13/4/09

La contraofensiva



La historia de los pueblos está llena de desquites tardíos. No en vano se afirma que la venganza es un plato que debe servirse frío. Hace casi doscientos años, un corso más bien bajito, aficionado a esconder su mano en la pechera, bien parecido en pose imperial, hábil en la estrategia y férreo en la batalla envió a sus ejércitos a la península. Napoleón, el tipo en cuestión, albergaba la idea de invadir España y quedarse en ella por centurias. Cien mil soldados. Lo que ocurrió después es bien sabido. Una guerra de seis años y la expulsión de las tropas republicanas a sus bases francesas. Sin embargo, aún siendo una victoria en toda regla, aquella guerra no supuso el resarcimiento histórico que el país necesitaba. Es ahora, dos siglos más tarde, cuando realmente llevamos a término la venganza. Donde las dan, las toman. Ahora os las vais a comer todas juntas. Sembrasteis vientos y ahora recibiréis tempestades. Vosotros empezasteis.

Este largo fin de semana se ha celebrado el mercadillo de ropa deportiva de Hossegor, en Francia. Un oulet o, para entendernos, un mercadillo donde las marcas de ropa surfera, la que mola, la modelna, ponen a la venta los restos de la temporada a precios supuestamente atractivos. Esta es la nuestra, pensamos los peninsulares. Ahora os vais a enterar. La contraofensiva definitiva. Una Gran Armée de 250.000 almas españolas hemos invadido Las Landas galas por tres días. Si Bonaparte nos mandó 100.000, nosotros mandamos 250.000. Perfectamente equipados con chubasqueros, botas de montaña y gorros de lluvia. Ya se sabe que, en abril, los cielos no son condescendientes. Diluviaba. No importa. Las tropas invasoras, las nuestras, avanzaban impertérritas en filas de coches moviéndose a unos veinte kilómetros por hora – más de cinco veces la media que conseguían los mariscales Soul y Ney en su tiempo. Y es que la infantería gala no nos va a ganar en velocidad- .

Los gabachos se defendían situando los aparcamientos en unos campos patateros cubiertos de un metro de barro, a unos tres kilómetros del mercadillo. Nada. Una menudencia. La infantería dejaba los vehículos y se lanzaba en masa hacia las carpas de las rebajas con decisión. Hundiéndose en el barrizal pero sin ceder un metro de terreno. Una riada de soldados alegres y victoriosos nos desperdigamos por la ciudad buscando las tiendas de campaña, como de circo de leones, que las diversas marcas habían montado en los descampados. Todos felices. En cada carpa- por aquello de la seguridad, no sea que fuese a haber una avalancha- permitían el paso de veinte en veinte. Así, las colas en cada una de ellas eran kilométricas. La mayoría se situaba al final de la fila - ¿quién es la última? - sin saber bien a qué empresa pertenecía ya que no se divisaba dónde estaba el inicio ni a qué firma correspondía. ¿Será esta la fila de los jeans verdes de moda? ¿o la de los gorros rojo chillón que se llevan en París? ¿Compraré aquí una sudadera de esta casa? ¿ o unas bermudas de la otra? ¿Acaso una camiseta hecha en China? Una muchacha, ojos azules, unos dieciocho, pantalones caídos hasta la mitad del pompis le decía tierna a su novio: “Tranquilo, me han dicho que para las cinco entramos”. Eran las once la mañana.

Como en todo ejército, siempre hay traidores. Unos chavales, ufanos de haber llegado con las vanguardias a las seis de la mañana y que ya habían visitado una de las tiendas, comentaban: “no esperéis. Ya sólo quedan tallas XXL y sólo lo más feo”. Dos chicas que estaban delante de mí contestaron con orgullo: “pero eso es sólo para los tíos. Para las tías hay aún de todo”.

Llovía. Miento. Diluviaba. Los infantes apenas portábamos paraguas pero soportábamos con ánimo las inclemencias meteorológicos. Una familia – padre con cara de pocos amigos, madre agobiada y cuatro adolescentes- regresaba con unas enormes bolsas completamente empapadas. Comentaban que, con todo, el negocio había sido redondo. Merecía la pena el esfuerzo. Unos quinientos euros de gasto cuando en España deberían haber abonado quinientos cincuenta. Un renegado – siempre, la quinta columna- comentaba que la gasolina y los peajes para llegar hasta allá suponían más de cien euros. Afortunadamente, el resto de la fila acalló aquellas noticias que sólo buscaban desmoralizar.

Al mediodía, las tropas se repartieron por grupos. Algunos continuaban en la formación, montando guardia. Otros, mientras, compraban una paella (verde, por cierto) o una togtilla española (que, claro, era igualita a la francesa) en los chiringuitos con que los paisanos de la zona, agradecidos de la liberación, alimentaban a nuestros soldados. A unos diez euros por ración. Los fusileros engullían el rancho, firmes en la formación, bajo las nubes plomizas, sin desánimo. Llovía. Miento. Diluviaba. Aunque a esta hora ya daba igual porque una vez que el uniforme se empapa, ya no se siente más el agua.

Escaramuzas, pequeñas batallas, todas victoriosas. Que si unas gafas compradas a cincuenta euros en vez de los cincuenta y seis que piden en Madrid. Unas bambas a diez cuando en San Sebastián las venden a doce. Una camisa con todos los colores del arco iris a veintitrés cuando en Barcelona no se encuentra por menos de veinticinco. Cierto que hubo algunos indeseados incidentes entre nuestros propios soldados. Cuando, en ocasiones, un batallón lograba entrar en una de las carpas, sus integrantes se lanzaban sobre las cajas de cartón en el suelo que contenían las prendas – tiradas en un bulto informe - originándose peleíllas por conseguir el único chaleco reversible con la foto de Terminator o la dernière falda color verde limonero chillón. Menudencias que la historia olvidará.

No hacía falta mantenerse en el terreno. La venganza estaba consumada. La contraofensiva había triunfado. La Gran Armée, los doscientos cincuenta mil (bueno, casi, porque algunos decidieron seguir la juerga marchando a Burdeos) regresaban felices. Costaría unas tres horas recorrer los escasos 55 kilómetros hasta la frontera, dado el embotellamiento de nuestros medios mecanizados.

Los galos derrotados. Invadidos por tres días. No sé por qué se reían cuando nos íbamos. Alguno estaba contando billetes españoles. Unos diecisiete millones de euros.

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