Hasta entonces, se había sentido siempre como un Ulises moderno que retrasaba deliberadamente su vuelta a Itaca. Unas veces porque, en el fondo del corazón, no había a dónde regresar. Otras porque el anhelo de su alma residía muy lejos. Sea como fuese, el retorno había sido hasta entonces lo más áspero, el camino cuesta arriba, el inicio de una añoranza infinita. Se dejaba seducir por los cantos de las sirenas, la isla de Cicones y la épica de su misión. Y, por eso, había construido su precario hogar en su nave, en un avión, en habitaciones non smoking decoradas a cada cual peor.
Pero el mundo había girado – sin avisar, como suele ocurrir- y, desde que un día de junio le había hecho ver aquella luz distinta en sus ojos, el regreso ahora estaba colmado de premuras, de urgencias de piel y de caricias, de sexo contenido y deseado, de besos refrenados que buscaban sus labios. Ahora, le parecía que los vientos nunca le eran favorables y que siempre lo alejaban de ella. Ahora, de pronto, el viaje era un éxodo, la ausencia un suplicio, Itaca un hogar, regresar un afán. Le venían a la mente tantas y tantas cosas que debía contarle justo cuando partía, que los viajes eran siempre inoportunos. Antes, el reloj medía cuánto faltaba para marchar. Ahora, cuánto quedaba para rendirse al escalofrío del reencuentro.
Premura, urgencia, ansia, apremio, exigencia, apetito de su cuerpo y de su presencia. Una tormenta con mar arbolada agitada por la necesidad desbordada de ella. Tanta que parecía mentira que, en cuanto tomaba su mano, la calma infinita regresara de súbito.
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