacha.
-
Lo que sea, lo que sea. Es un niño todavía. No
sabe nada de la vida, menos aún de la guerra.
-
Es un chico sano, no puede alegar que tiene
alguna incapacidad.
-
Me han dicho que algunos padres hieren a sus
propios hijos para evitar que los lleven a las trincheras- mi madre parecía
fuera de sí-; no sé, una pierna rota o una herida leve.
-
Sabes que eso está penado como traición. No
digas barbaridades. Además, yo no podría herir a mi propio hijo. Y no todos
mueren. La mayoría regresa a salvo.
-
Tampoco quiero que mate. Eso se recuerda toda la
vida, la conciencia no olvida eso. Recuerda a tu abuelo. Las pesadillas le
acompañaron toda su existencia – dijo ella.
-
Otros matarán por él.
-
¿Y qué importa eso? – zanjó mi madre la
conversación.- Tú eres el que estás en el ministerio.
No sé qué arreglos hizo mi padre, qué pagó o qué voluntades
compró, pero lo cierto es que me adscribieron al regimiento 16 de la capital del sur,
muy lejos de la contienda y donde ni siquiera había habido bombardeo aéreo
alguno. El cuartel estaba cerca de una de las prisiones militares que se habían
creado al inicio de la guerra, de modo que amén de las labores administrativas y de
logística que me encomendaban, cada semana me tocaba hacer guardia en el
presidio. Turnos de dos horas cada seis. Allá veía a aquellos pobres
desgraciados, que hablaban un idioma que yo desconocía y que, en la mayoría de
los casos, estaban enfermos y desnutridos. Estaba seguro que ellos también
tendrían prisiones similares en su nación con prisioneros de nuestro país. Al
menos, yo no tenía el riesgo de las trincheras, ni tenía que matar cada día. Los partes hablaban ya de cien mil muertos propios y un millón del enemigo. Los de ellos, justo lo contrario.
Entre
tanto, nuestro ejército realizó algunas brillantes acciones y
recuperó el terreno. Se decía que ya se habían entablado conversaciones de
paz y que ambos países, viendo que las cosas estaban casi como al inicio de la
contienda, exploraban una paz honrosa que ambos venderían, de mutuo acuerdo,
como una gloriosa victoria.
Ya en diciembre, una tarde en que la nieve había cubierto el
patio del cuartel, entró el capitán. Nos levantamos y nos pusimos en posición
de firmes. El cabo dijo que iba a leer los nombres de diez soldados y que, una
vez que escucháramos nuestros nombres, diésemos un paso al frente para
acompañar al oficial.
Se me heló la sangre. No cabía duda de que vendrían a
llevarnos al frente. Las cosas debían ir mal, las divisiones estar faltas de
efectivos y comenzaban a cubrirlos con los soldados que estaban en retaguardia.
Rogué a Dios para que no me tocara a mí.
Dios no quiso escucharme y el capitán dijo mi nombre.
Temblando, di el paso al frente y unos minutos después marchaba al paso tras él
en dirección al cuartel de la guardia, mi fusil en la mano y el casco de
combate en la cabeza, pertrechado como para salir directamente hacia la frontera.
-
Mierda- susurré a mi compañero de formación- nos
van a llevar al frente.
-
No digas chorradas- me contestó él.
-
¿No vamos al frente?
-
Claro que no, ya tenemos suficientes efectivos
allá y, además, sé de buena fuente que la suerte de las armas nos está
favoreciendo. Hemos recuperado todo el territorio ocupado y se ve cerca el
armisticio.
Di un suspiro y dejé de temblar. El destino me era
favorable. Con suerte, iba a poder sobrevivir a aquella guerra sin que la
muerte me rondara.
-
¿A dónde vamos, entonces? – pregunté.
No pudo contestarme porque el capitán nos ordenó parar y
leyó las órdenes.
-
Soldados, habéis sido elegidos para formar parte
de un pelotón de ejecución. Se trata de enemigos traidores. ¡Por la patria! - vociferó.
Los vi entonces. Eran diez hombres y estaban frente a la tapia,
atadas sus manos a la espalda. Me miraban con terror.
Me dieron dos balas y nos exhortaron a apuntar al corazón.
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