23/11/08

Indecisión


Las contaba cada mes. La última vez que lo hizo, contabilizó diez mil cuatrocientas diecisiete libretas, perfectamente ordenadas en su casa. Aparte de la cocina y de una mitad de su habitación, el resto de la vivienda estaba ya llena de cuadernos. Había iniciado aquel trabajo cuando contaba veinte años, al poco de romper con Teresa. Bueno, en realidad, no podría llamársele a aquello romper, porque nunca salieron juntos ni siquiera hablaron más de dos o tres veces. Ella jamás supo que él la amaba con esa pasión adolescente que lo ofusca todo. Él dudaba en cómo abordarla, en cómo charlar con ella, en pedirle ir juntos al cine. Quería que todo fuera perfecto cuando lo hiciera y no acababa de bordar su plan lo suficientemente como para estar convencido de que ella no pudiera negarse. La muy ingrata no fue capaz siquiera de darse cuenta de ello y se lió con un chico altanero que siempre llevaba un polo anudado al cuello y zapatos de gamuza. Les vio besarse tras la cancha del campus y, desde aquel día, quedó roto el compromiso que con ella tenía.

Decidió que, en desagravio de su pena, escribiría su triste historia de amor. Más como venganza que como recuerdo. Cuando la publicara todos sabrían el tipo de mujer que era Teresa y cómo había jugado inmisericordemente con sus sentimientos. Pero tenía que ser un buen relato. Uno que llegara al alma, que conmoviera, que permaneciera grabado en el recuerdo del lector. Y él, aún no estaba preparado. Resolvió que, primero, aprendería a escribir con esmero y, para ello, nada mejor que recopilar frases que le llamaban la atención. Compró una libreta y comenzó a escribir sentencias que le gustaban. Unas por bellas y metafóricas, otras por breves y concisas, algunas por estar hábilmente tejidas, o por ser profundas o por ser ligeras. La labor se le acumuló. En un par de ocasiones pensó que ya estaba listo para iniciar su novela pero, en ambos casos, halló otra frase que demolía las anteriores. Jamás escribiría algo que él sabía que no era lo mejor. El amor quebrado por Teresa requería la excelencia.

Con los años, se percató de que ya no recordaba todas las expresiones encontradas que ya se acumulaban en casi un millar de libretas. Comenzó así una tarea paralela, enciclopédica, para contar con un índice indexado que relacionaba los textos por estilo, por palabras, por autor o por contenido semántico. Cuando cumplió sus cincuenta años, dedicó el día del cumpleaños a reordenar los libritos para que, cuando por fin se sintiera seguro de arrancar con su historia, todo estuviera en orden. Cinco años después pensó que el momento había llegado. Incluso colocó dos cuartillas sobre la mesa y escribió una primera frase que decía “El amor no satisfecho permanece vagando por los caminos del alma. Esta es la historia de mi amor por Teresa…”. Lo leyó tres veces, cambió la palabra “satisfecho” por “compartido” y, finalmente, rompió las hojas y las quemó en la chimenea. No era bueno. No podía decidirse a seguir si no era perfecto. Tenía que seguir recolectando textos. Aunque eran las diez de la noche y caía un aguacero gris y ventoso, salió a la calle y caminó hasta la gasolinera que estaba a un par de kilómetros. A esa hora, era el único lugar abierto donde poder comprar una libreta nueva. La necesitaba.

2 comentarios :

Anónimo dijo...

eso me pasa a mí también. Nunca estoy de acuerdo con lo que escribo.

Félix Remírez dijo...

Hay que intentarlo siempre, no?