Amaba los atardeceres de los días en que llegaba el correo.
Allí, en aquel paraje tan apartado, ese hecho ocurría cada
dos semanas que era cuando el vapor de San Justo se dejaba caer por la caleta
para entregar no sólo las cartas sino el arcón con víveres y enseres que de
tanto en tanto encargaba al almacén. Ella escribía sus necesidades, se las daba
a Camilo, el patrón del pequeño barquito, y dos semanas después recibía lo
pedido junto a la factura que pagaba religiosamente con un cheque canjeable en
el banco. Ni recordaba cuándo había entrado por última vez en la entidad de
ahorros pero poco importaba porque la herencia había sido generosa y le daría
para vivir su vida hasta que el Señor decidiera llamarla. Afortunadamente, un
par de catarros eran todos los contratiempos a que se había enfrentado y aunque
sabía que de enfermar seriamente debería regresar a la ciudad, se aferraba a la
idea de que eso nunca ocurriría. El director de la sucursal no hacía preguntas
y, viendo que el saldo era ampliamente positivo y holgado, prefería abonar los
gastos sin incitar a su buena pero desconocida cliente a que retirara el resto
de los fondos.
Desde hacía diez años, cuando heredó la casa y decidió
ausentarse del mundo para vengar el amor traicionado de aquel hombre, el ritual
se repetía con exacta precisión. Primero, hacia el este, más allá del peñón
negro, aparecía la fumarola que expelía la chimenea asmática del vaporcito.
Luego llegaba la proa y por fin la silueta de Camilo. Él se encargaba de bajar
a tierra los alimentos y cachivaches que traía y llevarse lo que Sandra ya no
necesitaba. Durante años se había repetido esa rutina simple que para Sandra
significaba charlar por una hora y enterarse vagamente sobre las noticias que
corrían por San Justo. Luego, dos semanas de sosiego, a veces de tormento por
la ira que todavía le llegaba al alma cuando se acordaba de Rafael, de trabajo
en el huerto y en las novelas que escribía y que esperaba ver publicadas algún
día aunque, de momento, ninguna editorial le había respondido con entusiasmo.
Eso fue así hasta el día en que recibió aquella carta, cinco
años atrás.
Con la primera letra se sorprendió pero, aunque halagada, no le
dio mucha importancia. Más las cartas llegaban cada dos semanas con una
regularidad que certificaba el interés de Roberto, el hombre que las firmaba.
Un admirador, había asegurado. Un empleado de rango medio en la editorial
Buenavista al que por azar le habían encargado que revisara uno de los trabajos
de ella, una historia de amores lejanos y complicados, una novela romántica de
las que atraen las lágrimas de los excesivamente sensibles.
-
Nunca un texto me resultó más
conmovedor que el suyo, más humano y más necesario de leer. No le oculto que mi
jefe, el señor Huyol, no opina lo mismo. A mi sincera recomendación de
publicación me respondió que los tiempos de Jane Austen habían quedado muy
atrasados, que ahora lo que vende son los crímenes con alta carga de sexo o las
historias de políticos corruptos. Me reconvino a no ser tan femenino, así lo
dijo, entonando la palabra tan peyorativamente que consiguió avergonzarme. A
pesar de ello, mi querida señora, he de decirle que él no tiene razón, que su
novela es simplemente maravillosa, que ese amor que usted describe es el que
cualquier persona sensible desearía tener. Yo, he de confesarlo, nunca lo he
sentido pero si algún día se me recompensa el corazón, quisiera que así
fuera. - había escrito aquel sorpresivo y desconocido admirador.
No contestó hasta que había ya recibido seis cartas.
Entonces, tras aquellos tres meses en que se le mezclaban en el ánimo la
sospecha de que todo era una broma con la ilusión renacida, encargó a Camilo un
pequeño baúl para guardar las cartas. Ahora, tantos años después, ya estaba
bastante lleno y algunas noches en que la melancolía hacía de las suyas y pasaba
la noche en vela, encendía la lamparita del salón, tomaba el baulito y se
dedicaba a releer algunas de aquellos mensajes para consuelo de su corazón y
arrullo de su ego. Más de una vez había pensado que aquella correspondencia,
revisada y ordenada de alguna manera, podría ser algún día una buena historia
epistolar pero sabía que jamás se atrevería a proponer publicar algo tan
íntimo.
Amaba los atardeceres de los días en que llegaba el correo.
El barco arribaba hacia el mediodía cuando el sol estaba
alto y el mar transparente brillaba intensamente al reflejar sus rayos, pero
ella se aguantaba las ganas de leer la carta inmediatamente. Para evitarlo, se
enfrascaba en tareas y trabajos pospuestos, le daba por podar las flores de las
macetas, abrillantar la plata del comedor, reordenar por enésima vez lo que la
despensa contenía o planchar las sábanas que había ya planchado la tarde
anterior. Cualquier cosa para que pasaran las horas, para que el sol se fuese
volviendo rojo y los pájaros regresaran a sus árboles. Entonces, y sólo
entonces, ella tomaba una gran jarra de limonada y se dirigía al silloncito de
tela debajo de la pérgola que daba al mar. Se había hecho traer un largo cable
con el que conectaba los altavoces al equipo de música de la sala. Repetía sus
elecciones cuando de leer a Roberto se trataba: el concierto para violín de Tchaikovsky, el de
Max Bruch, el vals de Cosette en La Boheme, el adagio del segundo concierto de
Brahms, el Mon couer s'ouvre a ta voix de Saint Säens. Se
sentaba mirando el horizonte que se iba cubriendo de intensos dorados y
brillantes naranjas, esperaba a que la música le envolviera, tomaba un par de
sorbos de refresco y abría lentamente la carta, disfrutando del momento en que
reconocía su letra porque todas ellas eran manuscritas.
Leía despacio, muchas veces repasaba párrafos enteros y, más
tarde, cuando el sol ya se había escondido, cuando Escorpio volaba por el
cielo, cuando el mar se había ocultado en la oscuridad de la noche, con una
lamparita de gas encendida, contestaba lentamente, procurando trazar las
palabras con una caligrafía esmerada, pensando y repensando cada frase,
mordisqueando la pluma mientras miraba a lo alto en busca de la inspiración.
Por fin, coqueta, dejaba caer una gota de perfume dentro del sobre y cerraba la
carta que permanecería a la espera sobre su mesilla durante dos semanas hasta
que el vapor de Camilo regresara puntual a su cita.
Había sido consciente de que estaba enamorada hacía dos
años. Las primeras treinta cartas habían construido una relación intensa, una
visión lejana de la personalidad de cada uno que estaba segura era real como el
mundo mismo, aun cuando nunca hubiera visto siquiera una fotografía de él, ni
él de ella.
-
Sus cartas me hacen saber de usted, de
su corazón y de su sentimiento, de lo que anhela y de lo que ama, de lo que
odia y de lo que le molesta, de sus deseos y de sus temores. Es la imagen que
deseo tener y, aunque estoy seguro de que su belleza me abrumaría, no quiero
romper este hechizo que me tiene embrujado - había escrito un día él,
al inicio de la correspondencia- y, sobre todo, no quiero
corresponderla. Si usted me enviara una foto suya, yo me vería obligado a
mandarle una mía y eso, irremediablemente, rompería cualquier sueño que usted
pueda tener conmigo. Soy consciente de la inverosimilitud de esta relación y no
quiero que nada, menos una fotografía, pueda arruinarla.
A pesar de ello, Sandra sentía que se conocían todo lo
íntimamente que se pueden conocer un hombre y una mujer. Habían compartido juicios, reflexiones,
problemas, consejos, sueños, miedos, desesperanzas y nostalgias, habían escrito
de la familia y de los amigos, de los desengaños y de las alegrías, de la
soledad, de la ternura, de las fantasías. Con los meses, retiraron toda
cautela, bajaron cualquier defensa, se rindieron a la intimidad de la honestidad
plena. Y compartir esas cosas- se debió haber dado cuenta antes- es muy
peligroso porque basta dejar al tiempo que trabaje para tejer complicidades.
Una vez había leído que un hombre y una mujer que hablan durante decenas de
años acaban rendidos el uno al otro, lo quieran o no, porque los años traman un
vínculo más perfecto que cualquier atracción física y ella ahora sabía que
aquello era cierto. Cuando estuvo segura de sus sentimientos, de que el
recuerdo de Rafael había desaparecido, cuando sintió turbación con las palabras
de Roberto, cuando comprendió que se admiraban mutuamente, cuando el aria de Saint
Säens dejó de ser una bella melodía para convertirse en una llamada a la
seducción, a la necesidad - porque era eso, necesidad- de sentirse estrechada entre los brazos de un
hombre al que no conocía, cuando pensó en un torso, unos labios y un cuerpo
supo que aquel baulito de cartas era su vida.
Aquella tarde, el sol rojizo, las aguas arremolinadas por la
llegada del otoño, la brisa agradable aunque algo fresca, la espuma de las olas
en la rompiente caliza, se enrabietó al comprobar que los hombres son
inestables, son poco de fiar, que no mantienen la promesa.
-
He pensado mucho en ello, amor-
decía él
- y he llegado a la conclusión de que mi deseo por
tenerte, por conocerte, por deleitarme en ti es mucho más acuciante que mi
miedo a que te sientas defraudada, a que me rechaces, a que se derrumbe la idea
que tienes de mí. Quiero verte y quiero verte ya.- se tuteaban ya
desde hacía tiempo, escribían encendidas frases hacía meses.
No pudo contestar y no pudo dormir. Se quedó sentada en el
silloncito, frente a las estrellas titilantes y el bramar del océano, envuelta
en una manta que sacó del arcón y con un termo de café caliente en la mesita
del jardín, la cavatina del decimotercer cuarteto sonando lejana. ¿Conocerse?
¿Por qué los varones son tan volubles? ¿Conocerse para qué? ¿Correr el riesgo
de otra traición? Ahora, aquellas cartas eran como las de que llegan en una
botella acunada por el mar, esas que hablan de lejanos náufragos que deben ser
rescatados, de corales y de pecios. ¿Cambiar eso por la rutina de lo conocido y
repetido? Tenía miedo de perder lo que había construido con tanto esfuerzo, con
tanta afinidad, con tanta esperanza. Estaba enamorada, sí, pero de un sueño o,
quizá, de la maravillosa posibilidad de plasmar cada dos semanas justo,
exactamente, lo que el corazón sentía
sabiendo que el receptor de aquellas palabras las entendería, que tendría
tiempo a meditarlas y reflexionarlas antes de contestar sin la espera que todo
pensamiento requiere para ser atinado. Ahora deseaba a Roberto. Lo hacía con
toda su alma, lo amaba en su inteligencia, en su corazón y su piel. Pero el
deseo es voluble, tanto como los hombres, tanto como los vientos del norte.
Tenía miedo de que esa afinidad, de que esa pulsión por ser abrazada quedara en
nada cuando, quizá, aquellos brazos fuesen poco agraciados o carecieran del
calor imaginado; cuando aquellos labios ahora tan deseados y sensuales, fuesen
quizá fríos o poco expertos; cuando ese intenso placer que ella sentía al
pensar en él en la soledad de su cama fuera, quizá, un ejercicio árido y sucio.
Amanecía. Sabía lo que le contestaría pero tenía dos semanas
para hacerlo. Las campánulas que colgaban de la pérgola se cubrieron de
destellos al acariciarlas las primeras luces. Sería un día claro y el mar se
había calmado. Como su corazón. Entró en la casa, introdujo la carta en el baúl
y cerró con llave. Al pasar junto al espejo se arregló el cabello mientras
comprobaba que sus ojos ya no brillaban.
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