Eras buena preparando Gin-Tonics. No sólo eligiendo los
ingredientes y, sobre todo, el momento adecuado para proponer compartir uno,
sino también en la liturgia de su elaboración. La toma de las copas anchas, de
balón, el cómo vertías la tónica – que debía ser azul-, la ginebra y los botánicos,
bayas, canela, vainilla, cardamomo, regaliz, qué se yo. Pero donde más te entretenías
y mostrabas una destreza especial era en la preparación de la lima. Aunque a mí
todos los frutos me parecían iguales, tú los examinabas con atención hasta
decidir cuál era más apropiado y, entonces, buscabas el rayador y procedías a
cortar el trocito justo, a conseguir el polvillo exacto a espolvorear. Siempre
me maravilló tu maestría con las limas, ese lograr el twist
grácil y similar a un rizo de cabello suave. Alguna vez me explicaste las
diferencias entre las limas de Tahití y las del desierto, las duyas o las de Cantón,
sin que yo pudiera entender cuarta de media.
Luego, acabado el ritual, tú lo probabas y me ofrecías un
sorbo. Y sí, siempre me parecía estupendo, en su punto, más aún si lo compartía
junto a ti. Recuerdo que te tumbabas en el sillón y ponías tus pies y tus
piernas desnudas sobre mi regazo y yo, entre sorbo y sorbo, quizá con una
película pirateada en la televisión, me dedicaba a lo que más me gustaba,
acariciarte y dejar pasar el tiempo a tu lado.
Eso fue ya hace mucho tiempo pero tu destreza con la lima no
se me ha olvidado. Será tonto, ya lo sé, pero siempre tengo preparado todo para
que tú puedas preparar un gin-tonic. Aunque sepa que es imposible, aunque sepa
que el pasado no regresa, que quizá yo tampoco quiera que vuelva como si fuese un cartero que llama dos veces a destiempo. La tónica y la ginebra aguantan lo suyo sin perecer pero las limas
me caducan cada pocas semanas, aunque las mantenga bien guardadas en el
frigorífico. Primero, pierden su verdor y luego se van arrugando, achicando,
como si representaran una metáfora de la esperanza de verte. Así, hasta que
debo tirarlas y siento una extraña sensación de pérdida, de que no ha ocurrido
eso que deseaba o no deseaba o yo qué coño sé qué quería.
Pero, siempre, voy al supermercado y recorro el pasillo de
frutería buscando las limas dichosas. Las miro, me hablan de alguna manera, y
acabo comprando tres o cuatro que guardo en el refrigerador, esperando que,
esta vez sí, pueda aprovecharlas junto a ti.
No ocurre, claro. Y, así, transcurre el tiempo, tan anodino
y repetitivo como el monótono tic-tac de un reloj de ajedrez.
A veces creo que soy un indio comanche de esos de las
películas de John Ford, de esos que cuentan el tiempo por lunas. Yo, lo cuento
por limas, que al fin y al cabo una letra poco cambio hace.
Hace ya muchas limas que no te veo.
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