14/2/19

La Ventana de Johari




Creo que era en el canal 74, bastante avanzada la noche. Uno de esos late shows en el que el periodista de moda entrevista a alguien por motivos y méritos nunca claramente definidos. No tenía sueño y, por alguna razón, quizá a causa de la copa de brandy que tenía aún en la mano, me acurruqué en el sillón y vi el programa.
El invitado de la noche era una tal Armando Valle-Espinosa, terapista de oficio según aclaró a la audiencia. Es decir, uno de esos tipos, entre psicólogo y charlatán, que te agarra y en dos o tres sesiones da un vuelco a tu vida, te hace sentir bien y logra que seas una persona ilusionada y con el corazón lleno de buenos deseos. Como no podía ser menos, era hombre docto que había publicado numerosos libros de autoayuda, de los cuales, según nos informaron, el más vendido era uno titulado Coaching funcional y autoaprendido de Armando VE.  Tela de título, válgame el cielo.
El señor, en cualquier caso, no era torpe, y explicaba las cosas con criterio y orden. Al cabo, sólo expresaba lo que el sentido común dicta a la mayoría de los mortales aunque tan difícil sea en ocasiones seguir ese sentido. Comenzó a interesarme la charla cuando afirmó que uno puede saber si ama de verdad o no, si la pareja que ha elegido es la correcta o no, si le aman en serio o no, con un sencillo test que él denominó La ventana de Johari.
Puedes imaginar que me viniste a la mente inmediatamente; que, en décimas de segundo, recorrí tu preciosa silueta, vi tus ojos, sentí tus labios, añoré tu conversación y me dolió el haberte perdido. Sí, seguramente, fueron nuestros recuerdos los que hicieron que me irguiera en el asiento y prestara más atención al terapista.
Armando Valle-Espinosa explicó, con voz grave y parsimoniosa, que fueron dos psicólogos, Joseph Luft y Harry Ingham, los que combinando sus nombres y con muy poca imaginación bautizaron el test. Pidió a la audiencia que tomara papel y bolígrafo. Yo, en la distancia y escudado en el anonimato, lo hice también.
-        Bien,- dijo el entrevistado- , dibujen un cuadrado y escriban un cero en la esquina superior izquierda y un cien en la esquina superior derecha y en la inferior izquierda.
Lo hice, y comprobé unos segundos después que lo había realizado de manera correcta cuando Armando mostró cómo debía quedar el dibujito a toda la audiencia.


-        Ahora, - prosiguió- vamos a señalar en la línea superior cuánto nos importa la opinión de los demás, lo que piensen o digan de mí. Para el ejemplo, les ruego que elijan a personas conocidas pero no extremadamente cercanas. No elijan a su pareja, a su hijo o a su padre. Tampoco a un enemigo acérrimo que puedan tener. Elijan, por ejemplo, a compañeros de trabajo, gente con la que compartimos mucho tiempo pero que no forzosamente han de ser muy cercanos emocionalmente a nosotros. Si a usted no le importa nada lo que piensan de usted, marque un punto cerca del cero. Si, por el contrario, le importa mucho, marque un punto cercano al cien. ¡Ah! – se detuvo un momento para enfatizar lo que iba a decir – ¡sean sinceros consigo mismos!
Pensé en mi jefe y en Abilio, el contable. Y marqué el punto hacia el 75%. Supe por instinto que aquello no debía significar nada bueno. Que me importara tanto la opinión que de mí tenían aquellos dos insustanciales no reforzaba mi autoestima. Pero, qué caramba, el terapista nos había pedido ser honestos y yo estaba solo. La copa de licor no iba a delatarme.
-        Muy bien. ¿Lo han hecho todos ustedes? – continuó Valle-Espinosa – Ahora, en la línea vertical van a marcar un punto dependiendo de cuánto crean que son capaces de decir siempre lo que ustedes piensan. Si son de esas personas que siempre son sinceras, que no se guardan nada pase lo que pase y que se atreven a manifestar su opinión en toda ocasión, marquen cerca del cien. Si, por el contrario, son miedicas, tienen reserva a expresar sus opiniones, al qué dirán, si prefieren ocultar sus intenciones, marquen una señal cerca del cero.
Aquí me lo pensé un poco más pero hice la cruz cercana al 50%. Claro, por supuesto, que me guardo cosas que no deseo que se sepan en el trabajo. Cosas íntimas que no le importan a nadie, sentimientos encontrados, amoríos, fantasías, recuerdos, dolores. El 50, a medio camino, me pareció sensato. Imaginé, nuevamente, que aquello no era bueno, que el terapista iba a hacer una demoledora explicación de mi elección.  Yo hablaba demasiado. Un 50% se me antojó demasiado. Un bocazas que se hace enemigos con sus opiniones.
-        ¿Lo tienen ya? – volvía a hablar Armando, ahora tomado por la cámara en primer plano –  Pues hagan dos líneas a partir de esos dos puntos que han marcado. Les debe quedar algo así. – Y puso frente a la cámara su dibujo.
La pantalla mostró entonces, en travelling aéreo, a varias personas del público comprobando que estaban haciendo bien el ejercicio. Yo hice lo mismo. Miré al papel que estaba en mis manos y vi que efectivamente, como a todos los demás, me habían aparecido cuatro cuadrados.



-        Nos tiene a todos en vilo, doctor. ¿Qué sigue ahora? – dijo el entrevistador halagando al invitado de la noche otorgándole un título que seguramente no poseía.
-        Les explico. Verán que lo que hemos dibujado se parece mucho a una ventana y de ahí el nombre del test, La ventana de Johari. El cuadrado de arriba a la izquierda es su “yo libre”. Es lo que usted cuenta de sí mismo y lo que le importa de todo lo que los demás dicen de usted. El cuadrado superior derecho es su “yo negado”. A usted no le importa un higo esa parte de lo que opinan los demás de usted. Son opiniones que existen pero que a usted ya no le preocupan. El cuadrado inferior izquierdo es su “yo secreto”, las cosas que usted no cuenta porque son suyas y no desea que nadie cotillee en su vida más interior o porque tiene intereses para ocultarlas, su agenda secreta. Por fin, el último cuadrado, abajo, a la derecha, es su “yo oculto”. Usted no sabe que existe y no escucha a nadie que le diga que existe. Ahí residen, por ejemplo, los comportamientos irracionales.



-        Bien, doctor – volvió a darle un título el entrevistador-, ¿y todo esto, qué nos dice? ¿Es bueno tener un gran cuadrado a la derecha? ¿es malo?
-        Todas las personas, en sus relaciones sociales – respondió el terapista – tienen ventanas más o menos iguales, con sus hojas a medio camino o quizá un tanto ladeadas. Los que son más reservados, y normalmente intrigantes, tienen un “yo secreto” bastante grande. Los muy abiertos, tienen un “yo libre” mayor pero esto les acarrea también problemas ya que muchas veces hieren con sus opiniones. Demasiada euforia es, por lo general, cruel.
-        Entiendo. ¿Qué me dice del cuadrado superior derecho? – preguntó el director del programa.
-        Si es muy grande en su ventana, implica que poco le importa lo que los demás digan de usted. Esto significa que está usted seguro de sí mismo pero también que no ha reflexionado mucho sobre usted, que no tiene mucha empatía con el otro, que le es ajeno, que le da igual lo que de usted piense esa otra persona.
-        De todos modos señor Valle-Espinosa, creo que nos hemos alejado de la cuestión con la que iniciamos la charla. Usted nos dijo que podíamos saber si un amor es verdadero con esta ventana. No acabo de ver la relación.
-        Les pedí antes que hicieran el ejercicio pensando en alguna persona de relación relativa, un “conocido” vamos a llamarlo.
-        Así es.
-        No repitan el ejercicio ahora, delante de todos. Es demasiado personal. Pero, cuando regresen a sus casas, tras el programa, o dentro de unos minutos los que nos ven desde sus hogares, repitan la ventana pensando en la persona a la que aman, a la que aman de verdad que puede ser o no ser su pareja oficial – se detuvo, dejando que el público reflexionara sobre sus palabras – , repitan el ejercicio y observen la ventana que les sale.
-        ¿Debe ser semejante? – preguntó el entrevistador.
-        No. No lo será. Verán el resultado si es que de verdad aman a esa persona. Pero les dejo que ustedes lo descubran por sí mismos. Es fácil interpretar el resultado. Se percatarán enseguida de lo que han hecho, de lo que han dibujado.
-        Nos deja en el misterio, señor Valle-Espinosa.
-        Así me llaman otro día – sonrió el terapista.

Era ya muy tarde y el programa tocaba a su fin. Le despidieron con amables palabras y un largo aplauso puso fin a la emisión.
Apagué el televisor con el mando a distancia y terminé la copa de brandy. Aún no tenía sueño. Me daba miedo seguir con aquel experimento que, por lo demás, en mi yo más racional, me parecía ridículo, propio de teledebates y folletines, como si me estuvieran vendiendo abalorios haciéndolos pasar por joyas de arte. Sin embargo, algo me impulsó a tomar otra hoja en blanco.
Pensé en ti. Me dolió pensar en ti. ¿Te amé? ¿Te amo aún?
Marqué los puntos. ¿Cuánto me importaba lo que pensaras de mí? ¿Cuánto de mí me atrevía a decir frente a ti? Marqué, miré el dibujo, y una sonrisa dulce y cómplice se dibujó en mi cara.
-        Será cabrón – se me escapó, al pensar en el terapista-, ¡por supuesto que lo entiendo!
No había ventana. No la había. Sólo un cuadrado más limpio que un cielo de verano, una visión transparente y clara.




¿Cuánto me importaba lo que de mí pensaras, mi tierna amada? Todo. Cien por cien. Infinitamente cien. No había nada más importante para mí, eras mi amor total. Nada más importante que tus opiniones, que tus consejos, que tus regañinas Ahora, la otra coordenada. ¿A cuánto me atrevía en tu presencia, cuánto de mí quería y podía contarte? Todo. ¿Te oculté algo? Jamás. No había nada que deseara ocultarte porque te amaba y tú hacías que todo fuera sencillo de contar, lo comprendías todo porque me amabas, me sentía seguro aun cuando no compartieras mi opinión. No siempre estabas de acuerdo conmigo, claro está, pero ninguna dificultad había para expresarlo, para abrirme a ti, para descansar en ti, para discutir contigo.
Todo puro “yo libre”. La libertad absoluta de amarte y de que me amaras. Sin zonas ciegas, ni ocultas, ni desconocidas.
Funcionaba. El dichoso test funcionaba y el resultado era lo que yo ya sabía desde siempre. Que sí, que te amaba como un loco. Y eso, era bueno.
Clavé la hoja con una chincheta en el corcho de la cocina, junto a las listas del supermercado y las convocatorias del dentista. Iba a guardarla.
Me dormí pensando en qué ventana hubieras dibujado tú.




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