28/5/14

En retaguardia





La orden de movilización general se promulgó el seis de mayo, un día azul bañado por un sol hermoso, de atmósfera límpida, que contradecía lo que estaba sucediendo. Miles de ciudadanos salieron a las calles enardecidos de orgullo y proclamas, hubo desfiles por las avenidas del centro y el presidente dirigió una fervorosa alocución a la nación en la que recalcó cómo Dios se hallaba de nuestra parte.  Aquella tarde, mi padre volvió pronto del ministerio en donde ocupaba un cargo de cierta importancia.

-        Será un paseo militar, es lo que dicen todos – declaró - Así lo ha confirmado el mariscal. Doce divisiones están ya en la frontera dispuestas a acabar con el enemigo.

-        Pero la guerra siempre es horrible- protestó mi madre que se había sentado  apesadumbrada en la cocina.

-        Lo sé, pero una vez que hemos entrado en el infierno, o salimos victoriosos o nos quedamos en él. Ahora que la han desatado, sólo queda ganarla, me temo.
Encendió la televisión y escuchamos durante horas las noticias. Un buen puñado de analistas demostraban, más allá de cualquier duda racional, que el país vecino no era enemigo para nosotros, que nuestros carros de combate eran mucho más maniobrables y poderosos, que nuestros aviadores eran capaces de las más memorables hazañas.
Aquel entusiasmo duró apenas cuatro meses, justo hasta que comenzaron a llegar las notificaciones a las familias de los caídos y los funerales tristes llenaron el país por completo. Las cartas que los combatientes mandaban a sus esposas y a sus padres estaban repletas de espanto. Nadie entendía cómo con toda la tecnología militar de que disponíamos, con el avance de la técnica y la movilidad de las armas modernas, la batalla se había convertido en una contienda de trincheras, al más puro estilo de la gran primera guerra. Al contrario de lo que los generales habían asegurado- el Jefe del Estado Mayor había augurado que sería una operación de dos o tres semanas -, el frente se estancó  muy dentro de nuestro territorio y el flanco derecho de nuestros ejércitos se vio seriamente amenazado de ser envuelto, por lo que se hubo que recurrir a unas llamadas a filas que no estaban previstas, de jóvenes imberbes. Y entre estos casi adolescentes me encontraba yo mismo.

-       Lo matarán y matará – le escuché decir a mi madre mientras hablaba bajito con mi padre- Lo matarán y matará. Tienes que hacer algo. Un chiquillo como él no debe cargar toda su vida con tantos muertos o perder la vida para no recordar lo que hizo.

-        ¿Y qué quieres que haga?- él mantenía la cabeza gacha.

-        Lo que sea, lo que sea. Es un niño todavía. No sabe nada de la vida, menos aún de la guerra.

-        Es un chico sano, no puede alegar que tiene alguna incapacidad.

-        Me han dicho que algunos padres hieren a sus propios hijos para evitar que los lleven a las trincheras- mi madre parecía fuera de sí-; no sé, una pierna rota o una herida leve.

-        Sabes que eso está penado como traición. No digas barbaridades. Además, yo no podría herir a mi propio hijo. Y no todos mueren. La mayoría regresa a salvo.

-        Tampoco quiero que mate. Eso se recuerda toda la vida, la conciencia no olvida eso. Recuerda a tu abuelo. Las pesadillas le acompañaron toda su existencia – dijo ella.

-        Otros matarán por él.

-        ¿Y qué importa eso? – zanjó mi madre la conversación.- Tú eres el que estás en el ministerio.

No sé qué arreglos hizo mi padre, qué pagó o qué voluntades compró, pero lo cierto es que me adscribieron al regimiento 16 de la capital del sur, muy lejos de la contienda y donde ni siquiera había habido bombardeo aéreo alguno. El cuartel estaba cerca de una de las prisiones militares que se habían creado al inicio de la guerra, de modo que amén de las labores administrativas y de logística que me encomendaban, cada semana me tocaba hacer guardia en el presidio. Turnos de dos horas cada seis. Allá veía a aquellos pobres desgraciados, que hablaban un idioma que yo desconocía y que, en la mayoría de los casos, estaban enfermos y desnutridos. Estaba seguro que ellos también tendrían prisiones similares en su nación con prisioneros de nuestro país. Al menos, yo no tenía el riesgo de las trincheras, ni tenía que matar cada día. Los partes hablaban ya de cien mil muertos propios y un millón del enemigo. Los de ellos, justo lo contrario.
Entre tanto, nuestro ejército realizó algunas brillantes acciones y recuperó el terreno. Se decía que ya se habían entablado conversaciones de paz y que ambos países, viendo que las cosas estaban casi como al inicio de la contienda, exploraban una paz honrosa que ambos venderían, de mutuo acuerdo, como una gloriosa victoria.
Ya en diciembre, una tarde en que la nieve había cubierto el patio del cuartel, entró el capitán. Nos levantamos y nos pusimos en posición de firmes. El cabo dijo que iba a leer los nombres de diez soldados y que, una vez que escucháramos nuestros nombres, diésemos un paso al frente para acompañar al oficial.
Se me heló la sangre. No cabía duda de que vendrían a llevarnos al frente. Las cosas debían ir mal, las divisiones estar faltas de efectivos y comenzaban a cubrirlos con los soldados que estaban en retaguardia. Rogué a Dios para que no me tocara a mí.
Dios no quiso escucharme y el capitán dijo mi nombre. Temblando, di el paso al frente y unos minutos después marchaba al paso tras él en dirección al cuartel de la guardia, mi fusil en la mano y el casco de combate en la cabeza, pertrechado como para salir directamente hacia la frontera.

-        Mierda- susurré a mi compañero de formación- nos van a llevar al frente.

-        No digas chorradas- me contestó él.

-        ¿No vamos al frente?

-        Claro que no, ya tenemos suficientes efectivos allá y, además, sé de buena fuente que la suerte de las armas nos está favoreciendo. Hemos recuperado todo el territorio ocupado y se ve cerca el armisticio.

Di un suspiro y dejé de temblar. El destino me era favorable. Con suerte, iba a poder sobrevivir a aquella guerra sin que la muerte me rondara.
-        ¿A dónde vamos, entonces? – pregunté.
No pudo contestarme porque el capitán nos ordenó parar y leyó las órdenes.
-        Soldados, habéis sido elegidos para formar parte de un pelotón de ejecución. Se trata de enemigos traidores. ¡Por la patria! - vociferó.
Los vi entonces. Eran diez hombres y estaban frente a la tapia, atadas sus manos a la espalda. Me miraban con terror.
Me dieron dos balas y nos exhortaron a apuntar al corazón.





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