Recuerdo que la primera vez que me di cuenta de que eras especial fue casual. Tú hablabas con unos amigos y alguien, seguramente el dueño del café, puso un disco. Era una canción lenta en francés que hablaba de la soledad, de las cosas que pudieron ser y nunca serán, de la melancolía por el amor nunca encontrado. Me puse triste cuando todos estaban alegres y supe que el motivo era no poder sonreírte, no poder sentarme frente a ti con un capuccino de esos con aroma a vainilla y canela, sin decir nada, tan sólo repasando la silueta de tu cara para aprendérmela tan bien que pudiera soñarla cada noche. Y que tú me devolvieras la mirada. Pero la tonada acabó y tú nunca fuiste consciente de que me quedé alelado, viéndote, soñando historias comunes. Al salir, llovía y cuando marchaste los espejos de los charcos reflejaron tu imagen reteniéndola como si se apenaran, conmigo, de que marcharas.
Te veo ahora alrededor y soy consciente que me encanta que llenes mi espacio. Me he acostumbrado a tu presencia, tan cercana y tan lejana, a tu forma de ser, a tu visión del mundo, al tono de tu piel, a tu forma de caminar. Hice un día una lista de lo que me gusta de ti. No fueron muchas cosas pero sí importantes. Tus manos – quién sintiera tu caricia-, tu sonrisa, tu charla interesante y cálida, tu ilusión por la vida, tu forma de ser tan femenina, tu sensibilidad, tu inteligencia, tu lealtad. Pero lo que más me deleita es que tú apenas eres consciente de tu poder. Lo ejercitas con tanta ingenuidad que es aún más atractivo que si supieras que lo haces. Enfrascada en tu labor no llamas la atención y, de pronto, te recoges el cabello con la mano y lo mantienes prisionero por unos segundos en tu nuca, a la vez que giras la cabeza hacia tu hombro como si posaras para un pintor invisible que deseara recoger aquel instante en una acuarela. O como si te apoyaras con ternura en un hombro amado del que tú sólo conoces la identidad. Es un gesto muy tuyo, encantador, dulce. Quizá no dura más de dos o tres segundos. Dejas al descubierto tus mejillas que llaman a ser besadas. Estás ensimismada en tus pensamientos y, en ocasiones, una suave sonrisa te alumbra. Algo te inquieta y, súbitamente, sueltas tu pelo y regresas a tu tarea. Tengo envidia, entonces, de qué ocupó tus pensamientos en ese instante y espero hasta que nuevamente salga el arco iris.
Te veo ahora alrededor y soy consciente que me encanta que llenes mi espacio. Me he acostumbrado a tu presencia, tan cercana y tan lejana, a tu forma de ser, a tu visión del mundo, al tono de tu piel, a tu forma de caminar. Hice un día una lista de lo que me gusta de ti. No fueron muchas cosas pero sí importantes. Tus manos – quién sintiera tu caricia-, tu sonrisa, tu charla interesante y cálida, tu ilusión por la vida, tu forma de ser tan femenina, tu sensibilidad, tu inteligencia, tu lealtad. Pero lo que más me deleita es que tú apenas eres consciente de tu poder. Lo ejercitas con tanta ingenuidad que es aún más atractivo que si supieras que lo haces. Enfrascada en tu labor no llamas la atención y, de pronto, te recoges el cabello con la mano y lo mantienes prisionero por unos segundos en tu nuca, a la vez que giras la cabeza hacia tu hombro como si posaras para un pintor invisible que deseara recoger aquel instante en una acuarela. O como si te apoyaras con ternura en un hombro amado del que tú sólo conoces la identidad. Es un gesto muy tuyo, encantador, dulce. Quizá no dura más de dos o tres segundos. Dejas al descubierto tus mejillas que llaman a ser besadas. Estás ensimismada en tus pensamientos y, en ocasiones, una suave sonrisa te alumbra. Algo te inquieta y, súbitamente, sueltas tu pelo y regresas a tu tarea. Tengo envidia, entonces, de qué ocupó tus pensamientos en ese instante y espero hasta que nuevamente salga el arco iris.
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