El Museo Sorolla es pequeño y coqueto. Una colección que, por su extensión, puede recorrerse en poco tiempo o necesitar, por su belleza, una vida para disfrutarla. Un oasis recoleto entre las calles bulliciosas. Un capricho que precisa calma de espíritu y dejar las prisas en la cancela que hace de frontera entre la acera ruidosa y el jardín bucólico.
La tarde es espléndida. El cielo azul y puro. Los jardines que me dan la bienvenida, con sus campánulas y petunias, están repletos de aromas y de trinos, de fulgores amarillos y rosados. La casa, vacía hace mucho del alma del pintor, mantiene su carácter bohemio y acogedor, con sus tabiques altos adornados por toda clase de recuerdos, con la alfarería artesana que él coleccionaba, con los sillones donde una vez se escucharían palabras de amor y risas alegres. El patio interior me transporta súbitamente a Andalucía, milagro que ocurre aún estando a tantos kilómetros de ella. Invita a tomar un libro y sentarse junto a la fuente al atardecer, sintiendo la brisa ligera de primavera, quizá oliendo la cena que alguien preparara en la cocina.
¿Por qué los blancos de Sorolla son tan blancos, tan brillantes? Si algo destaca entre las pinturas colgadas en los muros es el blanco puro de los vestidos de las damas en la playa, de la espuma del mar rompiendo en olas, de los reflejos y brillos de la luz de verano. En algunas de las habitaciones interiores, la mente se deja engañar con esas pinceladas blancas que titilan como si fueran verdaderos rayos de sol que se colaran por rendijas que no existen. ¿Por qué los balandros parecen tan reales aún cuando sólo están esbozados con algunas pinceladas? ¿Por qué las playas del lienzo son más cálidas que las del Mediterráneo? ¿Por qué el agua parece tan cristalina que, si no fuera por la circunspecta mirada de los vigilantes, uno se sentiría tentado de tocar el cuadro para refrescarse en ella? Al salir, nuevamente el jardín. Otra vez, los gorriones y los tarines, las alondras y los jilgueros. El césped cuidado y verde. Los olores dulces. El tintineo del agua. El estanque sosegado.
La tarde es espléndida. El cielo azul y puro. Los jardines que me dan la bienvenida, con sus campánulas y petunias, están repletos de aromas y de trinos, de fulgores amarillos y rosados. La casa, vacía hace mucho del alma del pintor, mantiene su carácter bohemio y acogedor, con sus tabiques altos adornados por toda clase de recuerdos, con la alfarería artesana que él coleccionaba, con los sillones donde una vez se escucharían palabras de amor y risas alegres. El patio interior me transporta súbitamente a Andalucía, milagro que ocurre aún estando a tantos kilómetros de ella. Invita a tomar un libro y sentarse junto a la fuente al atardecer, sintiendo la brisa ligera de primavera, quizá oliendo la cena que alguien preparara en la cocina.
¿Por qué los blancos de Sorolla son tan blancos, tan brillantes? Si algo destaca entre las pinturas colgadas en los muros es el blanco puro de los vestidos de las damas en la playa, de la espuma del mar rompiendo en olas, de los reflejos y brillos de la luz de verano. En algunas de las habitaciones interiores, la mente se deja engañar con esas pinceladas blancas que titilan como si fueran verdaderos rayos de sol que se colaran por rendijas que no existen. ¿Por qué los balandros parecen tan reales aún cuando sólo están esbozados con algunas pinceladas? ¿Por qué las playas del lienzo son más cálidas que las del Mediterráneo? ¿Por qué el agua parece tan cristalina que, si no fuera por la circunspecta mirada de los vigilantes, uno se sentiría tentado de tocar el cuadro para refrescarse en ella? Al salir, nuevamente el jardín. Otra vez, los gorriones y los tarines, las alondras y los jilgueros. El césped cuidado y verde. Los olores dulces. El tintineo del agua. El estanque sosegado.
Las fontanas, enraizadas en azulejos que se alinean en motivos envolventes, acunan a los mirtos siempre verdes. Uno cree imaginar al pintor junto a su caballete, ensimismado en un detalle de una acuarela. Una pérgola, en la que se recuesta una hiedra anciana, protege con su sombra a unos visitantes que, sentados en los bancos, charlan sotto voce. Más allá, no puedo resistirme a sentarme en el segundo jardín, junto a las fuentes, frente a los geranios alineados hacia las columnas y la estatua del togado romano. Los reflejos de la luz madrileña bailan inquietos por entre las ramas de los árboles. El alboroto de la calle, del que sólo me separa un pequeño murete, desaparece por encantamiento. Ha sido entonces cuando he echado de menos a la buena amiga que me habló del museo. Podíamos habernos sentado juntos disfrutando de un helado de vainilla, o de café, o de limón, mientras me contaba de sus cuitas.
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