Ayer estuve escuchando el Réquiem de Mozart. Requiem aeternam dona eis. En directo, como se debe escuchar la buena música. Bello, imponente, bien interpretado, profundo, con la emoción triste y contagiosa del presagio de la ida final.
Podía haber llorado tu réquiem, tu ausencia. Pero las lágrimas no afloraron por el vacío de tu marcha. Inundaron mis ojos por mí, porque ya no puedo ser yo.
Mors stupebit et natura, cum resurget creatura, judicanti responsura. Observaba a los tenores, a las sopranos, los fagots, los violines, las contraltos, los bajos, los cellos. La fuerza de la partitura llamaba a gritar a la muerte y al cielo, a arrebatarse en solitario contra el destino. A cantar por separado. A gritar solo por el desgarro de la herida.
Quid sum miser tunc dicturus? quem patronum rogaturus, cum vix justussit securus? Y, sin embargo, cada uno se contenía, se unía dócilmente al paso del resto. Los timbales no retumbaban contra la muerte a plena potencia sino cuando el conjunto lo precisaba. Las voces claras de las mujeres no elevaban su tono mas que cuando lo ordenaba el director. Los bajos, potentes y tormentosos, se acompasaban al contrapunto. Y era así, juntos, cuando todo tenía sentido, cuando el alma parecía encontrar su sitio. No aislada, no gritando solitaria su dolor, sino integrándose en la plegaria colectiva. Era entonces cuando, incluso en los pasajes más pianos, el clamor era cósmico, infinito.
Te añoré. Lloré en el Lacrimosa porque juntos lo éramos todo. Sin ti, no puedo ser nada. Lloré desolado porque ya no puedo acompasarme a tu acorde, porque sin ti no hay armonía posible. Anhelo el reencuentro que me devuelva a tí. Vocam cum benedictis.
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