26/2/09

Check point

He tenido que levantarme. Aquí estoy, escribiéndote esta carta a la luz de una linterna porque no tengo valor para contártelo de viva voz. Siempre he sido cobarde, ya lo sabes.
Lo que no consigo recordar es qué vi yo en ti. Es cierto que han pasado ya casi siete años y que las memorias gustan de esconderse en recovecos de los que sólo salen cuando menos te lo esperas, pero debería acordarme al menos de un detalle sobre ti que me gustara. Una amiga me dijo que, llegada una edad, una se enamora de lo primero que pilla. También tuvo que ser mal hado que estuvieras ahí cuando me infectó el mal de amor y yo hube de elegir mi media naranja. ¡Zas! Me dio el pronto, miré alrededor y tomé lo que pude. Un saldo. Podías haber pasado diez minutos más tarde, haber perdido el autobús o quedarte a comer en casa de un amigo. Hubiese sido un detalle por tu parte.

Roncas y, como siempre, te zarandeas de un lado a otro como si la cama fuese sólo tuya. He tenido que colocar una almohada entre tu cuerpo y el mío, un check point que me proteja de súbitos zarpazos o, peor aún, de que despiertes con las hormonas alteradas. He intentado adormecerme escuchando la radio y he acabado ya de contar tres rebaños de corderitos blancos. Nada de nada. No he logrado conciliar el sueño, quizá porque sigues ahí al lado con la bocota abierta y tronando en cada respiro.

Mira por dónde, ahora recuerdo que me encantaba – pero eso fue hace tanto tiempo- acurrucarme entre tus brazos tras haber hecho el amor, medio tapados por unas sábanas que olían a jadeos y acompañados por las sombras que una lámpara, cubierta con mi pañuelo de seda, pintaba en las paredes. Decías que eso creaba una atmósfera sensual. Apoyaba mi rostro sobre tu hombro y jugueteaba con el vello de tu pecho mientras tú me envolvías fuerte con tu brazo, besabas mis sienes y susurrabas que me querías. ¿Y cómo pudo ser todo aquello? No creo que nunca haya tomado alucinógenos. Algún porrito sí que me fumé pero nada tan fuerte como para que perdiera el sentido de tal manera.

Entonces, tu boca era tentadora. Sí, eso lo recuerdo también. Y, ahora que lo pienso, no era distinta de la que esta noche se abre amenazadora ante mí tras el check point. Me gustaban tus besos. Porque, esto he de reconocértelo, sabes besar muy bien, puñetero. Dulce y suave al principio, cuando explorabas mis labios casi sin rozarlos como si fuera tu aliento el que realmente los acariciara. Me encendías y luego, cuando ya me había rendido, lanzabas tus sentidos al abordaje de mi cuerpo y me recorrías entera. Muchas veces te dije que debías conocer cada pliegue de mi ser y reconocer el sabor de mi piel completa. Y tú me asegurabas que habías ya hecho un mapa de mis tesoros y mis dunas. Eras un mentiroso. Me decías que mi sabor era de canela y cilantro, que percibías aromas de gladiolos en mi cuello, cuando yo bien sabía que tú no conocías cómo eran los gladiolos y el agua de colonia que yo usaba era una fragancia de limón fresco. Pero me gustaba que me dijeras aquellas cosas. ¡Oh, Dios! Me avergüenzo de que fuese tan cursi. Bien está que tuviera que cumplir con el rito del amor, con estar ensimismada y con escribir versos sosos en cuartillas de esas que juras conservarás toda la vida - ¿por cierto, dónde coño estarán?- pero de ahí a perder la dignidad va un trecho muy largo.

¿Cuándo empezamos a regalarnos pijamas? Ese fue un mal síntoma. Ahora me doy cuenta de ello. Un día me compraste uno. Hasta entonces nunca habíamos pensado que, juntos, pudiéramos necesitarlos. Y un tiempo después elegiste un tostador para el día de mi santo y un aspirador para Reyes. Sí, acepto que eran carísimos, pero hubiera preferido aquel colgante de bisutería que me ofreciste cuando celebramos el primer aniversario o la rosa que por San Jordi me dejabas en la mesilla. Salías antes de que yo despertara y corrías a comprarla en la floristería de la esquina porque la tarde anterior ya habías apalabrado con el señor Antonio que abriría más temprano sólo para nosotros. Hace unos años te olvidaste y yo me olvidé de tu libro; y tú del día en que nos casamos y yo repetí camisetas por tu cumpleaños porque ya no se me ocurría otra cosa.

Al menos, has dejado de resoplar. Se agradece. Las noches se hacen largas cuando una no puede dormir. Antes era distinto – por fin les ha dado a los recuerdos por salir de su escondite. Son caprichosos y tenía que ser precisamente ahora - y la noche siempre se nos hacía corta. Si de nosotros hubiera dependido, el sol nunca hubiera coloreado de naranjas las nubes y los tejados de la ciudad. Cuando oíamos trinos te daba por remedar a Shakespeare y me preguntabas si eran alondras y yo te respondía que era aún el ruiseñor. ¿Puedes creer que fuéramos tan ridículos? Debían ser aquellas infusiones que tú traías cuando regresabas de tus viajes de trabajo por la India. Estoy segura que tendrían alguna droga oculta y que tú lo sabías. Así me conseguiste. Porque, si no, no era yo misma. Qué rápido pasaban las horas, cuántas veces nos requeríamos, qué tierna era la penumbra a tu lado mientras oíamos la voz caramelo de Diana Krall. Nos gustaba Autumn leaves, ¿te acuerdas? Tus dedos tamborileaban sobre mi vientre cuando oías el sonido de las escobillas acariciando los platos, cuando tremolaba el eco del clarinete mientras la cantante alargaba tanto una vocal que uno pensaba que el vinilo se había atorado. No nos decíamos nada. No hacía falta. Escuchábamos la música, abrazados y desnudos, rodeando el universo con nuestras piernas entrelazadas. Luego, el disco se acababa y encendías la lamparilla. Decías que era para admirarme. Nos mirábamos, sonreías y entonces, idiota de mí, me perdía en tus ojos y navegaba por el océano de tus luceros mientras tú explorabas mis pechos con tus manos. Oía tu respiración y la acompasaba a la mía. Y llegaba la madrugada sin que nos hubiera dado tiempo a contarnos la jornada anterior y nos dábamos cuenta, entonces, que habíamos dejado la cena para después de hacer el amor, tanta era la premura con la que nos reencontrábamos cada tarde después del trabajo.

Debe llover fuera porque oigo el campanilleo de las gotas contra el cristal. También llovía el día que te conocí. Maldita sea. Ahora que te odiaba tanto, necesito acurrucarme en ti. Anda, deja que desmantele el check point y hazme un rinconcito entre tus brazos.

1 comentarios :

Anónimo dijo...

bonito final. No lo esperaba
José