El mayor tendría doce años. El menor esa edad indefinida entre cinco y diez. Hermanos, seguro, a juzgar por su semejanza. Ambos con una cara redonda y una pelambrera oscura, ojos grandes y vivaces, boca amplia y nariz chata. Ambos con una camisa de manga corta azul, raída pero limpia que sugería una madre cariñosa en algún lugar de la enorme ciudad. Unos pantalones cortos y unas zapatillas de lona que les daban un aire de posguerra. El más grande ordenaba qué hacer, siempre atento a la suerte del más chico. Estaban sentados en la acera, cerca de la esquina, casi agazapados para que los transeúntes no se percataran de su presencia. Tan niños y ya sabían del desprecio y de la maldad de los adultos. Ocupaban un pequeño lugar entre un tenderete de recuerdos típicos de México y otra de enchiladas y tortillas. Esperaban a que los semáforos se tornaran rojos. Salían entonces corriendo hacia la carretera y se plantaban en medio de la avenida. El mayor alzaba en sus hombros al pequeñín y este, en precario equilibrio, hacía unos juegos malabares con tres o cuatro pelotas. Parecían tener un sexto sentido por el que presentían cuándo las luces del tráfico iban a cambiar. Saltaba el pequeño a tierra y con su mano pedía lo que buenamente le pudieran dar los conductores. Casi ninguno se dignaba abrir la ventanilla y los que lo hacían bajaban el vidrio lo justo, una ranura, para dejar caer una moneda como si aquellas pobres criaturas supusieran un peligro.
- “Es que, en ocasiones, las bandas usan niños como cebos”- me dijo un día un taxista- “Mejor mantener los cerrojos cerrados”
Arrancaban los vehículos con celeridad, casi patinando algunos sobre el asfalto caliente del verano, ajenos a si los chicos se habían puesto a salvo otra vez en la acera. Corrían a su rincón y el ciclo se repetía cada cuatro minutos. La ciudad, ajena a los chicos, hervía en actividad.
Los ángeles del cielo velaban por ellos mientras que los demonios de las tinieblas, sentados sobre el semáforo, iban anotando las matrículas de todos los carros que ni siquiera abrían las ventanillas. Sonreían abiertamente y chocaban sus manos en señal de éxito al comprobar la gran cantidad de huéspedes que tendrían en unos pocos años.
- “Es que, en ocasiones, las bandas usan niños como cebos”- me dijo un día un taxista- “Mejor mantener los cerrojos cerrados”
Arrancaban los vehículos con celeridad, casi patinando algunos sobre el asfalto caliente del verano, ajenos a si los chicos se habían puesto a salvo otra vez en la acera. Corrían a su rincón y el ciclo se repetía cada cuatro minutos. La ciudad, ajena a los chicos, hervía en actividad.
Los ángeles del cielo velaban por ellos mientras que los demonios de las tinieblas, sentados sobre el semáforo, iban anotando las matrículas de todos los carros que ni siquiera abrían las ventanillas. Sonreían abiertamente y chocaban sus manos en señal de éxito al comprobar la gran cantidad de huéspedes que tendrían en unos pocos años.
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