Creo que el señor Valdemora me llamó por teléfono una tarde de la última semana de enero. No recuerdo exactamente la fecha pero sí que hacía un frío del carajo y que la pequeña estufa que mantenía encendida en el despacho no lograba aminorar el ambiente gélido que reinaba en todo el edificio. Y es que mi negocio no daba para rentar un cuarto en la torre Amazonas o en el International Convention Center. Allá sí que tenían calefacción central y salas de reuniones en las que servían refrescos, café caliente y pastitas. Pero acá – porque sigo acá y aún el negocio no da para mucho- el papel pintado está descolorido y se despega en todas las esquinas, las cañerías emiten un quejido que hiela el alma y el ascensor se estropeó hace un año.
- Buenas tardes- dijo alguien al otro lado del aparato-, ¿hablo con Detectives Espinoza?
- Así es, Espinoza al habla- contesté con desgana. Eran muchos los que llamaban pero muy pocos los que acababan contratando mis servicios. Y eso que yo me considero un buen profesional, un detective diplomado que puede ejecutar cualquier trabajo con eficacia y discreción.
- ¿Es posible encargarle un trabajo por teléfono?
No era lo usual, desde luego. Lo habitual es que el cliente viniera a la oficina, aunque últimamente prefería citarme en una cafetería de la Avenida Iniesta donde servían unos churros exquisitos y un café expresamente traído de Colombia a precios muy asequibles. Así evitaba que los posibles clientes tomaran una mala impresión de mi negocio dado lo precario de mi despacho.
- Bueno … -balbuceé
- Es que, verá, deseo mantener mi anonimato hasta donde sea posible. Todo este asunto me tiene confuso y preferiría que no nos viéramos…
- ¿Qué asunto? – me incorporé en la silla. Empezaba a estar interesado.
- ¿Entiendo que podemos cerrar el trato telefónicamente?- insistió el interlocutor- Pagaría hasta cincuenta euros por hora…
Aquella cifra me sonó a música celestial teniendo en cuenta que mis honorarios habituales eran de treinta a la hora.
- Sí, creo que podremos hacerlo así. Pero necesitaré un anticipo equivalente a dos días de trabajo…
- No habrá problema para ello. ¿Podría explicarle el asunto?
Me lo explicó. Debía de tratarse de un hombre débil porque sollozó en varias ocasiones, tartamudeó cada dos minutos y me pidió perdón por hacer lo que estaba haciendo. El caso era simple y anodino. Un asunto de cuernos. El tal Valdemora sospechaba que su esposa le era infiel. Según me relató, su comportamiento había cambiado de un tiempo a esta parte. Se vestía mejor, rechazaba cualquier insinuación sexual de Valdemora e, incluso, no había aparecido a dormir por casa en varias ocasiones con el pretexto de que le habían cambiado el turno en el supermercado donde trabajaba de cajera. El cliente quería que yo siguiera a la mujer, tomara nota de sus actividades, añadiera unas fotos que mostraran su presunta culpabilidad y, en definitiva, que le entregara un informe donde quedara claro si la mujer tenía algún devaneo extramarital. Algo realmente sencillo. Aunque no entendí su interés en el anonimato, acepté encantado la propuesta. Al día siguiente tenía el depósito ingresado en mi cuenta. Apunté los escasos datos que me dio Valdemora: el nombre de la sospechosa, el centro comercial donde trabajaba y un aspecto general de su figura.
Llegué a las diez, justo cuando abrían las puertas. Tomé un carrito para no despertar sospechas y coloqué en él un par de paquetes de legumbres tomados al voleo de las estanterías. Paseé de lado a lado de las cajas fijándome en el nombre que cada señorita tenía bordado en el uniforme. No me costó encontrarla. Susana se llamaba y he de decir que la descripción que Valdemora me hiciera de ella no le hacía justicia. La había descrito como una mujer de mediana edad, morena, medianamente agraciada, con ojeras profundas y arrugas en la frente. En realidad, era una señora muy bella, con unos ojos tristes que llamaban a contemplarlos, una sonrisa que cautivaba y ese halo de hechizo mágico que sólo algunas personas poseen. Pensé que era más que probable que aquella mujer tuviera a sus pies a más de un hombre y que probablemente las sospechas de Valdemora eran acertadas.
Permanecí un par de horas en el supermercado- que, por cierto era enorme- fijándome discretamente en el comportamiento de ella. Tras una pausa, regresé cuando ya era casi la hora de que su turno acabara y esperé a que saliera. Sin uniforme, me pareció una mujer muy elegante y eso que vestía un abrigo sencillo y algo raido que demostraba que su economía no era muy boyante, al menos no tanto como para que su marido me ofreciera cincuenta euros por hora.
Nevaba ligeramente y Susana caminaba con cuidado. Su figura era menuda, quizá frágil, pero nuevamente percibí un aura, un carisma que me enterneció. Valdemora tenía suerte, la verdad. Estaba casado con una mujer muy interesante. Tomó el autobús y yo subí a él dejando un prudencial espacio entre ambos, no fuera a ser que se apercibiera de algo. Descendió en la calle Matía y entró en un edificio. Serían las cinco de la tarde pero estaba ya casi oscuro. Las farolas ya proyectaban su luz titilante sobre los charcos y las paredes se iban llenando de ventanas iluminadas y de sombras que se movían en su interior. Susana entró en el portal número doce. Dejé que pasara un minuto y la seguí. Vi que el ascensor paraba en el cuarto. Así que el nidito de amor debía estar en esa planta. Esperé un par de minutos más. Subí. Había cuatro puertas pero la suerte estuvo conmigo porque acerté a la primera. Apreté el timbre haciéndome pasar por un vendedor de libros. Un recurso que siempre funciona. Oí pasos tras la puerta y abrió ella. Estaba colocándose una especie de delantal y llevaba una fregona en su mano. Nuevamente, me pareció una mujer hermosa. Nuestras miradas quedaron enlazadas no más de dos segundos pero he de jurar que a mí, hombre ducho en amores, me temblaron las piernas. Me sonrió.
- ¿Qué desea? – me gustó su voz. Era dulce.
- Verá, estoy promocionando una colección de libros de aventuras para niños…
- Ay!, lo siento- me interrumpió- yo sólo limpio la casa. Sí que hay niños en la casa pero todo esto tendrá que hablarlo con la señora y ahora no está.
Me quedé sin saber qué decir. Y no porque no supiera seguir con mi teatro, interpretando mi papel sino porque Susana me hechizaba. Aquella figura menuda, de ojos tristes pero llenos de vida me enternecía, desmontaba mi coraza de tipo rudo, de policía aficionado. Conseguí sonreír y me despedí amablemente, asegurando que volvería a pasar.
Bajé a la calle y encendí un pitillo cuyo humo inhalé ávidamente bajo el aguanieve que no cesaba. Así, la mujer tenía un segundo trabajo y aquello no era un nido de amor.
Ni que decir tiene que regresé a la casa y ella volvió a sonreírme y a decirme que la señora no estaba. Quizá le di lástima, seguramente porque la espera bajo la lluvia me había empapado el gabán. Fuese por lo que fuera, me ofreció un caldo que yo acepté encantado. Charlé no más de diez minutos con aquella mujer pero me sirvieron para convencerme de que no sólo era hermosa sino inteligente.
Pasé la semana siguiente topándome a propósito con ella, aquí y allá. En el súper - ¡qué casualidad, usted por aquí!- , en al autobús - ¡no nos conocíamos y ahora nos vemos en todas partes!-, en medio de calle.
Dos semanas después me llamó Valdemora, preguntándome cómo marchaban las pesquisas. Le dije que estaba dedicado a ello a tiempo completo y que todo iba bien. Que hasta ahora no había encontrado nada extraño y que muy probablemente su mujer no le era infiel pero que precisaba un par de semanas para estar plenamente seguro. Él pareció muy complacido e insistió en que siguiera vigilando lo cual me pareció un regalo divino.
Diez días después, volví a forzar un encuentro cerca del parque. Ella estaba con tres niños pequeños que se peleaban entre sí ante los intentos de Susana por calmarlos. Me sonrió al verme y, aunque nada me dijo, supe que necesitaba ayuda para contener a aquellas fieras diminutas. Me enteré, así, de que algunos días cuidaba a los hijos de la señora y completaba un poco el sueldo; que estaba pluriempleada porque su esposo tenía una enfermedad- así lo dijo Susana aunque más tarde me enteraría que la supuesta enfermedad era que el muy capullo asistía a unas timbas de póker en las que perdía todo lo perdible-, que lo peor era cuando la señora marchaba de viaje y a ella le tocaba cuidar a los pequeños durante toda la noche y debía ir a trabajar al súper sin apenas dormir.
Cuando dejó a los críos de nuevo en la casa, la invité a un café. Hacía frío y ella aceptó. Charlamos mucho y, sin darnos cuenta, nuestros ojos no se separaron casi en ningún momento. Iba a marchar, cuando la sujeté por la mano y le dije que no marchara, que la invitaba a cenar. Dudó pero finalmente aceptó y pasamos una grata velada en Valentinos, una trattoría de muros de piedra antigua, decorada con pinturas de Venecia y lámparas de cristal de Murano. Nos dieron las dos de la mañana y hubiéramos seguido charlando si no hubiera sido porque nos invitaron amablemente a finalizar y porque Susana se mostró preocupada por llegar tan tarde a casa.
La siguiente semana fue frenética. Nos vimos a todas horas y ocurrió lo inevitable. Nos enamoramos. Como chiquillos. La besé por primera vez en los soportales del casco viejo, tras ver una película en el Odeón. Me encantaba su dulzura, su vergüenza ante mi – ella jamás había estado con otro hombre que con Valdemora al que yo ahora veía como un enemigo y un imbécil-, su ternura, su pasión en los labios. Y adoraba su forma de ser, su sabiduría para con la vida y el amor, su fuerza por sobreponerse a las dificultadas, el deleite de oírla hablar. Supe de su desgraciado matrimonio, del sinvergüenza de su marido al que, ahora estaba convencido, sólo le preocupaba que lo abandonase, no que lo engañase. Para eso me había contratado, para cerciorarse de que su fuente de financiación seguía con él.
Llamé hace dos días a Valdemora y le aseguré que su mujer le era fiel. Es más, le certifiqué que era una mujer excepcional y que esas noches que pasaba fuera se debían, efectivamente, a que debía trabajar en el supermercado. Que, además, había indagado y a partir de ahora serían muchas más noches las que faltaría – casi todas, le dije- dado que con la reducción de personal provocada por la crisis, las empleadas restantes deberían ejercer otras tareas. Le dije que podía estar tranquilo y confiado. Me dio las gracias y me aseguró que me mandaría el cheque al día siguiente, cosa que hizo.
2 comentarios :
estupendo relato!
gracias
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