Creo que era en el canal 74, bastante avanzada la noche. Uno
de esos late shows en el que el periodista de moda
entrevista a alguien por motivos y méritos nunca claramente definidos. No tenía
sueño y, por alguna razón, quizá a causa de la copa de brandy que tenía aún en
la mano, me acurruqué en el sillón y vi el programa.
El invitado de la noche era una tal Armando Valle-Espinosa, terapista
de oficio según aclaró a la audiencia. Es decir, uno de esos tipos, entre psicólogo
y charlatán, que te agarra y en dos o tres sesiones da un vuelco a tu vida, te
hace sentir bien y logra que seas una persona ilusionada y con el corazón lleno
de buenos deseos. Como no podía ser menos, era hombre docto que había publicado
numerosos libros de autoayuda, de los cuales, según nos informaron, el más
vendido era uno titulado Coaching funcional y autoaprendido de
Armando VE. Tela de título, válgame
el cielo.
El señor, en cualquier caso, no era torpe, y explicaba las
cosas con criterio y orden. Al cabo, sólo expresaba lo que el sentido común
dicta a la mayoría de los mortales aunque tan difícil sea en ocasiones seguir
ese sentido. Comenzó a interesarme la charla cuando afirmó que uno puede saber
si ama de verdad o no, si la pareja que ha elegido es la correcta o no, si le
aman en serio o no, con un sencillo test que él denominó La ventana de
Johari.
Puedes imaginar que me viniste a la mente inmediatamente;
que, en décimas de segundo, recorrí tu preciosa silueta, vi tus ojos, sentí tus
labios, añoré tu conversación y me dolió el haberte perdido. Sí, seguramente,
fueron nuestros recuerdos los que hicieron que me irguiera en el asiento y
prestara más atención al terapista.
Armando Valle-Espinosa explicó, con voz grave y parsimoniosa,
que fueron dos psicólogos, Joseph Luft y Harry Ingham, los que combinando
sus nombres y con muy poca imaginación bautizaron el test. Pidió a la audiencia
que tomara papel y bolígrafo. Yo, en la distancia y escudado en el anonimato, lo
hice también.
-
Bien,- dijo el entrevistado- , dibujen un
cuadrado y escriban un cero en la esquina superior izquierda y un cien en la
esquina superior derecha y en la inferior izquierda.
Lo hice, y comprobé unos segundos después que lo había realizado
de manera correcta cuando Armando mostró cómo debía quedar el dibujito a toda
la audiencia.
-
Ahora, - prosiguió- vamos a señalar en la línea
superior cuánto nos importa la opinión de los demás, lo que piensen o digan de
mí. Para el ejemplo, les ruego que elijan a personas conocidas pero no extremadamente
cercanas. No elijan a su pareja, a su hijo o a su padre. Tampoco a un enemigo acérrimo
que puedan tener. Elijan, por ejemplo, a compañeros de trabajo, gente con la
que compartimos mucho tiempo pero que no forzosamente han de ser muy cercanos
emocionalmente a nosotros. Si a usted no le importa nada lo que piensan de
usted, marque un punto cerca del cero. Si, por el contrario, le importa mucho,
marque un punto cercano al cien. ¡Ah! – se detuvo un momento para enfatizar lo
que iba a decir – ¡sean sinceros consigo mismos!
Pensé en mi jefe y en Abilio, el contable. Y marqué el punto
hacia el 75%. Supe por instinto que aquello no debía significar nada bueno. Que
me importara tanto la opinión que de mí tenían aquellos dos insustanciales no
reforzaba mi autoestima. Pero, qué caramba, el terapista nos había pedido ser
honestos y yo estaba solo. La copa de licor no iba a delatarme.
-
Muy bien. ¿Lo han hecho todos ustedes? – continuó
Valle-Espinosa – Ahora, en la línea vertical van a marcar un punto dependiendo
de cuánto crean que son capaces de decir siempre lo que ustedes piensan. Si son
de esas personas que siempre son sinceras, que no se guardan nada pase lo que
pase y que se atreven a manifestar su opinión en toda ocasión, marquen cerca
del cien. Si, por el contrario, son miedicas, tienen reserva a expresar sus
opiniones, al qué dirán, si prefieren ocultar sus intenciones, marquen una
señal cerca del cero.
Aquí me lo pensé un poco más pero
hice la cruz cercana al 50%. Claro, por supuesto, que me guardo cosas que no
deseo que se sepan en el trabajo. Cosas íntimas que no le importan a nadie,
sentimientos encontrados, amoríos, fantasías, recuerdos, dolores. El 50, a
medio camino, me pareció sensato. Imaginé, nuevamente, que aquello no era
bueno, que el terapista iba a hacer una demoledora explicación de mi elección. Yo hablaba demasiado. Un 50% se me antojó
demasiado. Un bocazas que se hace enemigos con sus opiniones.
-
¿Lo tienen ya? – volvía a hablar Armando, ahora
tomado por la cámara en primer plano – Pues hagan dos líneas a partir de esos dos
puntos que han marcado. Les debe quedar algo así. – Y puso frente a la cámara su
dibujo.
La pantalla mostró entonces, en travelling
aéreo, a varias personas del público comprobando que estaban haciendo
bien el ejercicio. Yo hice lo mismo. Miré al papel que estaba en mis manos y vi
que efectivamente, como a todos los demás, me habían aparecido cuatro
cuadrados.
-
Nos tiene a todos en vilo, doctor. ¿Qué sigue
ahora? – dijo el entrevistador halagando al invitado de la noche otorgándole un
título que seguramente no poseía.
-
Les explico. Verán que lo que hemos dibujado se
parece mucho a una ventana y de ahí el nombre del test, La ventana de
Johari. El cuadrado de arriba a la izquierda es su “yo libre”. Es lo
que usted cuenta de sí mismo y lo que le importa de todo lo que los demás dicen
de usted. El cuadrado superior derecho es su “yo negado”. A usted no le importa
un higo esa parte de lo que opinan los demás de usted. Son opiniones que
existen pero que a usted ya no le preocupan. El cuadrado inferior izquierdo es
su “yo secreto”, las cosas que usted no cuenta porque son suyas y no desea que
nadie cotillee en su vida más interior o porque tiene intereses para
ocultarlas, su agenda secreta. Por fin, el último cuadrado, abajo, a la
derecha, es su “yo oculto”. Usted no sabe que existe y no escucha a nadie que
le diga que existe. Ahí residen, por ejemplo, los comportamientos irracionales.
-
Bien, doctor – volvió a darle un título el
entrevistador-, ¿y todo esto, qué nos dice? ¿Es bueno tener un gran cuadrado a
la derecha? ¿es malo?
-
Todas las personas, en sus relaciones sociales –
respondió el terapista – tienen ventanas más o menos iguales, con sus hojas a
medio camino o quizá un tanto ladeadas. Los que son más reservados, y
normalmente intrigantes, tienen un “yo secreto” bastante grande. Los muy
abiertos, tienen un “yo libre” mayor pero esto les acarrea también problemas ya
que muchas veces hieren con sus opiniones. Demasiada euforia es, por lo
general, cruel.
-
Entiendo. ¿Qué me dice del cuadrado superior
derecho? – preguntó el director del programa.
-
Si es muy grande en su ventana, implica que poco
le importa lo que los demás digan de usted. Esto significa que está usted
seguro de sí mismo pero también que no ha reflexionado mucho sobre usted, que no
tiene mucha empatía con el otro, que le es ajeno, que le da igual lo que de
usted piense esa otra persona.
-
De todos modos señor Valle-Espinosa, creo que
nos hemos alejado de la cuestión con la que iniciamos la charla. Usted nos dijo
que podíamos saber si un amor es verdadero con esta ventana. No acabo de ver la
relación.
-
Les pedí antes que hicieran el ejercicio
pensando en alguna persona de relación relativa, un “conocido” vamos a llamarlo.
-
Así es.
-
No repitan el ejercicio ahora, delante de todos.
Es demasiado personal. Pero, cuando regresen a sus casas, tras el programa, o
dentro de unos minutos los que nos ven desde sus hogares, repitan la ventana
pensando en la persona a la que aman, a la que aman de verdad que puede ser o
no ser su pareja oficial – se detuvo, dejando que el público reflexionara sobre
sus palabras – , repitan el ejercicio y observen la ventana que les sale.
-
¿Debe ser semejante? – preguntó el entrevistador.
-
No. No lo será. Verán el resultado si es que de
verdad aman a esa persona. Pero les dejo que ustedes lo descubran por sí mismos.
Es fácil interpretar el resultado. Se percatarán enseguida de lo que han hecho,
de lo que han dibujado.
-
Nos deja en el misterio, señor Valle-Espinosa.
-
Así me llaman otro día – sonrió el terapista.
Era ya muy tarde y el programa
tocaba a su fin. Le despidieron con amables palabras y un largo aplauso puso
fin a la emisión.
Apagué el televisor con el mando
a distancia y terminé la copa de brandy. Aún no tenía sueño. Me daba miedo
seguir con aquel experimento que, por lo demás, en mi yo más racional, me
parecía ridículo, propio de teledebates y folletines, como si me estuvieran
vendiendo abalorios haciéndolos pasar por joyas de arte. Sin embargo, algo me
impulsó a tomar otra hoja en blanco.
Pensé en ti. Me dolió pensar en ti. ¿Te amé? ¿Te amo aún?
Marqué los puntos. ¿Cuánto me
importaba lo que pensaras de mí? ¿Cuánto de mí me atrevía a decir frente a ti? Marqué,
miré el dibujo, y una sonrisa dulce y cómplice se dibujó en mi cara.
-
Será cabrón – se me escapó, al pensar en el
terapista-, ¡por supuesto que lo entiendo!
No había ventana. No la había.
Sólo un cuadrado más limpio que un cielo de verano, una visión transparente y
clara.
¿Cuánto me importaba lo que de mí
pensaras, mi tierna amada? Todo. Cien por cien. Infinitamente cien. No había
nada más importante para mí, eras mi amor total. Nada más importante que tus opiniones,
que tus consejos, que tus regañinas Ahora, la otra coordenada. ¿A cuánto me
atrevía en tu presencia, cuánto de mí quería y podía contarte? Todo. ¿Te oculté algo? Jamás. No había
nada que deseara ocultarte porque te amaba y tú hacías que todo fuera sencillo
de contar, lo comprendías todo porque me amabas, me sentía seguro aun cuando no
compartieras mi opinión. No siempre estabas de acuerdo conmigo, claro está,
pero ninguna dificultad había para expresarlo, para abrirme a ti, para descansar
en ti, para discutir contigo.
Todo puro “yo libre”. La libertad
absoluta de amarte y de que me amaras. Sin zonas ciegas, ni ocultas, ni desconocidas.
Funcionaba. El dichoso test
funcionaba y el resultado era lo que yo ya sabía desde siempre. Que sí, que te
amaba como un loco. Y eso, era bueno.
Clavé la hoja con una chincheta en
el corcho de la cocina, junto a las listas del supermercado y las convocatorias
del dentista. Iba a guardarla.
Me dormí pensando en qué ventana
hubieras dibujado tú.
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